Después de la venganza
01/11/2024
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director Formación Humanista

I

 

Despierta usted en una habitación desconocida. Un dolor le perfora la cabeza como si el mismísimo Benito Antonio Martínez Ocasio, mejor conocido como Bad Bunny, le eructara sus rimas, concebidas en el subsuelo, al oído. Abre los ojos y permite que el aire fresco que le llega de una ventana cercana bañe su rostro, acariciando sus sienes y permitiéndole cobrar conciencia, poco a poco, de su situación. Como un acto reflejo, toma sus manos y se frota los ojos, una manía que en más de una ocasión le ha causado una molestia o infección pero que, al parecer, morirá con usted. Al bajar los brazos, sus ojos se encuentran con un par de manos ensangrentadas, las suyas. No es horror el sentimiento que le embarga; todo lo contrario, una amplia sonrisa se dibuja en su rostro, una sonrisa perversa y desquiciada, satisfecha y rotunda. A su lado, el cuerpo inerte de su víctima. La dulce venganza fue cobrada. Sentir la sangre ajena cubriendo sus manos le produce una sensación de triunfo difícil de dominar: se terminó la opresión, muerto el perro ha terminado la rabia, el valiente vive hasta que el cobarde quiere, el pueblo bañó en sangre todas las ofensas y humillaciones sufridas. Llámese como se quiera, el dolor de cabeza no es más que el recordatorio de la euforia que electrizó su cuerpo la noche anterior, cuando todo eran aullidos de odio y llamadas al frente, cuando enjugó las lágrimas en el carmín de la victoria, cuando se alzó con la soñada victoria, la libérrima liberación, el fin de la cautividad, la santa emancipación. 

Pero hoy es hoy lo mismo que ayer no es ya. El dolor de cabeza le recuerda las dolencias que causa escuchar a gentuza como Bad Bunny o, peor, esos engendros del inframundo como Danny Flow o Faraón. La euforia tiene sus tiempos, y a esta le sucede, tarde o temprano, esa resaca de la responsabilidad. “¿Qué he hecho?” retumba con la fuerza de una maligna percusión. La pregunta implica una pausa, un antes y después de la agitación. “¿Qué he hecho?” cuando, a la mañana después de la carnicería, solamente sangre, muerte y putrefacción saturan nuestro horizonte. “¿Qué he hecho?” es una pregunta que no ignora la justicia de un porqué, pero que no cede a ella y exige ver hacia el futuro que dicho porqué, justificado o no, abre ante nuestras narices. 

¿Lavaría usted sus manos de inmediato, a fin de que nadie supiera jamás su crimen? ¿O quizá sucumbiría usted a la tentación de seguir la fiesta un poquito más, bailar sobre el cadáver y celebrar el fin de la sujeción? Imagine que su conciencia gana y le obliga a confesar: ¿Qué confesaría, además de lo obvio? ¿Hablaría de las opresiones y humillaciones, de los vituperios y las vejaciones, los golpes y moretones? ¿O establecería simplemente el hecho crudo, la evidencia de un cuerpo sin vida cuya sangre se ha secado hace tiempo en nuestras manos, acusándonos del crimen?

De un despertar doloroso a un recuerdo de una noche eufórica, y de ahí a un cuestionamiento sobre las causas y justificaciones de la venganza que tomamos. Un paso más: la pregunta de ¿ahora qué? ¿Qué sigue después de la venganza? ¿Cómo rehacer el propio yo de cara a un parteaguas existencial como la dulce venganza? ¿Quién será usted, si es que quien fue ha quedado para siempre convertido en sueño, proyecto u olvido, en cualquier caso, nada que le sirva en el futuro? Tomó usted venganza. Se llenó las manos de sangre. Ha incluso aceptado, luego de una reflexión suficiente, el hecho como uno justificado. Pero, ¿qué carajo sigue cuando el alba nos muestra los cuerpos fríos y tiesos húmedos de rocío y sucios de lodo y temor?

