El gran Tomás de Aquino debatió, como tantos otros autores, cuál género de vida era el más bello: si la vida contemplativa o la vida activa.
Los argumentos para fallar por la contemplativa eran claros para santo Tomás: es la vida dedicada a especular las verdades más altas, es la vida dedicada a la actividad racional (y la racionalidad es lo distintivo de los seres humanos). Algunos autores antiguos, como Aristóteles o Platón, también se habían decantado por la theoría (estudio, reflexión, diálogo intelectual…) por encima de la praxis (actividades sociales o laborales). El cielo prometido por las Sagradas Escrituras también fue interpretado como “contemplación” de Dios, Bien sumo y Belleza perfecta, por toda la eternidad.
Ahora bien, aunque esta comparación declara superior a la contemplación sobre la acción, no por ello podemos prescindir de la vida activa. ¿Qué comeríamos si nadie siembra? ¿Dónde viviríamos si nadie construye? Pensemos en las innumerables indigencias del humano: siempre se necesita que algunos dediquen su vida a procurar para sí y para los demás todo lo necesario para vivir dignamente. Incluso Tomás aprendió de Aristóteles que, dentro de las actividades más bellas, figuraba la de dirigir la polis al bien común.
El Evangelio da cuenta también de esta polaridad. Las dos hermanas de Lázaro, Marta y María representaban, respectivamente, la vida activa y la contemplativa. Una fregando platos, preparando comida, aseando la casa para agasajar a Cristo, la otra, a los pies de su Señor, escuchando y contemplando su faz y sus palabras. María eligió la mejor parte.
Pero santo Tomás, aunque acepta que “sin más” la contemplación es mejor que la acción, no se decantará totalmente por ella. Y para dar su respuesta, aborda la cuestión desde un flanco interesante: ¿qué género de vida eligió Cristo? ¿Fue un ermitaño, un estudioso, un iluminado que se alejaba del pueblo para dedicarse a meditar? No. ¿Acaso no pasó su vida “predicando” la Buena Nueva, “curando” enfermos, “liberando” a oprimidos por los demonios? Sí.
El Hijo se encarnó para testimoniar la verdad y salvar a los hombres. Lo anterior es una suerte de “mezcla” de los dos géneros de vida, en palabras de santo Tomás: Cristo se dedicó a “transmitir a los demás lo contemplado” (contemplata aliis tradere) (ST, III, q.40, a.1 ad 2). Esa frase es tan bella y precisa que los dominicos la asumieron como lema. Es hacer vida activa de lo que previamente fue vida contemplativa y es llevar lo experimentado en la activa a la contemplación. Simbiosis. Equilibrio. Mutuo enriquecimiento. Lo mejor de los dos mundos. No “Marta o María” sino “Marta y María”.
Veamos: ¿Qué hay más bello que contemplar la belleza de una demostración matemática, del estremecimiento al escuchar una pieza de Bach, del gusto por comprender un principio del derecho…? Sólo hay una cosa: que eso contemplado se comparta, se transmita, se ponga en “común” con el otro. Porque lo primero hace referencia a la veritas, lo segundo a la caritas. Y las dos juntas son superiores a cualquiera de ellas por separado: “contemplata aliis tradere”.
¿Y qué es la docencia sino una “participación” de esta extraña intersección entre la verdad y la caridad? Por eso es sano que en una Universidad no sólo los académicos, sino también aquellos administrativos que tengan vocación y habilidad también pongan un pie en la docencia. Porque enseñar precisa contemplación, y esto nos obliga a comprender, pensar, reflexionar, entender, aprender, profundizar…. pero enseñar también supone acción y esto nos enseña a interesarnos por los demás, a dar y a darnos, a compartir, a ser generosos. Por la contemplación nos alimentamos, por la acción alimentamos a otros. El alimento es la verdad.
Las palabras en ocasiones son afortunadas, en ocasiones no. Hay una forma de expresar nuestra dedicación a la docencia que me parece desafortunada: “carga”. Nos hemos acostumbrado a decir: “tengo tantas horas de carga docente”, “carga de trabajo”, “carga de investigación”. Cuando escucho esto me imagino un burro al cual se le ata al lomo pesados fardos. La docencia es una responsabilidad. También es una bendición, una gracia, una oportunidad para crecer uno mismo y para hacer crecer a los demás. Porque “transmitir lo contemplado” no es carga, sino una de las vidas más dichosas que podemos experimentar en esta vida. Los académicos somos unos centauros vocacionales, mitad contemplativos, mitad activos.