No alcanzó a entrar en el año 2023, su cuerpo se apagó. La debilidad que había reconocido en febrero de 2013—vires meas ingravescente aetate non iam aptas esse ad munus Petrinum aeque administrandum—le permitirían a aquel muchacho nacido en Marktl am Inn vivir una década más antes de partir, a los 95 años, marcando para siempre la historia de la iglesia con su particularísimo sello.
El 2 de enero nuestra universidad regresó a labores. Antes quizá de lograr arrancar por completo el motor de la inteligencia, el correo del día nos regaló la primera gastritis del año. La primerísima nota del año lamentaba, se unía al duelo internacional por la sentida muerte… de Pelé. A quienes, haciendo acopio de fortaleza, seguimos leyendo el correo, no dejó de sorprendernos el sepulcral silencio respecto de la muerte del teólogo más importante del siglo XX, el pontífice sin el cual sería imposible comprender el magnífico arco que se crea entre el papado de hierro de Juan Pablo II y el hospital de la misericordia y la iglesia en salida de Francisco.
No dejemos de ser comprensivos, ambos personajes fueron indiscutibles líderes y referentes en sus respectivas actividades. Hagamos una revisión de los principales logros de ambos: Joseph Ratzinger escribió decenas de libros y artículos, fungió como una pieza fundamental del Vaticano II, luchó incansablemente por la adecuada comprensión e interpretación de dicho concilio frente a progresistas y ultraconservadores (incluso operó, en su papado, el regreso al seno de la iglesia a la Sociedad Pío X, fundada en 1970 por el obispo cismático, Marcel Lefebvre); Ratzinger fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe desde 1981, estuvo a cargo de la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica en 1986, se convirtió en el pontífice 256 de la iglesia católica en 2005, publicó la única encíclica moderna (la más extraordinaria encíclica de los últimos tiempos, en opinión de algunos) que explícitamente se confronta con un filósofo (y no cualquier filósofo, sino con Nietzsche, el potentísimo crítico del cristianismo), y sacudió, por fin, a la iglesia renunciando al papado después de siglos de ininterrumpidos cargos vitalicios, retirándose como papa emérito a una vida de oración. Pelé, por su parte,… sabía patear balones.
El día 3, un análisis sobre la vida del pontífice alcanzó el segundo sitio dentro de las noticias del día, siendo vencido por el Sorteo Alumni Upaep. Desconozco los criterios para la jerarquización de noticias, pero de algo estoy seguro, cualquiera que haya sido dicho criterio, está completamente equivocado.
Corría el año 2003, quizá el 2004. A punto de terminar los cursos de la licenciatura en ciencia política en el ITAM, experimenté la crisis de fe más importante de mi vida. Dejé de creer en Dios durante una temporada. Me había adentrado en el fascinante—y tremendamente peligroso—pensamiento de Nietzsche, quien es, hasta la fecha, uno de mis filósofos favoritos. Su pensamiento había sacudido mi espíritu, abandonándome en el océano de la duda sin nada de donde asirme, tal como describe Ratzinger echando mano de la delicada pluma de Claudel. El misionero jesuita ha naufragado y, abandonado en el azul mar atado a un madero, confía a Dios: “hoy no hay manera de estar más apretado con vos de lo que lo estoy y por más que examine cada uno de mis miembros, no hay ni uno solo que de vos sea capaz de separarse. Verdad es que estoy atado a la cruz, pero la cruz no está atada a soporte alguno. Flota en el mar” (Introducción al Cristianismo, 43).