 

II

 

México cobró venganza sobre sí mismo hace escasos cuatro meses. Las opresiones están a la vista de quien sepa leer: durante décadas se olvidó sistemáticamente a los sectores menos aventajados, ignorando sus lágrimas, sus ruegos, sus gritos de dolor. México creció, pero no crecieron todos: se instaló un sistema de injusticia social que todos terminamos por aceptar como un mal necesario para el bendito desarrollo. Todos jugamos el juego, normalizando situaciones que la más elemental ética debía hacernos recular. Quienes nacimos en familias acomodadas no reparamos en que la pobreza era la otra cara de la moneda, incluso la condición de posibilidad de los lujos que teníamos. Si algunos llegaron a abrir los ojos, tarde cobraron conciencia. 

Y llegó el partido. El príncipe azul. Ondeó la bandera de la solidaridad entre las clases acomodadas prometiendo justicia social, auténtico bienestar, fraternidad, reconciliación. Varios gigantes desfilaron, hombres y mujeres de auténtica grandeza, honorables y valientes, dispuestos al sacrificio por un ideal. Y muchos creímos. Llegó el 2 de julio de 2000, nuestro país celebró una fiesta que había sido pospuesta setenta años. Al frente de la sociedad civil se instaló un ranchero con lengua de costeño, excepcional candidato, pero pésimo en el gobierno. Muy rápido el sueño comenzó a morir. Queríamos libertad e igualdad, derechos y libertades, deberes y responsabilidades, haceres y pensares, pero en cambio obtuvimos un gobierno timorato, débil, pazguato y brutalmente estúpido. Perdimos ahí la primer gran oportunidad: dar el tiro de gracia al gigantesco dinosaurio, al rex temido que el ranchero no persiguió, ni acorraló, ni encerró, ni se atrevió a incomodar. Al poco tiempo llegarían nuevos anti-gigantes: uno que quiso el mundo para sí, quiso ser príncipe azul, dueño del color azul, rex, tlatoani y redentor, todo al mismo tiempo; el otro, posterior, de miras menos sublimes, creció sus manos para dejar al águila real mexicana convertida en gallinita lista para caldo a punta de robo y desfalco. 

La llegada de un gallo de pelea, viejo lobo de mar, estudiante sobresaliente de las formas del extinto rex, permitió que muchos percibiéramos el olor a sangre. Las fiestas cívicas terminaron y dieron paso al gozo de la revancha y la venganza. El resentimiento se instaló como sinónimo de patriotismo y la sociedad se escondió en sus casas para desde ahí crear dos bandos: los buenos y los malos, los feos y los guapos, los enfermos y los sanos, los estúpidos y los sabios, los patriotas y los traidores; los pacíficos y los tiradores; los virtuosos y los pecadores. Y el resto es historia. 

Y llegamos al pasado 2 de junio, 6 años después de la rebelión del minúsculo hombrecillo del resentimiento. Aquel día los estratos siempre olvidados levantaron la mano y se lanzaron al ataque. El resultado: una sangría, un espectáculo de violencia y crueldad que vapuleó al principito azul—reducido ya a mero juglar de medio pelo—, dejó en coma al anciano cocodrilo, último vestigio del rex, y cortó el cuello a uno de sus hijos, que un día aparentó ser un león con el sol por melena. La carnicería fue pronta, sobria y fatal: los hijos del milenio pasado habían expirado, y el tiempo del lagarto guinda apenas comenzaba. 

No hubo fiestas. Los festejos asemejaban más sepelios que comilonas del pueblo. Las calles guardaron silencio mientras, en la oscuridad, las manos lavaban la sangre y los cuchillos con movimientos ciegos. Todos querían la emancipación, a nadie incomodaba el desaseo de una matanza a sueldo. 

 

III

 

Dice Joan Manuel Serrat, en La Fiesta, que al despuntar la mañana, el sol toca el fin de la fiesta y el carnaval, devolviendo a cada quien a su estación, linaje y código postal: 

Y con la resaca a cuestas

Vuelve el pobre a su pobreza

Vuelve el rico a su riqueza

Y el señor cura a sus misas

Se despertó el bien y el mal

La zorra pobre al portal

La zorra rica al rosal

Y el avaro a las divisas

Al igual que en la canción, México despertó de la venganza y se encontró con su realidad. ¿Qué ha seguido a la exquisita sensación de la venganza? ¿No es cierto que volvieron los ricos a su riqueza y los pobres a su miseria? ¿No hemos reeditado lo peor de la vieja política mexicana, su corrupción, el arte de la mentira y la acumulación de poder, mientras que al pobre se le sigue tratando como moneda de cambio? Después de la matanza, el silencio cómplice de quien sabe que aquí no pasó nada, nada importante al menos, nada que valga la pena narrar ni guardar en la memoria. 

