Fue en el año 2019, si la memoria no me falla, cuando el entonces presidente de la República Mexicana, de cuyo nombre no quiero acordarme, exigió al rey Felipe VI de España que pidiera perdón públicamente a los pueblos originarios de lo que ahora es América Latina por los desmanes y crímenes cometidos durante el proceso de conquista en el siglo XVI. Esta postura frente a España sigue vigente tanto en México como en otros países latinoamericanos: hace unos días, el gobierno venezolano exigió que España “pida perdón” por el “genocidio” de la conquista, mientras que en nuestro país la presidente Claudia Sheinbaum dijo que “disculparse por esos crímenes engrandece a los pueblos”. A su vez, el presidente colombiano Gustavo Petro negó el “descubrimiento” de América y resaltó la riqueza de las culturas indígenas; en Bolivia, grupos feministas rechazaron el colonialismo de antes y de ahora.
Independientemente de que estemos o no de acuerdo con estas solicitudes, debemos reconocer que los procesos de revisión de hechos pasados pueden conducir al reconocimiento de que algo se hizo mal y eso dé lugar a la petición de perdón frente a los agraviados o sus descendientes, o simplemente frente al juicio de la historia.
Quizá un caso emblemático sea el del astrónomo italiano Galileo Galilei (1564-1642), quien fue sometido a juicio por la Inquisición en 1616 y 1633, bajo el cargo de apoyar las teorías heliocéntricas de Nicolás Copérnico (1473-1543). Es cierto que lo que ocurrió en dichos juicios no siempre ha sido presentado de manera históricamente fundada (parece, por ejemplo, que el genial científico italiano jamás dijo eso de “E pur si muove”: “Y sin embargo se mueve”), pero también es cierto que la actitud de algunas autoridades eclesiásticas (no todas) de ese entonces frente a los avances de la ciencia era atrasada para la época. En esto, los luteranos de entonces tampoco brillaron por su apertura y espíritu crítico. El caso es que, en 1992, el papa Juan Pablo II reconoció que el Santo Oficio había incurrido en fallas y errores al ordenarle al científico italiano que se retractara de su pensamiento y de apoyar al sistema de Copérnico, en lugar de reconocer —como muchos aún creían— que era el Sol y los demás planetas los que se movían alrededor de la Tierra (la llamada Teoría Geocéntrica). El pontífice polaco tuvo la grandeza de reconocer el error, de admitir la inocencia de Galilei y de escuchar a una comisión de la Iglesia Romana que investigó si los procesos en contra del astrónomo habían sido llevados a cabo de manera correcta, conforme a las pruebas y evidencias que había en el momento de los juicios.
El problema que veo en el caso de la petición —o exigencia, mejor dicho— de algunos gobiernos latinoamericanos frente a la Corona española es que el padre del actual monarca, el rey Juan Carlos I de Borbón, ya se había pronunciado en el mismo sentido de la revisión y de la reconciliación hace algunas décadas. En efecto, una vez encauzada la transición española hacia la democracia —que culminaría en la nueva Constitución en diciembre de 1978—, los jóvenes monarcas Juan Carlos y Sofía emprendieron diversos viajes internacionales, escogiendo a nuestro continente como el objetivo de su llamada “gira americana” en ese mismo año. Visitaron Estados Unidos, México, la República Dominicana, Argentina y Perú.
Y es que, a diferencia del dictador Francisco Franco (1892-1975), para quien América Latina sólo tenía importancia en el discurso, Juan Carlos y Sofía eran conscientes de los lazos históricos, culturales, políticos, sociales y económicos que unen a España con Latinoamérica y lo expresaron no sólo en la retórica, sino también en los hechos, viajando frecuentemente a esta región del mundo. Por eso, a partir de su ascenso al trono, las relaciones de España con este subcontinente se reformularon.
Esto se notó ya desde los primeros discursos del rey borbón: en lugar de hablar del antiguo imperio hablaba de formar una comunidad con los pueblos latinoamericanos; en lugar de hablar de la “Madre Patria”, prefería hablar de una fraternidad, subrayando además la idea de la reconciliación entre los pueblos latinoamericanos y el español. No hay que olvidar que Juan Carlos I fue el primer monarca español en pisar tierras americanas, si bien ya había estado en Santo Domingo en 1958, como guardiamarina de la Armada Española.
