Se encendieron las velas y los manteles largos estuvieron listos para recibir a los convidados, las sonrisas se pintaron y los cuerpos se vistieron de alegría. Medio siglo, el oro, si contamos en números nupciales, medio siglo de existir como universitas como sitio que ayunta profesores y alumnos en busca de la verdad. Merecida celebración, cinco décadas, diez lustros de soñar y emprender la dignísima tarea de formar personas.
La felicidad, empero, no logró ser total—quizá eterno recordatorio de que el aquí no es el paraíso, que aquí es la estación de las lágrimas, que la auténtica felicidad es y será siempre una promesa. A las velas y los manteles largos se le contrapusieron las luces que buscan desesperadas romper la noche y sus traiciones, así como las caras largas, caras dolidas de ausencia, de rabia, de impotencia; al rojo de la celebración de la UPAEP, a nuestro día rojo por excelencia, lo atacó el rojo brillante de la sangre reclamada por la violencia diabólica de una sociedad que ha tiempo que funciona mal; al oro de medio siglo, el polvo al que regresa una existencia interrumpida apenas tres décadas después de haber iniciado; a los Claxons y su ritmo, el silencio sepulcral de calles convertidas en testigos de la muerte; a la congregación de amigos, colegas y familias en jovial expectación, la ausencia, la preocupación que produce la enloquecedora espera; a la justa celebración, el luto de ver a uno más de los nuestros, a otra persona UPAEP—que no fue UPAEP sino que, siguiendo el dictum del presidente de nuestra Junta de Gobierno, era y sería ya siempre de casa. Al 3, 2, 1…, la más reciente triada de desconsuelos: el uno de nuestra Mara politóloga; el dos de Ximena y Antonio (y, fraternalmente, de Francisco Javier y José Emanuel); y ahora el tres de Alicia. Todos ellos arrebatados por la espiral que ha engullido a nuestra sociedad, doblegándola a la lógica de matar o morir, de aprender a imitar al sociópata que nada siente y a quien nada conmueve, la lógica enferma de la guerra civil como paradigma de la existencia social, a expensas de la empatía, el encuentro y la alegría de la caridad.
¿Qué sigue? ¿Qué nos toca a nosotros, que recibimos una universidad a medio camino de su primera centena de existencia? ¿Cómo hacer justicia a quienes nos precedieron en los sueños, el sudor y, también, en el sacrificio?
Contra la espiral malévola, la universidad -nosotros, sí, pero también toda la comunidad universitaria en nuestro país- está llamada a un hacer renacer la perspectiva personal, poniendo de nuevo la dignidad de todos y todas en el centro del debate; a apostar por una formación en virtudes intelectuales, emocionales y espirituales que permitan refundar la sociedad sobre principios nuevos—“nuevos”, esto es, en tanto que hoy olvidados, arrumbados en el armario de los idealismos ingenuos; a prosperar a partir de una visión fresca que armonice, de una vez por todas, la necesaria educación técnica con la indispensable formación valoral y virtuosa que permita hacer del profesionista algo más que un engranaje útil para un sistema económico también malévolo.
Son tiempos, los nuestros, que exigen una defensa seria y enérgica de la verdad, sin que esto suponga recurrir a los fanatismos contemporáneos. La verdad brilla cuando se la presenta sin tapujos ni oropeles, cuando es resultado de un caminar honesto y humilde en pos de aquello—Aquel, diríamos en lenguaje cristiano—que nos excede ontológicamente. La verdad no se impone más que por el peso que conlleva su innegable simbiosis con la caridad: caritas in veritate es la respuesta que sugiere el silencio de Cristo ante Pilato. La verdad defendida no como posesión sino como don, la verdad que nos encuentra, que sale al encuentro del ser humano que, transido de dolor, no puede ver más allá de su cruz. Es ese encuentro con una verdad viva, esto es, verdad también como persona antes que como doctrina o tratado, el que es capaz de producir el deseado giro en los seres humanos, la metanoia, el ir más allá del espíritu que se pone en camino hacia la realidad última.
Son tiempos de plantarnos firmes ante el abuso de poder que caracteriza nuestra ética (¿anti-ética?) pública. No la denuncia como patadas al aire de quien ha sido derrotado, sino como puntiaguda lanza que penetra la carne de lo social y, como la flebotomía en tiempos antiguos, hace manar la sangre contaminada, permitiendo la curación del cuerpo. La universidad, entonces, como resistencia, como muro que se levanta contra una inercia despersonalizadora lo mismo que despolitizadora, si por “política” entendemos el arte de generar bienes comunes que permitan el florecimiento humano.
Son tiempos, finalmente, de afinar una doble apuesta, democrática lo mismo que crítica a las peores dolencias de este régimen político. Por un lado, apostar por la formación de ciudadanía en el sentido más amplio: asegurar que las generaciones salidas de nuestras filas hayan asegurado herramientas intelectuales básicas: capacidad crítico-argumentativa, tolerancia, empatía, respeto por la diferencia, sentir cívico y un sano cosmopolitanismo. Pero, más allá de la masa, la universidad es también sitio para la formación de talentos extraordinarios, es decir, es casa de excelencia. ¡Y cuánta falta nos hace hoy repensar y revalorar la excelencia! La democracia no es enemiga de esta, sino que la presupone como fuente de perpetua corrección, como la voz de aquel Sócrates que se atrevió a poner el espejo de Dorian Gray frente a la democracia ateniense, mostrándola en toda su fealdad. La universidad es popular sin caer nunca en la masificación; es popular porque va a la sociedad, porque de ella nace y a ella consagra su actuar, pero no es popular en un sentido homogeneizante y nivelador.
Es tiempo de celebrar lo que se ha hecho hasta hoy. Y es mucho y muy digno lo conseguido hasta el momento. Y, sin embargo, al mismo tiempo es hoy el momento de mirar lo que falta, la brecha entre la sociedad que soñamos y la que tenemos, el abismo que se abre en ocasiones entre nuestros ideales más queridos y la cultura predominante en nuestras comunidades. Es tiempo de cerrar el festejo con la satisfacción de saber que, al despertar, el nuevo día traerá una fresca oportunidad para luchar por cerrar esas brechas, esos abismos que siguen oponiéndose a la sociedad que queremos para nuestros hijos, para nosotros, para todos.