El filósofo y la ciudad 4. Niccolò Machiavelli, o el despreciable enemigo de Dios
01/04/2023
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista

Digámoslo de entrada: Il Macchia, como sus amigos llamaban al oscurísimo personaje al que, ¡oh desgracia!, me he obligado a dedicar este espacio, es uno de los pensadores más extraordinarios, más originales y más importantes para comprender el tránsito del pensamiento clásico-medieval al moderno-contemporáneo. ¿Cínico? ¿pragmático? ¿maquiaveliano? Por supuesto. ¿Demoniaco? ¿malvado? ¿maquiavélico? Habrá que analizar con calma antes de responder. 

Machiavelli es, antes que otra cosa, un funcionario público, un ferviente republicano florentino. No un filósofo sino un hombre de acción, un estratega, un político de la más alta calidad. Y uno, sigamos, que será torturado y casi exiliado por el régimen oligárquico de los Médici—a Lorenzo il Magnifico dedicará el funcionario caído en desgracia su obra más conocida, Il Principe—, reducido al silencio y la pobreza hasta su muerte. ¡Qué horrible la condición del extraordinario, cuya excelencia es evidente, en un mundo de enanos y, peor, enanos (petizos ricachones, en este caso) a quienes ha sido concedido el poder! Machiavelli sueña, pues, con la república florentina, su eterna amada, con la expulsión de la plaga de Médici y el regreso de la libertad. Más aún, sueña con la unificación de Italia, con el regreso de la gloria romana, una que no alcanzará a ver. 

¿Quién es el principal enemigo de este proyecto cívico? No hay duda aquí: la Iglesia católica, esa de los estados pontificios, de los pontífices/emperadores, pontífices/generales, esa iglesia de Alejandro VI, el papa de la Inter caetera lo mismo que de Giulia Farnese, la amante predilecta, hermana de otro que sería papa (Pablo III). El florentino culpa al cristianismo de omisión: pudiendo unificar Italia, no hace sino promover las divisiones. Ateo casi con seguridad, Machiavelli no hace teología sino política, estudiando y criticando las posibilidades de poder de una iglesia poderosísima—si bien tremendamente corrompida, como denunciaba Savonarola en sus escatológicas diatribas contra la iglesia—, alertando sobre el pésimo gobierno eclesiástico. Al mismo tiempo, traba amistad con uno de los hijos del papa Borgia y Vanozza Cattanei, Cesare, quien primero recibiera el rojo cardenalicio y poco después lo abandonara para convertirse en General de la Iglesia, conduciendo una de las campañas más exitosas en Italia que, empero, fracasaría poco después de la muerte de su padre. Machiavelli no ve en Cesare otra virtud que la virtú de una juventud recia que corre hacia los peligros en busca de la gloria. El niño Borgia es despiadado (ver el capítulo 8 de Il Principe), pero tiene al mismo tiempo ese fuego que la diosa Fortuna busca en un líder. El florentino admira esa determinación y ese celo de gloria.

La crítica maquiaveliana se inserta en la necesaria confrontación entre los mundos del ser y del saber, el ideal al que el mundo debería acercarse y la forma en que los seres humanos nos comportamos de hecho. El pensamiento político moderno y, entre ellos, el democrático-liberal, adoptará esta distinción a fin de desfondar a la política de cualquier contenido teológico, escatológico o fundacional. La política será entendida por la modernidad y, después, por la época contemporánea, como una disciplina sobria, dedicada a facilitar seguridad, orden y la provisión de bienes comunes básicos a partir de los cuales los ciudadanos seamos capaces de florecer. Ya no apostaremos al rey virtuoso, al rey-filósofo, ni al santo ni al héroe, sino que, conscientes de la fragilidad humana, los modernos veremos por la construcción de un entramado de instituciones tal que incluso si el peor de los seres humanos se hace con el poder, dicha red normativa sea capaz de obligarlo a actuar adecuadamente, so pena de ser sancionado. Ya no entendemos a la política como dócil esposa al servicio de la religión; ni a la religión como la criada de la política, prefiriendo siempre ver a cada una en su respectiva esfera. No la virtud, sino la voluntad ciudadana que encuentra en la ley la reconciliación entre la heteronomía individual y la necesaria autonomía de una comunidad libre; no la bondad, sino la responsabilidad; no el amor, sino la solidaridad. Machiavelli abre la puerta a la revolución moderna, que pedirá mucho menos de la política a fin de domesticarla, de minimizar sus peores pagos, de ponerle un bozal a fin de que no se enferme de rabia y comience a morder a sus amos. Aquí aparece el Machiavelli más interesante, el más democrático incluso, aquel que entiende el poder y sus peligros. Rousseau mismo verá a este último, aconsejando a todos leer Il Principe no como un libro de texto para tiranos, sino como la revelación del playbook del tirano, como antídoto a la tiranía del poder que se enferma. 

No hay duda de que Machiavelli tenía poco agradable que decir sobre Dios. Tratando de comprenderlo, aunque nunca justificando sus peores desplantes anticristianos, vivió el florentino una de las épocas más oscuras del cristianismo, convertido entonces en botín político y militar más que en faro de luz que ilumina el camino del ser humano en encuentro con esa persona, fuente originaria de toda luz, que es Jesucristo. Y, sin embargo, su obra no pierde un ápice de interés, incluso permitiéndonos escudriñar la enfermedad eclesiástica cuando el pontífice quiere ser emperador y los obispos se visten de regentes. En Machiavelli hay una crítica cargada de deliciosa ironía, así como un planteamiento fundamental para comprender el problema de los excesos del poder, las diferencias entre política y religión, así como la construcción de ciudades libres.