Aquellos colegas que gusten, como yo, de la trova, quizá conozcan una canción del español Ismael Serrano, intitulada Si se callase el ruido. A escasos días de una jornada electoral que definirá, sin lugar a duda, el futuro (o destrucción) de la democracia mexicana, propondría pensar a través de las letras de Serrano.
Hoy todo es ruido. La posverdad, la contracultura de fake news, la mañanera y sus incontables mentiras (https://bit.ly/34rCJPe), la oposición y sus intentos de limpiar su nombre, los sindicatos, los mercados y su histeria consumista… En una sociedad mal ordenada, donde los criterios de justicia no son compartidos por los ciudadanos—donde, por ejemplo, la noción de Estado de Derecho coexiste incómodamente con una contracultura de impunidad y corrupción—el ruido sirve como distractor por excelencia. El ciudadano es lanzado a una jungla (urbana, por supuesto) donde una multitud de bestias (humanas, naturalmente) imposibilita la capacidad de dialogar con otros, o de sentarse a pensar, acompañado solamente por su intimidad. Ruido de patriotas que confunden la patria con la sordidez de sus cavernas…
Pericles y, con él, todos los demócratas, antiguos y contemporáneos, estima la capacidad de diálogo, la lentitud de un proceso de escucha tendiente al encuentro de un consenso que mejor refleje el bien común, como piedra angular de un régimen libre. Contra esta lógica, el ruido opaca y entorpece nuestras habilidades auditivas. Escuchamos con un fondo permanente de estática, como atrapados en un avispero. En el ruido, las facultades humanas se debilitan, y las funciones de alerta y defensa toman el control. Una estruendosa jauría se empeña en hacer callar las preguntas, los matices, el murmullo de ojalás…
Rumbo a la jornada electoral, México está roto. A fuerza de un discurso antagónico, el jefe del Ejecutivo ha logrado enfrentar a unos con otros, convirtiendo la comunidad en un campo de batalla. La tan temida guerra civil que Thomas Hobbes consideraba el summum malum está lista para estallar en nuestro país. La artificial división ideada por los belgas entre hutus y tutsis en Ruanda terminó en un terrible genocidio que cobró la vida de alrededor de un millón de tutsis. Hoy, México parece no caer en cuenta del peligro de utilizar las ridículas categorías de “chairo” o “fifí”, del peligro de reducir al otro al nivel de enemigo radical, de mal radical, de anti-ciudadano. El país está en una guerra muy poco silenciosa mientras el siñorpresidente hace una mueca de placer, embalsamado en ese resentimiento que lo ha empujado desde hace décadas. No te dejará dormir este estrépito infinito que intenta llenar los días de tinieblas y enemigos…
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Y, sin embargo, no todo está perdido.
Si se callase el ruido
oirías la lluvia caer
limpiando la ciudad de espectros,
te oiría hablar en sueños
y abriría las ventanas.
Si se callase el ruido
quizá podríamos hablar
y soplar sobre las heridas,
quizás entenderías
que nos queda la esperanza.
El ruido político se calla de cuando en cuando, dejando al ciudadano en absoluta libertad, acompañado únicamente por sus pensamientos, su conciencia, su sentido cívico. Cuando cesa el ruido de la propaganda política, los ataques y las denuncias, las quejas malintencionadas y las justificadas, los mítines y el impúdico beso entre la política y el espectáculo, cuando la ley ordena bajar el telón y el espectáculo da pie a la liturgia cívica, el poder toma un hondo respiro, bajando cabeza solemnemente: El soberano está por entrar en escena. Rara vez se le encuentra, tantas veces se le confunde. El Pueblo (con mayúscula) es un fantasma que se cierne sobre la nación, abarcándolo todo sin asir nada; su voz resuena en la voz de la Constitución y de los jueces que han prometido guardarla, pero también, y más importante, la fantasmagoría se materializa el día de la elección, correctamente llamada fiesta cívica: es la cíclica celebración de la corporeización, por unas horas, del Pueblo soberano. Si se callase el ruido, quizá podríamos hablar y soplar sobre las heridas…
En la íntima soledad de la urna el ciudadano ya no es Pedro, Lucía o Azucena, sino parte de un todo que manifiesta su voluntad. Si en la urna seguimos siendo Paula, Lorenzo o Armando, el experimento fallará. Rousseau es enfático aquí: la volonté de tous es radicalmente distinta a la volonté générale, la suma de individualismos es un pobre sustituto de la auténtica voluntad general; sólo cuando apostamos por el bien común, por la salud del cuerpo social, incluso a riesgo de comprometer nuestro bien inmediato, el encanto surte efecto y del voto emerge, festivo, el Pueblo soberano.
Nos queda la esperanza… ahí, en la certeza de que, después de nuestras diferencias, seguimos siendo un mismo país, una comunidad unida (aunque débilmente) por un pasado común, un conjunto de valores, un carácter alegre que nos distingue en todo el mundo. Sólo en el retorno del individuo a la comunidad, en el reconocimiento de nuestra inevitable incompletitud, será posible recuperar nuestro país. Sólo el Pueblo puede destruir el espectro del populismo, como lluvia que limpia la suciedad que acumulan las ciudades.