El fin de la ley o el mesianismo paulino
05/06/2023
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra. ¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley” (Rom 7: 6-7).

 

La ley está en el origen de toda sociedad humana, desde el código Hammurabi al complejo sistema jurídico romano; desde las tablas de la ley y el Deuteronomio judíos a la Shari’a musulmana. El cristianismo, sin embargo, rechaza cualquier moralización de la vida, oponiendo a la extrema reglamentación la liberación por el Espíritu. En Cristo los cristianos no sólo somos justificados para la vida eterna, sino radicalmente transformados a una nueva vida que comienza aquí mismo, entre el polvo, la miseria y el dolor. 

Nadie como Pablo ha meditado el carácter de la ley, así como la superación de la misma en la vida del Espíritu. Pocos, por otro lado, logran ser tan crípticos como él, dando con una mano lo que quita con otra, abriendo una ventana que, en ocasiones, parece topar con un sólido muro, exigiendo del creyente un esfuerzo para entender que toda la palabra, toda la revelación del logos divino, implica ineluctablemente un reto, a saber, la necesidad de abandonar la sabiduría humana para acogerse a la locura divina. 

Jesús es enfático: non veni solvere, sed adimplere; el Hijo no pretende abolir lo que el Padre, por medio de su alianza con el pueblo judío, estableció, sino darle plenitud (Mt 5:17). Igualmente, en otro lado, dejará a más de un fariseo con la ropa rasgada cuando afirme: sabbatum propter hominem factum est, et non homo propter sabbatum, el sábado es para el ser humano, no el ser humano para el sábado (Mc 2:27). En otras palabras, en Cristo la ley no es abolida sino recentrada, herida, por así decirlo, por la cuña mesiánica, que le confiere su auténtico sentido. 

Por eso dirá Pablo, Ego enim per legem legi mortuus sum, ut Deo vivam, yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios (Gal 2:18). El ser humano no vive para la ley. Cuando la ley se absolutiza, el ser humano es esclavizado por un poder que lo desfigura, convirtiéndolo en mero siervo. La ley aliena siempre que excede el marco de su propia esfera, es decir, cuando lejos de facilitar aperturas al Espíritu se comporta como un dispositivo disciplinar (á la Foucault) diseñado para contener y dar forma, para domesticar y volver dócil el carácter humano. La ley asfixia cuando se convierte en burocratización, en culto a la forma y al procedimiento, olvidándose de ese carácter de apertura que debe tener toda ley orientada a la liberación auténtica del ser humano. Estar muerto para la ley implica la valentía de estar en el mundo sin mundanizarnos (Jn 17:15). 

Permítaseme un ejemplo más. En su célebre Letter from Birmingham Jail, el pastor bautista e incansable luchador por las libertades de la comunidad afroamericana, Martin Luther King Jr., responde a quienes lo criticaban de haber violado la ley que prohibía las manifestaciones en dicha ciudad, alegando que existen leyes que, por su contenido, deben ser desobedecidas, pues están en contra de la enseñanza divina: A just law is a man-made code that squares with the moral law, or the law of God. An unjust law is a code that is out of harmony with the moral law, solamente puede decirse que una ley humana es “justa” cuando esta se acopla y, de hecho, deriva de la ley divina y, por tanto, toda ley que rompe la armonía con el código divino es intrínsecamente injusta. Encontramos aquí la misma lógica paulina: la ley no es injusta en sí misma, sino solamente cuando entra en conflicto con la necesaria apertura a la trascendencia a la que llama la ley divina. Ser para la ley implica, en estos términos, cerrar la puerta a la trascendencia y volverse sordos a la pregunta por Dios; sólo quien usa la ley a fin de abrir las ventanas a la trascendencia está en un uso adecuado de la ley, viviendo ya no para esta sino para el Espíritu. 

El Evangelio nos ofrece, finalmente, una extraordinaria promesa —que, sin embargo, no deja de abrir nuevas preguntas y tensiones. Jesús enseña a sus discípulos a buscar las cosas del reino, prometiendo que lo demás se dará por añadidura (Mt 6:33). Evidentemente, esto no puede significar que la búsqueda del reino traerá bienestar material, comida y bebida en abundancia— interpretación hecha hoy por el desquiciado prosperity gospel y sus derivaciones. Lo que dice Jesús parece hablar al corazón humano en otro nivel: aquel que se ocupa del reino no necesitará nada más, pues todo lo que necesite le será dado. Quien busca el reino no puede imaginarse en una alberca rodeado de todo tipo de lujos y placeres: instalados en el tiempo mesiánico, los cristianos no pueden más que repetir con Agustín, “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I.1). El cristiano, esto es, aquel que ha tenido un encuentro con la persona divina de Cristo, vive ya, aquí ahora, en un plano distinto al mundo, un plano estrictamente mesiánico, tanto una espera paciente como un gozo adelantado de las promesas hechas por Dios. La ley, ese imperfecto mecanismo humano para regular las acciones de una sociedad, está invitada, y obligada, a abrirse a la trascendencia, pues su cerrazón a la misma significaría la negación de la auténtica dimensión humana, un pecado al que el cientificismo nos tiene ya demasiado acostumbrados.