Por eso no hay que extrañarse de lo que ocurrió en la ciudad de Oaxaca en 1990, concretamente el 13 de enero: ante los representantes de diversas etnias indígenas, el rey se refirió a los entonces próximos festejos del “Quinto Centenario” de 1992 y aprovechó la ocasión para lamentar los abusos que se cometieron durante el proceso de conquista y durante el largo periodo virreinal. El rey comentó en aquella ocasión: “La Corona de España procuró desde el mismo momento del Descubrimiento del Nuevo Mundo la defensa de la dignidad del indígena”, por lo que el mismo Carlos V —el del chocolate, para que mis fieles y amables cuatro lectores lo identifiquen— advirtió a Hernán Cortés que “Dios Nuestro Señor creó a los indios libres y no sujetos a servidumbre”. A pesar de estas órdenes, Juan Carlos I reconoció que se cometieron innumerables abusos contra la población indígena, por lo que muchas personalidades de la época protestaron. Recordemos, por ejemplo, a Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566) y a Fray Antonio de Montesinos (c. 1475-1540), quien incluso entró en conflicto con los hijos de Cristóbal Colón, al echarles en cara que entraban a misa con las manos llenas de sangre. Juan Carlos terminó diciendo que la España actual contempla a los pueblos latinoamericanos desde una visión ética, de respeto e igualdad, orientándose en las obras y palabras de Fray Bartolomé.
Así que no entiendo qué más quieren algunos de nuestros dirigentes políticos con sus sesudas exigencias, además de que sería bueno que se asesoraran con historiadores no tan trasnochados, pues sacan a cuento conceptos que ya no se usan: la presidente Sheinbaum protestó hace unos días por el empleo del término “razas” (como se decía antes con la celebración del “Día de la Raza”), cuando eso ya no se usa desde hace años y por lo mismo la discusión ya no es actual. Lo mismo hizo el presidente colombiano cuando se declaró en contra del llamado “descubrimiento”, retomando una vieja polémica que ya se rebasó desde hace décadas. Además, ya se ha dicho hasta el cansancio que una “España”, como la que ahora conocemos, en el primer cuarto del siglo XVI aún no existía.
Hay que hacer hincapié en otro detallito: la conquista de lo que hoy es México no fue obra exclusiva de un ejército de castellanos, sino que también participaron numerosos indígenas. Los tlaxcaltecas, por ejemplo, acompañaron a los castellanos a lugares tan lejanos como la actual Coahuila. De hecho, en el asedio y toma de Mexico-Tenochtitlan y de Tlatelolco (ciudad que fue la última en caer) se calcula que el 95% de las fuerzas sitiadoras eran indígenas, en una proporción que algunos calculan en 10 o 15 indígenas por cada castellano. Había tlaxcaltecas, chalcas, cholultecas, huejotzincas, totonacas, texcocanos, xochimilcas y contingentes de Azcapotzalco y Mixquic. Todos combatieron al lado de Cortés en contra de los odiados aztecas, quienes los tenían sojuzgados.
Así que yo propongo, para zanjar por fin este espinoso tema, que nombremos una misión diplomática de alto nivel para pedirle perdón a los aztecas. Pero como estos prácticamente se extinguieron desde fines del siglo XVI, esta misión iría a ver a los chilangos, descendientes geográficos y jurídicos de los mexicas y tlatelolcas (además de que tampoco son muy amados, que digamos). Propongo que los enviados estén encabezados por mi buen colega y amigo David Sánchez, ilustre caballero español, pues es dueño de gran sapiencia, es harto elocuente, conoce la esencia del concepto “flor y canto” (in xochitl, in cuicatl), tan caro a los aztecas, y es más guadalupano que Juan Diego, lo cual lo salvará seguramente de ser linchado por los fieros chicalancas. Su único inconveniente es que cecea notoriamente, a diferencia de los extremeños y andaluces que vinieron a armar su despelote a estas tierras, pero creo que nadie se fijaría en esas minucias. Puede esta misión diplomática de alto nivel recrear la ruta de Hernán Cortés, levantando en el camino a algunos totonacas, cholultecas, huejotzincas (con sus botellas de sidra, para brindar con los chilangos), texcocanos y chalcas. Algunos representantes de Azcapotzalco se les pueden unir al final (¿cómo es el gentilicio? ¿Azcapotzalqueños, azcapotalquenses, azcapotzalquetos, azcapotzaltecos, azcapotzalcas?). Todos suplicarían de hinojos frente a los chilangos por el perdón de sus errores y traiciones en el pasado oprobioso y vergonzante.
Con esta difícil misión no acabaría la carrera diplomática de nuestro colega, pues podría, seguramente, lograr en Viena la devolución de eso que dan en llamar “Penacho de Moctezuma”, aunque llegue aquí literalmente en pedacitos (el penacho). Acompañado de otro colega a quien yo estimo mucho, Andrés Beltramo, poseedor de grandes y poderosas palancas en El Vaticano, recogerían allá una carta del Sumo Pontífice suplicando por el perdón a toda Latinoamérica. Ya encarrerados, pasarían por Londres para que Carlos III les devolviese a los argentinos Las Malvinas, después, obviamente, de pedirles perdón con abundante escurrimiento lagrimal, muy propio de la flema británica.
¿Se imaginan el recibimiento que el pueblo bueno y sabio les daría a don David y a don Andrés a su regreso a tierras aztecas? Sería una verdadera apoteosis, como si vinieran de reconquistar Tejas …
Ya se preguntaba Chava Flores: “¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?”