Siempre he creído que la mejor forma de honrar a un intelectual de tan alta envergadura, como lo fue el Papa Benedicto XVI, es entrando en diálogo con su pensamiento y con todas aquellas palabras que seguirán interpelándonos de una u otra forma. A través del diálogo con cualquier intelectual, tal y como nos lo recuerda el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, hacemos que sus palabras y sus ideas sigan cobrando vida: en el diálogo, en efecto, superamos aquella supuesta ‘muerte del autor’ a la que aludieron filósofos posmodernos como Jacques Derrida o Roland Barthes. Dialogando con sus ideas, así, descubrimos que éstas nos interpelan de manera directa y sirven como un auténtico faro que alumbra el camino. Pero aquella luz que arrojan las palabras de nuestro querido Benedicto XVI, no sólo alumbran, sino que también dan aliento a todos aquellos que nos encontramos o nos hemos encontrado en situaciones adversas: son palabras de esperanza de un buen pastor, de un buen padre que sabe tanto corregir como apapachar cuando es necesario.
Este doble efecto de dar luz y dar aliento, así, lo encontré personalmente al percatarme de que muchas de sus ideas se pueden entender como una clara y contundente respuesta al pensamiento posmoderno, particularmente en lo que respecta a su tendencia hacia el relativismo y al permisivismo. Para ilustrar esto último basta contrastar algunas de las tesis medulares de la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, con la lectura que hace Gianni Vattimo del cristianismo y la Iglesia Católica en “La edad de la interpretación”. De acuerdo con este último, el principal problema del cristianismo y la Iglesia Católica radica en que ésta última se encuentra “prisionera en las redes de su «metafísica natural» y de su literalismo”, a través de las cuales termina no sólo incurriendo en “el ruinoso realismo, el objetivismo y su corolario, el autoritarismo, que ha caracterizado la historia de la Iglesia” (2006: 73). Vattimo, en este sentido, sostiene que “la única vía que le queda abierta para no regresar a la condición de pequeña secta fundamentalista, como lo era necesariamente en sus inicios, y para desenvolver efectivamente su vocación universal, es la de asumir el mensaje evangélico como principio de disolución de las pretensiones de objetividad” (2006: 73). Esto supone, en efecto, situar la caridad por encima de toda pretensión de verdad, que es en lo que consiste, según Vattimo, el auténtico sentido del mensaje evangélico:
La verdad que, de acuerdo con Jesús, nos hará libres, no es la verdad objetiva de las ciencias y mucho menos la verdad de la teología… La revelación de la Escritura no reside en hacernos saber cómo somos, cómo está hecho Dios, cuál es la naturaleza de las cosas o cuáles son las leyes de la geometría y cosas semejantes, como su pudiéramos salvarnos a través del «conocimiento» de la verdad. La única verdad de la Escritura se revela como aquella que en el curso del tiempo no puede ser objeto de ninguna desmitificación –ya que no es un enunciado experimental, lógico, ni metafísico, sino una apelación práctica-: es la verdad del amor, de la caritas. (Vattimo, 2006: 75).
Que la caridad juega un papel fundamental dentro del cristianismo y la Iglesia Católica es algo innegable, ya que “el amor –«caritas»– es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz” (Caritas in veritate, §1). La caridad para el cristianismo y para la Iglesia Católica, tal y como nos enseña el Papa Benedicto XVI, lo es todo, en cuanto que, si “Dios es caridad” (Deus caritas est, §1), “todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in veritate, §2). Pero esta caridad no se puede entender como opuesta a la verdad, como sostiene Vattimo, ya que “sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente” (Caritas in veritate, §3). Esto se debe, según Benedicto XVI, a que “sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se llena arbitrariamente”: pierde su significación al verse privada de sus contenidos relacionales y sociales, en los cuales se manifiesta “la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»” (Caritas in veritate, §3).
Referencias:
-Benedicto XVI. (2009). Caritas in veritate, consultada en: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20090629_caritas-in-veritate.html
-Benedicto XVI. (2005). Deus caritas est, consultada en: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est.html
-Vattimo, G. (2006). “La edad de la interpretación”, en: Rorty, R. y Vattimo, G., El futuro de la religión. Solidaridad, caridad, ironía, Buenos Aires: Paidós.
Desprovista de la verdad, en efecto, la caridad tiende a distorsionarse y a confundirse con un burdo y craso sentimentalismo, incapaz de servir como fundamento para el bien común, la paz y la justicia. Pues, ¿cómo podríamos amar a nuestro prójimo sin esforzarnos por trabajar por “un bien común que responda también a sus necesidades reales” (Caritas in veritate, §7)? Y ¿cómo podemos responder a esas necesidades si nuestros actos de amor se entienden desde la mera arbitrariedad? ¿Podemos realmente concebir la caridad como algo que se opone a la verdad, como si ambas se excluyeran mutuamente? ¿No acaso “la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines” (Caritas in veritate, §34)? De ahí que Benedicto XVI concluya esta maravillosa encíclica afirmando que: Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. (Caritas in veritate, §78).