Según la Real Academia de la Lengua, “desubicado”, es una persona que no se comporta de acuerdo con las circunstancias. Traigo a colación esta palabra, porque creo que me define. Estudié psicología, y pese a que esta es una disciplina que me resulta apasionante, la forma en que se ha vuelto servil a los intereses del capital, mezclándose con los discursos de autoayuda que la reducen a ser una guía para ser “buena onda”, me parece decepcionante. Por eso, en la entrevista de trabajo para ser docente de bachillerato, cuando la directora del plantel me preguntó “¿Qué vacante viene usted a cubrir?”, yo lo tenía claro: ¡la de profesor de historia!
Ya desde mi infancia había forjado en mí la idea de lo que debía ser un buen profesor: un personaje que desea enseñar a otros, porque él mismo disfruta aprender y además posee algunas intuiciones que le dicen que la educación es algo valioso. Esta idea la concebí por el ejemplo de algunos profesores, precisamente de historia, que fueron los que más impacto me causaron. En mi adolescencia, mientras me instruía de forma autodidacta en esta ciencia, fantaseaba con la idea de dar clases para, como dice Rubén Sánchez en su libro “hacerle ver” a otros, que la historia es bella porque “se refiere a los hombres vivos”, como decía Antonio Gramsci en una carta a su hijo Delio. Afortunadamente, las imperfecciones de nuestro sistema educativo que permiten que un psicólogo pueda ser profesor de historia, volvieron mi sueño una realidad.
Me considero bueno en lo que hago. Por los comentarios que hacen algunos de mis alumnos, creo haber despertado en ellos un interés genuino por el pasado. Esto me llevó a pensar que quizá había encontrado mi verdadera vocación, ante la que se erige un compromiso ético enorme.
Desde que me involucré en estas faenas educativas, me he encontrado con la pregunta legítima de algunos estudiantes que alegan: “Profe, ¿Y a mí para que me sirve aprender historia?”, pregunta a la cual solía darle poca importancia, sin embargo, los contenidos de la clase Fundamentos de la educación, la lectura del libro Educación persona y empatía, así como otras lecturas relacionadas con la educación, me interpelaron, me impusieron una nueva demanda ética que consiste en reflexionar en torno a la educación y a la labor que diariamente realizo en las aulas. Antes, yo pensaba que la única responsabilidad del docente era la formación constante en su respectivo campo disciplinar, bajo la premisa de que un buen profesor es aquel que posee cierta erudición sobre lo que enseña, pero ahora comprendo que, sin una reflexión sobre el sentido último de su quehacer educativo, corre el riesgo de perder el rumbo de lo que hace, como quien sale a caminar sin saber a dónde ir.
La pregunta que considero está en el fondo de esta cuestión es, ¿qué es la educación? Y ante esta interrogante lo primero que me nace responder, es que la educación sirve para humanizarnos. Esta humanización, dice Kant (2018) en su Pedagogía, echa mano de dos procesos, a saber, la disciplina, que enseña al hombre a no ceder ante sus impulsos animales, y la instrucción que lo introduce al mundo de la cultura. La disciplina es adquirida por los niños en el seno de sus familias, y consiste, como apunta Savater (1997), en aprender “a distinguir a nivel primario lo que está bien de lo que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece”. En este tenor, el papel de la escuela es el de mostrar a los estudiantes el precioso mundo de la cultura, entendida como el conjunto de conocimientos que hemos heredado y que nos permiten formar el juicio.
No pretendo reducir el fenómeno de la educación al ámbito de la familia o al escolar, puesto que los seres humanos somos educados en diferentes contextos, sin embargo, es la escuela, la institución a la que me interesa dedicarle mis reflexiones y, hasta cierto punto hacer una apología de esta, pues, últimamente he leído y escuchado opiniones que cada vez son aceptadas por más personas, en las cuales se aboga por que en las escuelas se dejen de impartir los contenidos tradicionales que usualmente se enseñan, como las matemáticas, que resultan ser complejas y sin ninguna aplicación en la vida cotidiana; o las humanidades, a las que consideran una pérdida de tiempo. Los críticos de la escuela tradicional dicen que estas asignaturas deberían ser sustituidas por otras que permitan a los estudiantes desarrollar habilidades verdaderamente útiles para la vida, en otras palabras, pretenden reducir la escuela a un mero centro de capacitación, en el que se aprenda un saber hacer, que en última instancia solo beneficia a los intereses productivos del capitalismo.
Mi concepción de la educación es conservadora, no creo que la escuela deba evolucionar, sino replantear sus fundamentos, dejar de ver a las escuelas como factorías que producen graduados en serie, los cuales tienen en la cabeza conocimientos estériles. Para ello, es necesario impulsar un nuevo renacimiento, construir un nuevo antropocentrismo. ¿Y por qué? Porque el hombre ha perdido su dignidad en aras de privilegiar a un sistema económico pernicioso.
Una idea puede ser descrita como el concepto de una perfección que aún no ha sido experimentada o encontrada en la realidad, así, mi concepción de la educación, aquello que da sentido a mi labor en el aula, es una utopía a la que día a día intento dar forma. Esta utopía retoma la idea que más interesante me resultó del libro de Educación, persona y empatía: educar la mirada, pues la construcción de ese nuevo renacimiento consiste en aprender a contemplar la valía del ser humano en su máxima expresión.
En su Discurso sobre la dignidad del hombre, Giovanni Pico Della Mirandola (1985), inicia con una frase muy bella: “He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdala el sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre”. Es tarea del docente enseñar a sus alumnos a ver la excelsa dignidad del ser humano, y solo así, quizá, podamos iniciar un cambio de actitud hacia nuestros semejantes, y poco a poco surjan valores que hagan una sociedad más respetuosa, tolerante y solidaria.
Bibliografía:
Kant, I. (2018). Pedagogía. España: Akal
Pico, G. (1985), Discurso sobre la dignidad del hombre. Colombia: Editorial Pi
Sánchez, R. (2021). Educación, persona y empatía. Colombia: Aula de humanidades
Savater, F. (1997). El valor de educar. México: Instituto de estudios educativos y sindicales de América