Algo anda mal: ¿Nueva modalidad laboral o descontrol y extenuación?
28/02/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

Había yo planeado dedicar mi colaboración de esta semana al extremadamente preocupante caso del envalentonamiento que, como poseída por la mismísima Atenea, llevara a la C. Liliana, “Lili” Téllez a destaparse para “la grande”, es decir, estampar la boleta con su nombre mientras sueña calentar el sillón presidencial. La discusión tendrá que esperar a mejores (¿peores?) tiempos, pues aquí me interesa abordar un tema que me parece mucho más serio. Seamos claros: la política es tema de altísima seriedad… Téllez no.

Desde que fui invitado a asumir la dirección de Formación Humanista, una de mis labores ha sido asegurar la conformación de un amplio espectro de perfiles que nos apoyen en la impartición de una gran cantidad de grupos, desde donde erigir el proyecto formativo de UPAEP. Una de las estrategias que hemos buscado echar a andar es invitar a nuestros profesores de tiempo completo a impartir clases en el área. Encuentro dos razones fundamentales que justifican esta estrategia: primero, porque no utilizar el tremendo capital intelectual que la universidad ha logrado captar a lo largo de su existencia sólo puede reconocerse como un terrible desperdicio; y segundo, porque los profesores en muchas ocasiones podemos destinar algo de tiempo, fuera de nuestra carga, para hacer un poco de dinero extra. Esta última, hay que reconocer, es una razón que mueve a muchos—un servidor incluido, quien, aunque enamorado de la vida académica, no puede dejar de reconocer que, contra lo que algún idealista trasnochado podría pensar, su esposa y sus hijos no comen títulos ni preguntas (pensar en tener respuestas es digno de mentes arrogantes) ni, mucho menos, artículos de investigación publicados en sapientísimas revistas condecoradas en cada esquina de la galaxia que, contra toda lógica, nadie parece leer.

Así pues, me he dado a la tarea de invitar a muchos que considero son extraordinarios investigadores y docentes de nuestra universidad. La respuesta ha sido magnífica y, sin embargo, en este proceso no he dejado de llevarme un sabor de boca extraño, un toque agrio en el fondo del paladar, la incomodidad general del relojero que, viendo el magnífico aparato correr, no deja de sentirse atrapado por la sensación de que algo no funciona adecuadamente. En síntesis: cada vez encuentro más profesores que, aunque deseando y, no pocas veces, necesitando ingresos extra, tienen que reconocerse asfixiados por las responsabilidades, la carga de trabajo, los compromisos, los deadline administrativos y un sinfín de otros asuntos, lo que los lleva a declinar cortésmente la invitación.

El profesorado está tremendamente agotado. Y, si me permiten la especulación, adivinaría que algo similar está ocurriendo con los administrativos. Tengo la fortuna de sentarme con una gran cantidad de colegas, y la nota dominante es la extenuación. Platicando, todos parecemos coincidir en un punto común: la pandemia desató a una bestia enloquecida que multiplicó el trabajo.

Dejemos dos puntos en claro, antes de que alguna mano huidiza entre la multitud lance con fuerza un jitomate que busque callar mis diatribas y desorbitantes demandas (que no son ni una ni otra, sino mera reflexión de mi pobrísima mente). Primero, no se puede dudar del extraordinario esfuerzo que la universidad hizo para mantenernos a todos con trabajo, sin bajar sueldos, durante esta crisis; pocas instituciones lograron hacerlo, y por ello hay razones para felicitar a quienes hicieron esto posible. Segundo, no todo puede achacarse a la universidad. Un ejemplo puede ilustrar esto. Después de la pandemia, ya no puede uno enfermarse. Esto es, claro que uno puede caer enfermo —de covid, dolores intestinales, mal de ojo y otros padecimientos—, sin embargo, la pandemia nos enseñó que el enfermo también puede trabajar. ¿Tiene covid? Reclúyase en casa, extreme precauciones, hartas cantidades de té de ajo con jengibre—o, la preferida de Mr. Trump, inyéctese cloro directo en las venas, u otro producto de limpieza que uno encuentra en el hogar—y dispóngase a chambear. Un ratito al menos. No prenda la cámara si de plano su cara está demacrada por el apocalíptico bicho, pero entregue este formatito que le enviamos por correo. En fin, que la hoy vieja lógica de que el enfermo se queda en casa con calditos de pollo y Theraflu (antes que supiéramos que, además de curarte, te envenenaba) parece no aplicar. Repitámoslo, se trata de un vicio de nuestra cultura, de nuestro imaginario, causado por la hiperplasia de lo económico, que se monta en el lomo del dromedario nietzscheano, cargándolo hasta arrodillarlo.

