Parte I. Los hijos son un “don”
Hace ya algunos años me invitaron a hacer un comentario a lo que, a mi parecer, es uno de los apartados más significativos e importantes de la Carta a las Familias de San Juan Pablo II. Me refiero al apartado intitulado “La entrega sincera de sí”, un apartado que ha tenido un eco cada vez más fuerte en mi vida, particularmente en mi matrimonio y, por supuesto, en mi paternidad. En este pasaje, en concreto, san Juan Pablo II nos recuerda que la vocación a “servir la verdad en el amor”, patente en el amor esponsal y en la entrega sincera de sí que reclama esta peculiar forma de donación, se robustece con la llegada de los hijos: “en el recién nacido se realiza el bien común de la familia. Como el bien común de los esposos encuentra su cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la nueva vida, así el bien común de la familia se realiza mediante el mismo amor esponsal concretado en el recién nacido”. Para el mundo contemporáneo, sin embargo, pareciera absurdo afirmar que los hijos son un “don” o una “bendición”, como a algunos les gusta decir en un tono casi burlón.
Nada en el mundo, advierte san Juan Pablo II, parece indicar que los hijos son un don para los esposos, especialmente ahí donde abunda una racionalidad instrumental que repara tan sólo en aquellos “ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas” y demás “condicionamientos prácticos” que conllevan la maternidad y la paternidad. Tener un hijo en la actualidad, desde esta racionalidad instrumental, pareciera más una monserga que una bendición, una carga que nos sobreviene y no un don que recibimos. Visto así, no es raro que muchas parejas jóvenes se inclinen a dejar de tener hijos o a considerar a los hijos más como un lujo innecesario del cual pueden prescindir o, cuando menos, postergarlo indefinidamente.
Si bien esto no es una regla que se cumpla en cada caso, pues existen muchos otros que simplemente no pueden tener hijos, vemos que es una tendencia al alza entre las parejas que no tienen este tipo de impedimento. No quiero decir que todos deban tener hijos, pero sí que el tenerlos es un don. Los hijos, más que una carga, son un don que recibimos, algo que he experimentado en carne propia con cada uno de mis hijos. Cada uno de ellos es un don particular, una escuela de amor que me ha ayudado a crecer en muchos aspectos de mi vida.
Es claro que tanto la maternidad como la paternidad conllevan una carga: ser padres es una enorme responsabilidad, nunca equiparable a tener una mascota. Con mi perro tengo la obligación de darle una buena vida; con mis hijos tengo el deber, además, de contribuir a que sean personas de bien. Mi responsabilidad como padre no se agota en hacer todo lo que esté en mi poder para que tengan una buena vida, sino que también me exige hacer todo lo necesario para que sean buenos. Lo mejor que le podemos dar a un hijo no es su manutención, sino darle una escuela de amor que los ayude a crecer en el bien. Pero esto, que se puede ver tan sólo como una carga, es sólo una cara de la moneda: reducir la maternidad o la paternidad a esto implica quedarnos con una visión sesgada de la realidad. Hay que decir, además, que el hecho de que algo conlleve una carga o un gran esfuerzo, no por ello implica que deje de ser una bendición o un don recibido: mi trabajo, por poner un ejemplo, puede ser extenuante y a veces estar atestado de tareas pesadas, más no por ello deja de ser una bendición que he recibido y que debo agradecer. Algo que ocurre, con mucha mayor razón, respecto de los hijos: los hijos son un don que recibimos, una escuela de amor que nos ayuda a crecer y a ser mejores personas.
Hace 11 años tuve la oportunidad de participar en el curso de antropología social que el profesor Allodi, discípulo entrañable de Pierpaolo Donatti, impartió en la UPAEP. Si bien no recuerdo con exactitud los datos estadísticos que nos mencionó durante el curso, recuerdo muy bien algunas de sus principales conclusiones sobre la familia y, en especial, sobre la importancia de los hijos en la consolidación de las familias. Curiosamente, una de esas conclusiones era que las probabilidades de que una pareja se divorcie se reducen significativamente cuando hay hijos de por medio: si bien es cierto que esto no necesariamente se debe a algo positivo, como se puede ver en entornos familiares donde prevalece el miedo y la violencia, acorde con los estudios realizados por este profesor, en la mayoría de los casos lo es.
