¿Qué hace a un hombre extraordinario? ¿Cuáles son las cualidades que permiten calificar a un personaje “grande”, un “gigante”?
Con la muerte de Pelé, hace apenas unos días, estas dudas flotaban en el aire, aunque más bien circunscritas al campo deportivo. Ahora vuelven a presentarse, con la noticia del fallecimiento de Benedicto XVI.
Lo advierto: no soy totalmente objetivo al escribir estas líneas. ¿Quién puede serlo, cuando el Papa de quien hablas fue parte esencial de tu ejercicio periodístico durante casi una década? ¿Quién quiere ser imparcial, cuando se puede hablar desde el rol de testigo?
En la era de la posverdad, resulta un verdadero lugar común atribuir el adjetivo de “grande” a cualquier personaje famoso en el momento en que pasa a mejor vida. Pero, en el caso de Joseph Ratzinger, es algo más que un cliché.
Él fue un hombre valiente. No sólo por el gesto imprevisto con el cual puso fin a su pontificado sino, sobre todo, por los múltiples desafíos que debió afrontar a lo largo de sus ocho años de ministerio petrino. Se hizo cargo de la situación en un periodo por demás borrascoso para la Iglesia católica, una misión que realizó sin grandes aspavientos. Y jamás eludió su misión de ofrecer una palabra de esperanza a un mundo desorientado.
Fue un hombre obediente. Nunca quiso ser Papa. “Oré a Dios: por favor, ¡no me hagas esto!”, confesó en su momento, al revivir sus pensamientos poco antes de su elección pontificia. Sintió lo votos a su favor, en aquel Cónclave de 2005, como una verdadera “guillotina” y aunque imploró al Cielo no ser el elegido, poco después reconoció: “esta vez (Dios) no me escuchó”. Una vez superado el inicial shock, se dispuso a cumplir plenamente aquella sobrenatural voluntad que lo colocó en el vértice de la cristiandad.
Benedicto XVI fue un hombre de su tiempo. Iluminó a generaciones enteras de fieles católicos -y no- con su pluma, desde su famoso “Introducción al cristianismo” hasta su best-seller “Jesús de Nazaret”. Confiaba tanto en el ser humano, que apostó decididamente a su inteligencia. Estaba convencido que elevar el pensamiento equivalía a elevar el alma, por ello jamás dejó de investigar, escribir, publicar.
Lejos estuvo de ser un hombre perfecto, de eso era consciente. Cuando el periodista Peter Seewald le preguntó qué le diría a Dios cuando se encuentre con él, no dudó en responder: “le imploraré ser indulgente con mis miserias”. En el libro “Últimas conversaciones” fue más allá y reconoció que le oprimía la convicción de no haber hecho suficiente por los demás, de no haber tratado bien a muchos, que no haber actuado mejor en diversas situaciones o de no haber sido justo.
Fue un hombre sabedor de sus propios límites, pero eso no le impidió cumplir la misión para la cual fue llamado. Salió al paso de verdaderos flagelos como los abusos sexuales contra menores de parte de clérigos. Fue el primer pontífice en pedir perdón públicamente, en reunirse en privado con las víctimas en diversos países, en accionar contra personajes nefastos como Marcial Maciel Degollado o Fernando Karadima. Pese a ello, recibió los más arteros ataques, lo acusaron injustamente de encubridor y complaciente.
Abordó otros graves problemas como la opacidad en las finanzas vaticanas, se convirtió en el primer Papa en aprobar una reforma para la transparencia en la Santa Sede, que incluyó la transformación del IOR, el “banco vaticano”. En cambio, recibió la peor traición: la de su mayordomo personal, Paolo Gabriele, quien le robó decenas de documentos personales y los filtró a la prensa, desencadenando el escándalo llamado “vatileaks”.
Buscó incansablemente la unidad de la Iglesia y la unión entre los pueblos, visitó decenas de países, rindió homenaje a las víctimas en Auschwitz y rezó mirando a la Meca en la Mezquita Azul de Estambul, cosa nunca antes realizada por un pontífice. Pero le tacharon de anti-musulmán por una cita en una ponencia suya, sacada de contexto como muchas otras de sus intervenciones públicas.
Fue un incomprendido para muchos de sus contemporáneos, eso es claro. Pero ¿qué lo convirtió en un hombre extraordinario? Como observador cercano quisiera dejar este testimonio: su capacidad para cumplir su misión con sencillez, pese a todo. Sin importar la ingratitud, la calumnia y la traición que padeció.
Supo permanecer fiel a su esencia hasta el final, y eso lo convirtió en un hombre capaz de renunciar a todo el poder cuando lo tenía en sus manos. Eso fue Benedicto XVI: un hombre realmente libre, una verdadera contradicción en un mundo donde nadie está dispuesto a renunciar al poder. Una libertad sólo producto de una profunda capacidad de creer, de fe.
He ahí su legado, aquel por el cual es posible considerarlo gigante: “Jamás percibí al poder como una posición de fuerza, sino siempre como una responsabilidad, como una tarea pesada y gravosa. Una tarea que obliga cada día a preguntarse: ¿estoy a la altura? También ante las masas jubilosas, sabía siempre que la gente no elogiaba a este pequeño hombre de aquí, sino lo que él representaba. Por esto no me fue difícil renunciar”.