Una vez desarticulada esa falsa creencia, distinguiendo su actividad de aquella de los sofistas, Sócrates se aboca a examinar puntualmente la acusación de Meleto, a saber, que “delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades” (Apología, 24 b-c). En este caso vemos una diferencia sustancial: mientras que para la primera acusación estaban ausentes los que promovieron esa falsa imagen de Sócrates, en este segundo momento de su defensa, tanto el acusador como todos aquellos que promovieron la acusación están presentes y, por tanto, es natural que su estrategia argumentativa cambie, aunque tome como punto de partida algunas tesis que ya ha presentado. La estrategia argumentativa de Sócrates, así, consiste en interpelar directamente a sus oponentes, de cara a mostrar lo absurdo de sus acusaciones, comenzando por demostrar lo absurdo que es acusarlo de corromper a los jóvenes. Sócrates, en este sentido, comienza demostrando que Meleto lo acusa a la ligera, simulando preocuparse por la educación de los jóvenes, cuando en realidad es un tema sobre el cual nunca ha discernido: si Meleto realmente se preocupara por la educación de los jóvenes, en efecto, sabría “quién los hace mejores” (Apología, 24d). Vemos, sin embargo, que a Meleto no le preocupa esta cuestión, ya que, de ser así, no afirmaría que “todos los atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo (Sócrates), y sólo yo los corrompo” (Apología, 25a), que es semejante a afirmar que cualquiera hace mejores a los caballos y no sólo algunos, como los cuidadores de caballos (Apología, 25a-b). Quien se preocupa realmente por la educación de los jóvenes debe saber, según este argumento, que no todos los hacen mejores y que, incluso, algunos los echan a perder, tal y como ocurre con el cuidado de los caballos y de cualquier otro animal doméstico.
Suponiendo, sin embargo, que todos los atenienses hacen buenos a los jóvenes y sólo Sócrates los corrompe, algo que Sócrates mismo reconoce que sería “una gran suerte” (Apología, 25b), éste procede a mostrar lo absurdo de la acusación de Meleto. El argumento se puede plantear de la siguiente forma: si Sócrates corrompe voluntariamente a los jóvenes haciéndolos malvados y los malvados siempre hacen daño a los que están a su lado, mientras que los buenos siempre les hacen bien (Apología, 25c), se siguen dos cosas: o bien que Sócrates desea voluntariamente recibir daño de aquellos jóvenes a los que corrompe, o bien que los corrompe involuntariamente. Dado que nadie prefiere recibir daño a recibir ayuda, acorde con lo establecido por Meleto (Apología, 25d), se sigue que, en palabras de Sócrates, “o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente” (Apología, 25e), de manera que la acusación es falsa. Sócrates no puede, en efecto, querer corromper a los jóvenes y querer, al mismo tiempo, no recibir daño de los malvados, algo que ciertamente ocurriría si genuinamente los corrompe. Si a pesar de esto Meleto insiste en acusarlo de corromper a los jóvenes, algo que, según el argumento anterior, sólo puede ocurrir involuntariamente, Sócrates advierte que “por esta clase de faltas la ley no ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle privadamente y enseñarle y reprenderle. Pues es evidente que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago involuntariamente” (Apología, 26a), algo que evidentemente Meleto no tenía la intención de hacer.
Ahora bien, Meleto no sólo acusa a Sócrates de corromper a la juventud, sino también de enseñarles a los jóvenes a creer en otras divinidades distintas a las que se rendía culto en Atenas. