El filósofo y la ciudad 2: El aristócrata benévolo
14/02/2023
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

Después de Sócrates, Platón. Quizá el genio más grande de toda la tradición occidental. Platón comienza como estudiante de Sócrates y, más precisamente, como apologista del mártir del nuevo saber. El primer Platón carece de voz, no es otra cosa que una tabla de resonancia, un transmisor de las enseñanzas de alguien más. Es el Platón que relata el juicio y muerte de Sócrates. Ese Platón pronto romperá el huevo y comenzará un pensamiento propio, que le llevará a las alturas del Gorgias, el Banquete y la República, tres piezas maestras del pensamiento occidental.

Platón mira con justificada desconfianza a la democracia ateniense, ésa que mató al maestro injustamente, acusándolo con cargos irrisorios. La masa es peligrosa, es más, la masa es potencialmente asesina. La masa es ignorante; o, en las palabras del mismo Platón, “la mayoría no puede ser filosófica” (República 494a). Esto quiere decir, para el genio griego, que la masa es incapaz de conocer la armonía cósmica entre lo justo, lo bello y lo bueno, la triada que perseguirá Platón toda su vida y que delineará en su magna obra, República. La masa es estúpida en tanto que incapaz de elevarse por encima de la inmediata satisfacción de las necesidades básicas, incapaz de comprender la mentira fundamental del mundo sensible, incapaz de elevarse por encima de lo accidental hacia lo eterno.

Por ello es que afirmará el filósofo, al reflexionar sobre la posibilidad de gozar de gobiernos justos: “Hasta que los filósofos gobiernen como reyes en las ciudades o aquellos que son ahora llamados reyes y líderes hagan filosofía genuina y adecuadamente, esto es, hasta que el poder político y la filosofía coincidan enteramente… las ciudades no verán descanso de sus múltiples males” (473d). Aquí se concentra la solución a la pregunta sobre el buen gobierno: aquel que es el primero, dice Platón, debe conocer, antes que nada, qué es la verdad, pues sólo este conocimiento le permitirá desgranar la problemática de la existencia humana de forma virtuosa. El ser humano bueno es, por ende, aquel que ha logrado conseguir el debido orden en su espíritu. En el caso de estaciones sociales intermedias y bajas—recordemos que Platón es un ateniense clásico y, por ende, piensa jerárquicamente—el filósofo opta por una mentira noble: “Todos ustedes son hermanos… pero el dios que los creó mezcló oro en aquellos capaces para dirigir… plata en aquellos que son auxiliares y hierro y bronce en los granjeros y otros artesanos” (415a). Se trata, pues, de una mentira que sustituya el ascenso fuera de la caverna y los convenza, de una vez, de su lugar en la sociedad y su quehacer. El rey-filósofo no puede, empero, simplemente ser adoctrinado: su labor es demasiado elevada como para apoyarse en la religión civil. En él se opera el ascenso fuera de la caverna y la contemplación de las Ideas, proyecto educativo para los muy pocos, que lejos de ser privilegiados serán sujetos de un experimento político radicalmente duro con la clase gobernante. En el éxtasis de la contemplación, aquel que ha sido liberado sufre la primera gran lección: debe regresar. Polemarco reclama con pesar por la injusticia; Sócrates explica: la felicidad que busca su ciudad es la de todos, no la de los guardianes. Platón irá más lejos que nadie: la clase gobernante, los guardianes, tendrán que someterse a una dura despersonalización. El comunismo de bienes, la institución de la poligamia y la comunidad de hijos son disciplinas, á la Foucault, a través de las cuales el gobernante se volverá menos él o ella y mucho más ese yo-colectivo cuya función es la de servir y conducir a la ciudad a su perfección. Platón entiende el peligro que representa el poder, y reacciona buscando perfeccionar al gobernante al despojarlo de sus amores más terrenales: las posesiones, la pareja, los hijos, las libertades. El guardián, educado para gobernar, es un aristócrata benévolo, un ser humano despojado de sus pasiones, dispuesto al arte de la administración de los bienes comunes, esto es, al arte político. 

 

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Platón nos muestra, en su vida y en su obra, la permanente tragedia que supone para el ser humano excelente vivir en una comunidad política mal ordenada. A partir de la muerte de Sócrates, Platón experimentará un proceso de desencantamiento respecto de la ciudad que lo llevará desde la República a las Leyes, donde el ideal de una ciudad bien ordenada será abandonado y la ingeniería constitucional adoptada como sucedáneo. 

En el centro, el problema que propone Platón es el de la necesidad de personas excelentes en toda comunidad que quiera ser auténticamente humana. Con Platón debemos admitir, empero, que no todos están llamados a dicha excelencia. Para ser tal, la excelencia no puede ser popular. Se trata de una joya preciosa, un regalo divino, una magnífica excentricidad. El hombre y la mujer extraordinarios son una clase rarísima y, sin embargo, absolutamente necesaria para toda sociedad. La excelencia es la marca del tábano. 

Ahora bien, ¿es posible simplemente sentarnos a esperar a esos extraordinarios seres humanos? ¿Basta con un Luther King Jr., un Gandhi, una Curie, o una Parks cada centuria para satisfacer esta necesidad? Platón no puede imaginar un proyecto que apunte a la excelencia que no esté sumamente restringido. Nosotros, en cambio, sí que podemos imaginar semejante empresa. La universidad no puede perfilarse como el sitio donde se forman esos personajes extraordinarios, pero sí que puede buscar acercar a los estudiantes a estadios más y más avanzados de excelencia. Los gigantes seguirán siendo una eventualidad, un cometa que surca el cielo; las personas formadas en el camino de la excelencia, por su parte, serán hombres y mujeres capaces de colaborar activamente en proyectos encaminados al bien o, echando mano de la terminología que nos regaló Mathias Nebel, a la promoción y sostenimiento de bienes comunes

Para ello, la universidad debe mantenerse fiel a su vocación primera, y qué mejor que la víspera del cincuentenario de nuestra universidad para celebrar, precisamente, eso que somos: un encuentro entre profesores y estudiantes en aras de la verdad, el bien y la belleza. Todo lo demás, necesario sin duda, es no obstante accesorio, derivado y auxiliar. Sólo la excelencia entendida como formación de personas es un ideal a la altura de nuestra universidad. Allez viens!