Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del Dr. Noé Blancas.
Solía pedir el turno de noche en la empresa para poder trabajar relajado sin el bullicio de la gente. El continuo claxon de los coches era una melodía que seguramente oían a kilómetros de distancia como si anunciaran la toma de Granada. El dedo meñique de su pie izquierdo estaba marcado por una rueda que se había ido de excursión más allá de la línea blanca de la carretera. Corto de estatura y calvo, se quejaba de no tener pareja, no por sus defectos, sino por sus virtudes. Era un amante excepcional, de la música coreana y de las bandas sonoras de películas. Tenía una manía a destacar, su uniforme debía estar en perfectas condiciones y sus utensilios preparados en todo momento. El pantalón era acampanado y de un material que repelía la lluvia, parecía tener dos pequeños globos en cada rodilla que engrosaban el tamaño de sus piernas. Vestía un jersey blanco de cuello subido que no era amigo de las corrientes de aire. Encima, lucía una chaqueta de color azul oscuro que estaba forrada por dentro acondicionando el calor de su pecho. Dos inmensas botas de goma dejaban a su paso huellas con gruesas líneas paralelas en el barro de los jardines. Los guantes los había comprado en una tienda de artículos para esquiar y junto a un gorro polar completaban su indumentaria.
Cada noche, hacia las once, llegaba al vestuario con dos copas de vino en el gaznate. Tenía la taquilla más alta, aunque la cerradura estaba a punto de oxidarse. Un banco de madera amarillenta con cuatro patas de negro metal le servía de apoyo para dar al piloto que encendía las luces de la cochera. Siempre olvidaba que tenía que ponerse primero el pantalón que los gruesos calcetines para poder meterlo más fácilmente por ellos. Tardaba unos quince minutos en prepararse, eso sin contar la revisión de sus instrumentos de trabajo. Cuando estaba listo, el patoso andar producto de tanta prenda, se delataba en sombra en las grisáceas paredes que cobijaban su vehículo. En la pequeña furgoneta metía las herramientas y dos chalecos fosforescentes. El único cigarrillo que fumaba al día lo fumaba antes de arrancar. Sentado, una de sus manos acechaba el volante mientras la otra tomaba el mando para abrir la puerta de la cochera. Para él eran momentos de tensión. Mientras la mecánica operación dejaba pasar poco a poco la luz de la calle, aceleraba lentamente dejando pasar las columnas por sus ventanas. Cuando tenía a la vista el cielo, resoplaba por haber finalizado con éxito la salida. Los primeros kilómetros eran los más complicados, en algunas ocasiones había llegado a perder combustible. La velocidad aumentaba y temblaban los mandos. Tras cierto tiempo, que nunca cuantificaba, una parada brusca significaba que había llegado. Salía lentamente del vehículo, cargaba a su espalda la pesada mochila y se adentraba en la oscuridad.
Se dedicaba a fumigar, pero él se sentía como un auténtico astronauta. Su mano izquierda regía la palanca que bombeaba el pesticida mientras la otra dirigía el vertido. Había comprado a un joven de aspecto asiático dos linternas que se ponían en la cabeza unidas por dos tiras de goma. Así podía ver mejor al tener las dos manos ocupadas. Perdido en quién sabe qué mundo, soñaba con estar en la luna mientras avanzaba. Era un auténtico astronauta que nadie invitó nunca a conocer las estrellas.