Los hijos, por ejemplo, pueden ser fundamentales para aprender a ser pacientes y caritativos, algo que es fundamental para el desarrollo de la familia. La paciencia, tal y como nos lo recuerda S.S. Francisco en la Amoris Laetitia, se encuentra en la base del amor, ya que “si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla”. Los hijos pueden ser una fuerte motivación para ser mejores personas, mejores esposos e, incluso, mejores profesionistas.
Parte II. Discapacidad y donación
En la actualidad, sin embargo, nos enfrentamos no sólo a la tendencia a no tener hijos o a postergar la decisión de tenerlos, sino que también a la creciente tendencia a discriminar y desechar todos aquellos hijos que no se ajustan a nuestros deseos. El caso paradigmático de esto último es Islandia, donde el cien por ciento de las mujeres que dieron positivo en la prueba de síndrome de Down decidieron abortar. Como padre de un hijo con discapacidad, entiendo las razones por las que cualquiera podría llegar a semejante decisión, aunque no la comparto para nada. Quienes tenemos un hijo con discapacidad sabemos que el nivel de exigencia que esto demanda se multiplica significativamente, no sólo porque es físicamente más desgastante, donde podemos incluir que es también más costoso, sino que también lo es mentalmente.
Y esto se multiplica según sea el caso: en el de Mateo es relativamente menos demandante, ya que sus necesidades especiales son pocas en comparación con otros casos cuya salud es muy delicada y requiere otro tipo de atenciones médicas. Sabemos, sin embargo, que eso eventualmente cambiará, pues su salud, dada su condición, se deteriora a un ritmo mucho más acelerado. Pronto su salud se irá deteriorando, simplemente porque no tiene la misma actividad que sus hermanos: pronto el reflujo, por ejemplo, hará de las suyas y le causará problemas de salud que hasta ahora sólo ha presentado esporádicamente.
De sus ocho años vida, recién cumplidos, quizá los años más pesados fueron los primeros dos: entre la incertidumbre de no saber exactamente qué tiene, de no comprender sus necesidades o de enterarte que su esperanza de vida es significativamente menor que la del resto (en el caso de Mateo, tenemos entendido que su esperanza de vida es hasta los 16 años, aunque podría vivir más si le damos los cuidados necesarios, sin embargo nada de lo que hagas te garantiza que va a ser así).
Su discapacidad la detectamos desde bebé, al percatarnos que tenía un nistagmo y que, a diferencia de su hermano mayor, no sostenía la cabeza. Pronto esto nos llevó a un primer momento de angustia: acudir de urgencia al hospital para hacerle una resonancia magnética, pues podría ser que tuviera un tumor en el cerebro. Por fortuna no fue el caso, pero seguíamos sin tener respuestas. Durante el primer año pasamos de un especialista a otro, haciendo una cantidad ingente de estudios médicos, sin tener nada relevante de información. A esto se sumaban las presiones provenientes de diversos lados, incluyendo las miradas incómodas de la gente que, sin mala voluntad, te juzga con la mirada. Después de un largo y angustioso recorrido, llegamos con un neurólogo especializado en casos como el de Mateo, uno de los primeros en darnos un poco de luz respecto a su condición.
Gracias a su ayuda pudimos ingresar al Hospital Infantil Federico Gómez, uno de los poquísimos hospitales que cuenta con todo lo necesario para atender a Mateo y ajustarse a nuestras posibilidades económicas. Esto significó tener acceso a atenciones que de otra forma no habríamos podido darle a Mateo, al costo de tener que ir todas las semanas a la Ciudad de México, teniendo que ajustar mi horario laboral para poder cumplir con ambas obligaciones. Por fortuna estaba en un lugar que me brindó esa posibilidad y trabajaba con un jefe sumamente comprensivo, un amigo que siempre nos tendió la mano cuando lo necesitamos.
Con todo y esta ayuda, viajar todas las semanas a la Ciudad de México fue muy desgastante para mí, especialmente ahí donde mi tiempo familiar se redujo significativamente: para poder ir a México tenía que dar mis 44 horas laborales en cuatro días, dar clases los sábados para tener un ingreso extra que nos permitiera pagar las cuentas, y viajar el domingo por la tarde para poder dedicar todo el lunes a las diversas consultas que nos asignaban. Algunos lunes comenzaban con consultas de las 8:00 a las 13-14 horas, para después tomar el camión de regreso a Puebla, descansar en casa y tomar fuerzas para ir al trabajo. Así estuvimos casi un año, hasta que mi esposa logró ingresar a Mateo en CRIT de Puebla y pudimos cambiar sus consultas a las que aquí nos ofrecían con mucho cariño.