En aquel entonces mi novia, hoy mi esposa, con quien he compartido 25 años de mi vida, me exigió resolver mis dudas existenciales, y acompañó su ultimátum de un librito que cambiaría mi vida: me regaló ¿Por qué soy todavía cristiano?/¿Por qué permanezco en la iglesia?, dos pequeños discursos donde Hans Urs von Balthasar y Ratzinger reflexionan sobre la realidad de una iglesia tremendamente pecadora, brutalmente aquejada por la estupidez humana y que, sin embargo, no deja de hacer brillar la luz de Cristo. La conclusión de aquel discurso de Ratzinger me impactó particularmente: “permanezco en la iglesia porque creo que hoy igual que siempre, e irrevocablemente a través de nosotros, ‘su iglesia’ vive detrás de ‘nuestra iglesia’” (Fundamental Speeches from Five Decades, 146). Desde aquel momento, el pensamiento de Ratzinger se convirtió en una adicción intelectual lo mismo que espiritual. Escribí mi tesis de licenciatura sobre él, La visión posconciliar de los derechos humanos: un diálogo entre Joseph Ratzinger y la filosofía política contemporánea. Asimismo, mi disertación doctoral encontró en Ratzinger una de las figuras prominentes. Poniendo a dialogar a mi maestro con Charles Taylor, Alasdair MacIntyre, Alexis de Tocqueville y otros, propuse lo que, a mi entender, es la correcta comprensión de la acción política católica en sociedades postseculares.
No sólo salvó Ratzinger aquel noviazgo, del que saldrían tres hermosas criaturas que pintan hoy mi horizonte entero; su pensamiento se convirtió en un ancla y un motor, un poder que proporciona certeza en medio de la duda al tiempo que una espectacular capacidad creativa que empuja a cualquiera a pensar auténtica y valientemente, sin miramientos al “sentido común”, la corrección política o a nuestra cultura de apariencias. Junto a Ratzinger descubrí una voz propia, un estilo que, si bien no a todos gusta—como sí gusta, ¡ay!, el genio del rey Pelé—me ha permitido pensar los grandes dilemas que han asaltado a mi razón. Su agustinismo me enseñó a enfocarme en problemas sociales, políticos y espirituales antes que en disertaciones abstractas o en sistemas teológicos (algo que tanto criticó a Karl Rahner), generando teoría a partir de la realidad, siempre manteniendo los pies sucios de lodo y lágrimas, como dijera mi querido Jorge Medina. Ratzinger fue, finalmente, un rebelde que nunca se descarriló: nunca dejó de pensar ni decir lo que pensaba, al tiempo que siempre concedió al magisterio y a la autoridad de la iglesia a la que pertenecía la última palabra. Rebeldía sin temeridad, coraje y tenacidad moderados por la obediencia y la humildad, no hay mejor fórmula para quien quiere pensar teológicamente sin perderse en el intento.
Hablo de Ratzinger, por lo general, antes que de Benedicto XVI. La razón es simple: no son, en términos de su trabajo intelectual, la misma persona—como él mismo sugirió en la primera entrega de su Jesús de Nazaret: “este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal ‘del rostro del Señor” (20)—, es decir, que no podemos poner en el mismo nivel Introducción al Cristianismo y Deus caritas est. Mi relación con Ratzinger ha sido, antes que nada, intelectual, y su trabajo como teólogo me ha sorprendido incluso más que su ministerio al frente de la iglesia (que, vale decir, no deja de ser espectacular, especialmente cuando entendemos la fuerza simbólica de su renuncia). Con mis padres se ha convertido casi en inside joke que yo hable de “Ratzinger” y ellos responden, como confundidos, “¿te refieres a Su Santidad Benedicto XVI?”, a lo que yo contesto con una sincera negativa.