El principito azul se mostró como el hijo esnob de padres con grandeza que, no obstante, permitieron que sus hijos se volvieran licenciosos a fuerza de mimos. Hoy, el partidillo no es nada sino la reedición de la peor pesadilla del mexicano: encontrarse con un salvador venido a sepulturero, entender, una vez más, que el héroe deviene antihéroe por la naturaleza misma del poder. Quienes siguen creyendo en el bolillo lo hacen por costumbre antes que por sensatez, inundados por un sentimiento de extraño compromiso y lealtad, antes que por el sentido común de quien sabe que Frankenstein que no es igual a las personas que componen ese cuerpo infernal. 

Después de la matanza, uno escucha a muchos que, ya con las manos llenas de sangre, ya con el cuerpo destazado por la violencia, lanzan la misma pregunta: ¿Y ahora qué? ¿Qué puede seguir después del espectáculo que descuartizó la democracia mexicana y devolvió a México a tiempos autoritarios mientras el pueblo celebraba una orgía bañada en sudor, desnudez y embriaguez? ¿Cómo retomar el camino, lavar las manos y comenzar a caminar de nuevo?

Debo ser perfectamente honesto. No lo sé. No logro ver el camino por más lentes que coloco para esclarecer el horizonte. A mi entender, empero, son necesarios algunos pasos. 

Primero, debemos dejar de soñar e instalarnos en la realidad. México ha perdido la garantía de sus libertades y es hoy rehén del capricho de una sola persona (que sea esta el ex-tlatoani macuspano o la ultimérrima emperatriz de la 4T 2.0 está por verse… aunque todo indica que el pejeruso sabe más por viejo, corrupto y diablo que la tierna lagartijilla que da sus primeros pasos). México ha sufrido una regresión como no se veía en su historia moderna: el rex PRI soltó el poder un momentito con la única intención, al parecer, de mudar de piel y lanzarse al ataque con una fuerza implacable. El sueño del México democrático ha muerto. 

Segundo, tengamos sentido común. Lo mismo yerran quienes siguen creyendo que “la doctora” era mejor que la ciertamente triste y patética candidata de la oposición, que quienes no ven hoy en Morena a la aplanadora del viejo priismo. Lo mismo se equivocan quienes creen que en el PAN queda algo salvable, que quienes pretenden que hay esperanza en los sueños guajiros de doña Xóchitl, don Felipillo o, peor que lo peor que hay en la tina de los peores, don Eduardito Verástegui de la iglesia reformada de Trump. 

Tercero, apostemos por lo local a través de la educación. No hay salida ni reforma posible en los siguientes años. Quizá son décadas las que tendremos que esperar para volver a mirar con confianza a este pobre país de promesas huecas. Ciertamente la desesperanza debe ser arrancada de tajo como fértil humus para la esclavitud. Pero, al mismo tiempo, debemos dejar de apostar por un cambio desde arriba—que fuera, quizá, el error par excellence de quienes soñaron con un México distinto. Es necesario regresar a la comunidad, a la familia, al changarro. Tenemos que poner manos a la obra para lavar las manos de los asesinos y cerrar las heridas de los cercenados y acribillados. Tenemos que explicar a uno y otro que no somos fifís ni chairos, feos y guapos, sino mexicanos y mexicanas. Tenemos que enseñarlos a leer de nuevo. Tenemos que apostar por lo mejor que existe en la cultura mexicana para, desde ahí, hacer emerger generaciones con un nuevo imaginario. Tenemos que creer en las posibilidades redentoras de la educación, cuya grandeza es tal que puede lavar manos ensangrentadas y traer la fraternidad de nuevo a un pueblo herido.

No es mucho para el tamaño del problema en el que nos metimos. Pero sí que será algo para todos a quienes demos herramientas intelectuales, valorales y virtudes que les permitan vivir de forma más auténtica, más empática y humana. Quizá no volvamos a ganar el país; apostemos, entonces, por ganar mujeres y hombres a la causa del bien.