Nepantla, brevísima historia de la Filosofía del Ser del mexicano
28/06/2021
Autor: R.C.P.H
Cargo: Estudiante de la Licenciatura en Filosofía

Crea cierta incertidumbre ver el avance de las nubes y no sentir la llovizna, no aún. Detente en ese momento, fija la mirada en el cielo en agonía, en el gris nube que solo se alcanza cuando se espera la eminente primera gota, augurio de la tormenta, fiel mensajero de Tláloc. En otros tiempos se hubiera danzado por aquella gota, hoy se esconde la ropa y se huye de la calle al refugio seguro de tener (un) algo sobre nosotros. Crea una incertidumbre llanera cuando algo debería ser pero aún no es, dicho en palabras amigables, cuando la noche avanza pero no oscurece, cuando la mala noticia ronda pero no llega, cuando el teléfono suena pero nadie contesta ¿son estos ejemplos claros de lo que quiero introducir? Posiblemente no, quizá sea una mala metáfora la que intento cultivar, no obstante, el ojo experto habrá leído entre líneas el desenlace inminente al quiero llegar: el ser frágil del mexicano.

En los míticos años 50 del siglo pasado, México atravesaba un estupor inimaginable, conocido por muchos como el tiempo de la consolidación. Apenas, pocos años atrás, la revolución mexicana iba pacientemente envenenándose por la burocracia y las formalidades partidistas, los claros movimientos migratorios comenzaron a inundar las ciudades a un lado que la llegada de la moda americana se veía por todas partes. Las calles veían sacos y sombreros de ala larga, bigotes bien cuidados, cabelleras bien risadas y fijadas con spray; los agitados movimientos sociales daban tregua al respiro y fue, era, entonces el momento que históricamente se ha dado una y otra vez: el filosofar.

Menciona Paz, justamente en las primeras líneas de su Laberinto de la Soledad el dulce descubrimiento de la autopercepción y con esto, la pregunta milenaria por el ser. Somos, en gran medida, una consecuencia del paso del tiempo y del actuar de los otros –somoslo que han hecho de nosotros diría Sartre- es decir, no caminamos ni actuamos ni somos en absoluto aislamiento o individualismo, el germen nacional está impreso en nosotros –afectando nuestra existencia- y por tanto nuestro propio ser. En gran medida, los esfuerzos de mediados de siglo pasado se concentraron en buscar dentro de las entrañas nacionales la respuesta a dos preguntas fundamentales  “¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos?” (Paz, 2002).

 Entremos un poquito más en materia. Esta primavera filosófica en México surge a partir de la verdadera necesidad de saber quiénes somos como país y hacia dónde nos dirigimos. La revolución había permeado duramente la vida del común, mientras que las antiguas tradiciones y costumbres comenzaban a ser trastocadas por el inminente avance tecnológico. La literatura de este tiempo da fe a esta necesidad de retratar el día a día del mexicano promedio y como su vida estaba inmersa en un sinfín de simbolismos que lo iban formando hacia eso que se podría creer mexicano. Más aún, un golpe al orgullo nacional comenzaba a trastocar las esferas intelectuales de aquellos tiempos: la comparación de México frente las potencias mundiales. Antes era la confrontación cultural frente a Europa, a tal punto que se llegó a la imitación (el porfiriato un claro ejemplo). Al término de la segunda guerra mundial Europa ya no se veía como la cúspide de la civilización ni muchos menos como un modelo al que se quisiera imitar, surgía entonces Estados Unidos como un nuevo estereotipo de perfección, de compleitud (a pesar que antes era la tierra de los desterrados, donde quién no podía costear su exilio a Europa se iba a Florida, Nueva Orleans, Texas o California). Frente a esta nueva realidad comienza la inquietud de que si queremos mantener una dependencia cultural, social y económica frente a aquellos a quienes hemos convertido en dioses. A grandes rasgos, este es el preámbulo del inicio de una filosofía que se pregunta por el ser del mexicano.

Teorías, hay muchas, líneas de investigación, las suficientes como fundar universidades y tomar auditorios. A conciencia las aproximaciones en torno a la repuesta por ¿qué es lo mexicano? ¿qué significa ser mexicano? ¿qué es México? Se han concentrado en una envergadura nada complaciente al optimismo vulgar de algunas personas, las posibles soluciones se mofan del hombre decente y salta como respuesta lo “considerado malo”. La raíz del asunto la encontramos en la obra de Samuel Ramos, misma que continúa nuestro muy poco afamado Emilio Uranga y de la que cual rescata algunas cosas Octavio Paz. El hilo discursivo lo vemos entablado en la inferioridad, la insuficiencia, la soledad del mexicano y de ahí surgen sus relaciones sociales y la creación con su medio. El mexicano, aparentemente, este ser atormentado por un pasado nada grato, por un presente en precariedad y un futuro cada vez más incierto –si tan solo ellos supieran lo que depararía en años posteriores-. El mexicano surge entre las estepas revolucionarias como aquel al que se le ha quitado de taje su pasado, como el indio cuya cultura quedó bajo tierra, como el mestizo cuya importancia era degradada por el habitante de ultramar, como aquel campesino que sin tener conciencia de clase se lanzó con machete en mano y ni aun así continúa sin tierra ni libertad, pero sí un gran sistema político, una excelente burocracia que coquetea con la vieja aristocracia burguesa. Ahí está ese mexicano –común y corriente- despojado de no solo de su tierra física, también de su tierra ontológica, donde no es un exceso ni defecto, tan solo es un rostro amorfo que busca una máscara, un chiste pícaro y hasta vulgar, un repentino envalentonamiento o simplemente, no piensa ni busca ser-alguien, ese es el mexicano,

Si nos acercamos a estudiar de fondo esta línea de investigación, hallaremos un sinfín de argumentaciones y aseveraciones de toda índole -no olvidando que partimos de una supuesta fragilidad del ser-. Dentro de la cuales hallamos una expresión poco pronunciada ya, pero con mucha carga para hablar al respecto de este pobre trabajo: estar en Nepantla.  Menciona Emilio Uranga, gran imberbe de la filosofía del ser del mexicano y personaje rodeado de polémica durante casi toda la mitad del siglo XX en México, un hecho curioso, el “estar en Nepantla” significa estar  en la ambigüedad, no un punto medio aristotélico, más bien un punto muerto en la montaña de Sísifo. Nos enfrentamos ante una condición humana con rostro de indiferencia y soledad.