Algo anda mal. Culpa nuestra o no, compartida o sufrida, la realidad laboral está saturando a algunos, sumiéndolos en una situación de mera supervivencia, donde las espaldas se encorvan sobre una pantalla, mecánicamente, en un silencio de ojos perdidos donde toda personalidad parece haberse evaporado. Para nadie debe resultar sorpresivo que una situación así implica la muerte de la vocación académica, que exige creatividad y tiempo libre para pensar, reflexionar, argumentar y debatir, esto es, el ocio sagrado que conduce al ser humano a realizar la actividad inútil por excelencia, aquel excelso arte cuyo fin no es otro que su mismo ejercicio, esa flama que arde contemplándose a sí misma. ¿Pequé de narcisista y misantropía? De ninguna forma. La segunda parte de la historia es el necesario desdoblamiento que surge de la conciencia de la propia limitación, de la certeza de quedarnos siempre demasiado lejos, y que catapulta a la persona hacia el otro, en un diálogo que ensanche mentes y corazones. Es eso lo que llamamos universidad.

Frente a la multiplicación de los deberes, los formatos, las mediciones (de learning outcomes, PRR, evaluaciones 360, 180, 90 y 25 grados, autoevaluaciones frente al espejo y de cara a la sociedad, el mundo, la comunidad internacional y la corte galáctica), las clases, las academias (que han sufrido algo similar a lo que le pasó a los sínodos… una burocratización asfixiante), las juntas, las juntas y la miríada de juntas, atención a alumnos, asesoría, preceptoría, tutoría, policía, gendarmería y demás que se sumen en las siguientes horas en que se publicará esta reflexión, me parece importante trazar a la brevedad un análisis serio que busque:

  • ¿Qué es lo esencial? ¿Qué actividades que realiza la universidad pertenecen al corazón mismo de la universidad? Estas actividades son únicamente de carácter académico. La administración es un apéndice necesarísimo, pero no puede considerarse esencial en sentido estricto.
  • Dentro de lo auxiliar, ¿qué es prioritario, qué es secundario y qué es redundante e inútil? Definamos las diez mil tareas que se realizan en la universidad y comencemos a pensar de arriba abajo, detectando duplicaciones, tareas anacrónicas o irrelevantes, etcétera. A partir de esto, y sólo a partir de esto, será posible entrar a una reflexión de cómo convertir a nuestra universidad en una institución ligera y eficiente al tiempo que humana y magnánima.
  • Respecto de los docentes: ¿qué funciones administrativas son inherentes a la docencia, cuáles son añadidas y qué otras simplemente no corresponden a los académicos? La importancia de esta pregunta es, a mi parecer, central, por dos razones: primero, porque afecta directamente el cumplimiento de la actividad esencial de la universidad; y, segundo, porque representa un uso tremendamente ineficiente de los recursos. Si yo contrato a un profesor para labores administrativas, muy probablemente la universidad estará pagando en exceso (en términos de expertise, habilidad, curva de aprendizaje y hasta gusto/hastío por la actividad que se realiza) por esas tareas que si las tareas administrativas las desahoga un administrativo y las académicas… un académico. Esto no quiere decir que el académico no tenga obligaciones administrativas, sino simplemente que es necesario definir cuáles le son obligatorias y cuáles resultan una carga innecesaria. Tampoco quiere decir esto apapachar al académico en detrimento del administrativo. Pensar estas cosas juntos, como familia universitaria, nos debe llevar a mejorar la vida laboral de académicos y recordando las palabras del Papa Francisco, aquí o nos salvamos todos o no se salva nadie.

Colegas, creo que es tiempo de reconocer el tremendo cansancio de algunos. Y si bien el cansancio deja un sabor satisfactorio, el burnout académico solamente conduce a malas clases, profesores desconcentrados y, por ende, alumnos con menor aprovechamiento—así como el burnout administrativo lleva a errores en procedimientos, tardanza en trámites, enrarecimiento del ambiente laboral, etc. Hace falta detenernos a contemplar a la universidad como ese sitio que privilegia la dignidad de la persona y que, en congruencia, responde con empatía, generosidad y apoyo a todos y cada uno de los que ahí nos damos cita para tratar de sembrar luces en las cabezas de miles de estudiantes, muchos de los cuales, tristemente, viven casi en oscuridad.

           

«Altera pars otio, pars ista labori»

[Una parte para el ocio, otra para el trabajo]