A partir de este punto han disminuido sus necesidades, sin que eso signifique bajar la guardia: sabemos que, en cualquier momento, o con cualquier descuido, la salud de Mateo puede decaer drásticamente, con todo lo que eso implica. Mateo, a diferencia de sus hermanos, requiere atención médica especial, así como un cuidado diferenciado. Es el único de sus hermanos que tiene el privilegio de dormirse con la televisión hasta altas horas de la noche, a cambio de que todos los demás podamos dormir un par de horas más. Algo que no ocurre, sin embargo, cuando se presenta hasta el más mínimo malestar. El sábado, por ejemplo, un día antes de su cumpleaños, no se sentía bien porque se le está cayendo un diente y eso le genera mucho malestar. Por suerte, se durmió con nosotros, pero hay noches en las que podemos llegar hasta las 2 o 3 de la mañana sin poder dormir (ni él, ni quien le toque cuidarlo -mi esposa o un servidor-). Poco importa si al día siguiente tienes un compromiso importante, o si es uno de esos días de trabajo en los que sabes que tu día va a terminar hasta muy entrada la tarde (por no decir la noche).
Salir de la casa también puede ser pesado, pues no es lo mismo viajar con una silla de ruedas que sabes que ocupa toda la cajuela, que implica necesitar espacios especiales que la gente luego no respeta, entre otras cosas que siempre están al acecho.
Con todo y esto, puedo decir que Mateo es mi duvalín: no lo cambio por nada. Algo que sólo se puede entender si comprendemos en qué sentido es y ha sido siempre un auténtico don, una genuina escuela de amor que nos ha transformado de cabo a rabo. Claro que es difícil atender todas sus necesidades, pero todas esas exigencias valen la pena cuando reparas en el enorme bien que nos da a cada instante. Mateo es un niño, en primer lugar, que nos ha enseñado a valorar la vida y todo lo que nos ocurre desde una perspectiva más amplia. Hemos aprendido a valorar las cosas pequeñas, aquellos cambios que nos parecían insignificantes y que en el caso de Mateo son logros de enormes dimensiones, como el simple hecho de lograr que sostenga un poquito más la cabeza o que tome agua con popote. Su vida ha significado para todos en la familia, incluyendo no sólo a sus padres y hermanos, una escuela de amor puro.
Si bien nos falta mucho por aprender, podemos decir que hemos contado con el mejor profesor: incluso para sus hermanos ha sido una gran fuente de aprendizaje. Mateo es una escuela de humanidad que, en segundo lugar, nos ha enseñado a estar juntos en la adversidad, en los momentos difíciles, viendo como él, incluso en esos momentos, te devuelve una sonrisa enorme. Su mera existencia nos ha enseñado a valorar la importancia de estar siempre juntos, de hacer redes de apoyo. Nosotros somos profundamente afortunados, porque siempre hemos contado con el apoyo de todos los que nos aman, incluyendo a nuestros propios padres -los abuelitos de Mateo-, que siempre han estado ahí para ayudarnos.
Mateo es, en tercer lugar, escuela de humildad: Mateo no necesita grandes cosas para pasársela bien, no necesita los juguetes más elaborados, ni las cosas que luego uno se queja por no tener. Mateo es feliz jugando con una simple bolsa de plástico, escuchando el ruido de una bolsa de papitas siendo aplastadas por sus manos que no coordina, pero que disfruta mover para que la dichosa bolsa suene. Es un niño muy risueño que, así como todo esto que he mencionado, podría decir muchas más cosas. Mateo es un auténtico don, cuya vida es valiosa, no sólo por lo mucho que nos da como familia, sino también por lo mucho que es por sí misma.
Debo confesar, por último, que por más pesado que fue el año que me tocó ir todos los lunes a la Ciudad de México para llevarlo a sus consultas, ese año fue, además, un año lleno de muchos aprendizajes, de mucho amor, y de mucha riqueza. Fue un año que no cambiaría por nada en mi vida y que, por ende, agradezco profundamente. Puedo entender por qué la gente vería una enorme carga en tener un hijo con discapacidad, pero también me pesa mucho saber que no son capaces de ver todo aquello de lo que se pueden perder. Tener un hijo es un don, uno de esos dones que, como en muchos casos, es inmerecido. Y tener un hijo con discapacidad es un don sin parangón.