Desde su vuelta a la Casa Blanca, Donald Trump asumió una actitud de líder dispuesto a imponer orden y disciplina, no solo en su país, sino también internacionalmente, catalogando a ciertos países como amenazas a la integridad de su nación. Durante este año, ha señalado particularmente a México y a Venezuela como lastres para el progreso, la seguridad y la salud, basándose en distintos ámbitos y problemas.
A nosotros, como mexicanos, nos afecta que nuestro país sea clasificado como problemático en la arena internacional por cuestiones como el narcotráfico. Sin embargo, considero que, a nivel global, resulta aún más preocupante la manera en que Trump arremetió contra Venezuela. No solo llegó a calificarlo de "narcogobierno", sino que también ordenó desplegar a la armada estadounidense en el mar Caribe, lo que derivó en el hundimiento de embarcaciones venezolanas, además de evaluar la posibilidad de acciones militares dentro de su territorio. Todo esto se suma a la profunda crisis interna que enfrenta Venezuela, catalogada por muchos como un "estado fallido" debido a la deficiente gestión de Nicolás Maduro. Ante este escenario de aislamiento y debilitamiento, cobra especial relevancia la reciente asociación estratégica y cooperación aprobada entre Venezuela y Rusia, pues representa un intento del gobierno de Maduro por encontrar un respaldo internacional que contrarreste la presión de Washington.
Me atrevo a destacar la tensión entre Estados Unidos y Venezuela porque este escenario nos resulta familiar a quienes conocemos un poco de historia. Durante la Guerra Fría, algo muy similar ocurrió con Cuba: una isla caribeña sumida en dificultades internas que intentó sostenerse gracias al respaldo de la Unión Soviética, mientras enfrentaba un duro bloqueo económico impuesto por su vecino del norte. Hoy, Venezuela repite ese patrón, recurriendo al apoyo de Rusia en medio de sanciones y presiones de Washington. Las similitudes no terminan ahí: en ambos casos se han mezclado crisis económicas, amenazas militares y una fuerte confrontación ideológica, convirtiendo a estos países en piezas clave dentro de disputas globales mucho más amplias.
La crisis venezolana ha dejado en evidencia la enorme responsabilidad que tienen los presidentes y líderes internacionales a la hora de tomar decisiones. Las malas gestiones internas y las respuestas externas, basadas más en confrontación que en diálogo, solo han prolongado un conflicto que necesita resolverse cuanto antes. Venezuela no puede seguir siendo un campo de disputa geopolítica mientras su población paga el costo. Es momento de que los gobernantes, tanto en Caracas como en Washington y Moscú, actúen con visión estratégica y sentido de responsabilidad, entendiendo que el futuro del país depende de acuerdos y no de imposiciones. Solo así se podrá poner fin a un periodo que ha debilitado, no solo a Venezuela, sino también a la estabilidad de toda la región.