En las últimas semanas, el pequeño roedor que mora en mi azotea, haciendo girar los pobremente aceitados engranajes de esta mente paupérrima, ha estado locamente interesado con el problema del hacer político; esta roedora inquietud se vio exacerbada por ciertos encuentros en la universidad. Algunos de mis alumnos de filosofía, por ejemplo, se mostraron sorprendidos cuando afirmé que toda filosofía es política; en una junta, por otro lado, se entabló una disputa sobre si el mito de la caverna de Platón refiere un proceso político o más bien pedagógico; un amigo, finalmente, levantó más de una ceja—es decir, las dos—cuando sugerí que todo profesor está obligado, en conciencia, a hacer política dentro de la universidad.
A riesgo de ser tildado—o, mejor dicho, que mi distraído lector se convenza de que quien escribe es nada más que un porro trasnochado—quiero defender la idea de que (a) toda filosofía es política, (b) todo profesor es un político, y (c) que para Platón la discusión sobre educación y política habría sido absolutamente ininteligible.
Al tomar la Crítica de la Razón Pura de Kant, o la Fenomenología de la Percepción de Merleau-Ponty, uno puede sentirse tentado a rechazar la idea de que toda filosofía es política. Evidentemente, no todo texto filosófico aborda un problema político. Sin embargo, detrás de la aparente “neutralidad”—horrenda palabreja que bien haríamos en desterrar del lenguaje— política, al estudiar estos textos uno no puede sino, primero, coincidir con Nietzsche respecto de que toda obra tiene algo de autobiografía y, segundo, reconocer que, consecuentemente, todo mirar, todo observar, todo echar luz implica ineluctablemente un cerrar, descuidar, oscurecer. La contraparte de mirar algo es no mirar lo demás; tomar un camino implica abandonar otras muchas formas de llegar; dar relevancia es necesariamente, en el mismo proceso, reducir o descartar. Visto así, todo pensar remite necesariamente a la pregunta sobre las formas de vida que se han privilegiado o abandonado: si damos énfasis a la razón, como los ilustrados, o a la pasión, el honor y el erotismo, como el romanticismo; si hacemos un lugar central para Dios o, como Kant, lo mandamos al rinconcito de la razón práctica; si abrimos la posibilidad de la verdad o, con Nietzsche, nos burlamos de ella. Todas y cada una de estas decisiones contribuyen a abrir o cerrar puertas y, por ende, construyen formas de vida que, al final, redundan en formas sociales, o lo que llamamos propiamente cultura. Esta cultura, evidentemente, funge siempre como telón de fondo de procesos políticos (de “lo político” antes que de “la política”, usando la distinción de Lefort, es decir, relacionado no con el rejuego institucional a través del cual se distribuye el poder una y otra vez, sino más bien con el proceso de dar sentido a una sociedad, esto es, generar una apertura desde donde una sociedad se comprende a sí misma, generando inteligibilidad respecto a los binomios bueno-malo, sano-enfermo, normal-anormal, etc., y asimismo dotándose de una forma peculiar, democrática, monárquica, oligárquica, etc.).
Que la filosofía remita siempre a la política no significa, pues, otra cosa más que el reconocimiento de la inevitable dimensión social de todo pensar.
De lo anterior se desprende la base que justifica mis otras dos afirmaciones. Primero, al considerar “lo político” antes que “la política”, hemos vuelto la mirada al pensamiento clásico, abandonando el reduccionismo moderno para considerar a la política como el arte de preguntar, sin jamás encontrarlo, por el régimen justo, bueno y bello. La triada no es, por supuesto, propiedad exclusiva de la política, sino que implica el vector que da dirección a todo el pensamiento griego. La caverna de Platón es, así, una metáfora política y pedagógica, puesto que todo educar es, en última instancia, educar-para-la-sociedad, una artesanía ciudadana. Platón habría levantado una ceja—¡sólo una! en señal de consternación, no de total sorpresa como mi amigo—frente a la cuestión sobre si el libro VII de su República contiene una enseñanza de orden político o educativo. “Vuelva usted a empezar mi libro”, diría el viejo filósofo, “porque, al parecer, no ha entendido todavía nada”.
Volver a la lógica griega implica devolver a la universidad su esencia; girar el cuello para articular lo que la división del trabajo ha separado nos permite regresar al camino que busca la verdad de forma auténtica; implica, asimismo, abandonar la tentación mercantilista y utilitaria sin dejar de ser económicamente viables—si de algo no hay duda es que la mejor forma de “vender”(otro terrible terminajo) la universidad es pensando y transmitiendo ese pensar de forma cada vez más virtuosa, lo que los ilusionistas del marketing llaman calidad del “servicio” (tercer y último terminajo que este artículo condenará a la horca).
¿Podemos, pues, entender al profesor universitario que no hace política dentro y fuera de la universidad? ¿Que no se preocupa por pensar y repensar la triada justicia-bondad-belleza y su aplicación específica al ámbito universitario, social o gubernamental (para distinguirlo del “político”)? ¿Que ignora la importancia de la autoridad y su transferencia dentro y fuera de la universidad? ¿Que, en una palabra, actúa completamente desvinculado de la carne del cuerpo universitario? Pensar en un profesor así implicaría renunciar al ideal de la verdad, reduciendo al profesor a un técnico especializado en la transmisión de determinados conocimientos —matemáticos, biológicos, aeroespaciales, musicales— a un grupo de aprendices completamente ignorante de la necesidad de articular dichos conocimientos en un árbol que les dé sentido.
El profesor es político porque pertenece a una universidad; de lo contrario, es un técnico que adiestra a los aprendices de una fábrica. Sólo cuando la pregunta por la verdad brilla sobre las distintas especialidades es posible hablar de una universidad. Sólo ahí, en la humilde pero decidida búsqueda, el profesor es fiel a su labor, la labor de formar personas.