La expresión “estar en Nepantla”, como la mayoría de los casos en México, proviene de una chusca anécdota, nos explica Jaime Veyra “En un fragmento de Fray Diego Durán que sirve de epígrafe al Análisis del ser del mexicano de Uranga, el religioso narra que al reñir con un indio por gastar en una boda todo el capital arduamente reunido, éste le contestó: -Padre no te espantes, pues todavía estamos en Nepantla” y al preguntar qué quería decir con eso “me dijo que como no estaban bien arraigados en la fe, que no me espantase de manera que aún estaban neutros, que ni bien acudían a una ley ni a otro, o por mejor decir, que creían en Dios y que juntamente acudían a sus costumbres antiguas…” (Veyra, 2007).

De esto nuestro querido autor saca una serie de conclusiones muy interesante de las cuales surge obligadamente la pregunta ¿de dónde proviene este nulo interés por inclinarse o no ante una decisión? Por años, comenta Samuel Ramos, hemos sido como niños pequeños que ven a los extranjeros como si fueran sus padres, se desarrolló un complejo de inferioridad frente al resto del mundo, Uranga se arriesga más y menciona que tenemos una “fragilidad” en el ser, es decir, nuestra constitución ontológica, aquello por lo somos, se encuentra quebrada por nuestra historia –entenderemos aquí esos traumas que nos han hecho creer inferiores, tema interesantísimo pues aborda un problema que hay que tocar con pincitas: la historia de bronce, la historia oficial  y  la manipulación por medio de esta-.

Regresando a lo que nos ocupa, Nepantla es la anécdota y metáfora para dirigirnos al mexicano. Un ser cubierto por la neutralidad. Antes de que surjan los ofendidos quisiera tener la oportunidad de defenderme. Cuando decimos que el mexicano, que su ser, pareciera estar en una aparente neutralidad nos hemos de referir no tanto a las acciones visibles pues es sumamente notoria la participación ciudadana y la ya famosa solidaridad mexicana, más bien a una realidad mucho más interna. Aparte, recordemos que hablamos de una percepción del mexicano de los años 50, de la generación de nuestros abuelos (y quizá bisabuelos para algunos). Se observaba en aquellos tiempos un mexicano que oscilaba entre su pasado y su incierto futuro, por un lado, no es indígena ni extranjero. Las costumbres y tradiciones antiguas perduran pero ¿a qué costo? Existe un mestizaje cultural -el cual se asemeja a decir que no hay pureza en las acciones- muy notorio, ninguna tradición prehispánica –mucho menos aquellas que sobreviven a su modo en las ciudades- permanecen inmaculadas a sus orígenes, y por mucho tiempo el tema indígena fue tan solo una excusa, un lindo tema en los discursos políticos. Por el otro lado, es harto conocido la predilección por lo extranjero, es decir, se busca no solo lo atractivo sino aquello que da seguridad pues “está ya hecho” no exige un compromiso realmente, tan solo una adopción de lo externo. Por esto se encuentra en una aparente neutralidad (Desgana diría después). No quiere arriesgarse al actuar ontológico, a forjarse una propia identidad, tan solo se limita a complacerse en las viejas tradiciones, costumbres y mañas mientras que, paradójicamente, se abre sin vergüenza a lo que de afuera viene. No decide, no elige, no ocupa su voluntad ni libertad para plantearse un frente y realizarse, decide llevarse por la corriente, arrastrarse por la corriente, así, aunque exalte orgullosamente una celebración como el Día de Muertos es capaz de distorsionar (alguno dirá que mejorar) esta tradición incorporando más y más elementos externos venidos de una película de James Bon o de una película animada de Disney.

El ser del mexicano no es ser indígena ni extranjero, es un mestizo y como tal actúa, es decir, con un collage de formas y tamaños, de modas y tradiciones milenarias, simplemente no es ni de aquí ni de allá. Es verdad, tiene una historia como pueblo, pero ¿hasta cuándo nos daremos cuenta de existe? ¿hasta cuándo seremos los suficientemente maduros para ver una historia no de héroes o villanos, no de figuras patrias ni románticos desenlaces? Precisamente este tema lo abordo en un artículo que aún no se escribe.

Las condiciones en que se reflexionó sobre el mexicano con estos criterios son eminentemente distintas a las actuales. Hoy por hoy hay más circunstancias que juegan un papel primordial para hablar de lo que es auténticamente mexicano. Las condiciones de globalización actuales nos han invitado a adoptar nuevas costumbres al igual que maneras de vivir –sin hablar de la pandemia-. Por tanto, dentro de este mar de globalización, quizá sea aún más complicado mencionar algo asertivo respecto a lo auténticamente mexicano, a distinguir su ser íntimo en medio de todo un mundo cada vez más esquizofrénico, provocando más aún aquella incertidumbre por el saber quiénes somos y cómo haremos eso que somos, una incertidumbre parecida al mirar el cielo nublado y no saber cuándo caerá la primera gota porque, pareciera, que hasta el cielo está en Nepantla.