Fue Ratzinger, pues, quien me devolvió la fe, quien me mostró el camino de regreso a Cristo. Fue su tremenda honestidad la que me cautivó, como cuando pregunta con absoluta franqueza: “¿Cómo se ha podido llegar al cristianismo aburrido y aburridor que vemos en los tiempos modernos y que conocemos por experiencia propia?” (Escatología, 31). En esa pregunta me he visto reflejado y cuestionado multiplicidad de ocasiones: ¿Cómo he hecho yo para volver al cristianismo aburrido y aburridor? ¿Qué podría hacer yo para cambiar un poco esa tendencia? Ratzinger me enseñó que es necesario alejarnos de los dogmatismos y moralismos asfixiantes, que lejos de hablar de la liberación anunciada en Cristo nos oprimen con la fuerza de 613 nuevos mandamientos. Si Cristo vive, entonces su enseñanza no puede sino ayudarnos a vivir plenamente (Jn 10:10); si Cristo es Dios, entonces su palabra, el logos divino, es la fuente de la alegría, la belleza, la justicia y el amor; si Cristo está en la historia, entonces evangelizar es poner la alegría y la caridad como los rieles por donde corre la epopeya humana.
Finalmente, me gustaría terminar con la enseñanza de Ratzinger que más quiero, que más atesoro, que más agradezco, a saber, el humilde reconocimiento de nuestra pequeñez, nuestra limitación, nuestra insuficiencia, nuestra eterna deuda. Ratzinger no es, como muchos quieren pensar, el teólogo de las certezas absolutas, sino un teólogo en perpetuo camino, uno que se sabe insuficiente pero que, no obstante, se arrima al amor de Dios para tratar de hablar en su nombre—fíjese el autor en el lenguaje que utiliza Ratzinger, que no es “propio” como el que exige un diccionario hegeliano o heideggeriano, sino que busca más bien ser eco de las Escrituras, primero, y luego, de los Padres (algo que aprendería de Henri de Lubac y la nouvelle théologie). Al inicio de Introducción al Cristianismo, Ratzinger explica el drama de la fe y su ineluctable relación con la duda:
Nadie puede poner a Dios y su reino encima de la mesa, y el creyente por supuesto tampoco. El que no cree puede sentirse seguro de su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que “quizá sea verdad”. El “quizá” es siempre una tentación ineludible a la que nadie puede sustraerse; al rechazarla, se da uno cuenta de que la fe no puede rechazarse. Digámoslo de otro modo: tanto el creyente como el no-creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la duda o en forma de duda… Quizá justamente por eso, la duda, que impide que ambos se cierren herméticamente en lo suyo, pueda convertirse ella misma en un lugar de comunicación (45).
¡Qué difícil reconocer a quienes seguimos a la verdad que la verdad es, paradójicamente, inasible! Y esto por una razón evidente: para el cristianismo la verdad no es un corpus de axiomas y dogmas que la persona debe memorizar, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona” (Deus caritas est, §1), y esta Persona no es otra que Dios mismo, el insondable, el inescrutable, aquel que escapa necesariamente a nuestras capacidades, “aquel que queda esencialmente fuera de nuestro campo visual, por mucho que se extiendan sus límites” (Introducción al Cristianismo, 48). Por eso la fe cristiana se vive desde el individuo y hacia el otro, desde el personalísimo encuentro con Jesús hacia el vaciamiento del yo en el otro, en el prójimo.
Se fue mi maestro, y su partida es motivo de la más pura felicidad. No hay lágrimas, ni sollozos, ni ojos rojos, ni miradas largas. Una gran alegría al contemplar al teólogo y al pontífice. A aquel que se mantuvo firme a su lema, Cooperatores Veritatis. Ratzinger fue un hijo de Agustín, un pilar en medio de la tormenta; Benedicto XVI sufrió el desprecio y la diatriba guardando silencio, sin condenar a nadie y pidiendo perdón por cada error cometido, ya por él, ya por la iglesia cuyo peso casi aplastaba a quien quería ser nada más que profesor y bibliotecario. El alemán, el teólogo, el pontífice, el emérito, Joseph Ratzinger marcó la historia con tinta indeleble, tinta de caridad, necesariamente bañada por la incomprensión lo mismo que por la admiración de quienes, desde aquí, seguiremos pensando con él, tratando de hacer justicia a una de las mentes más extraordinarias del catolicismo contemporáneo.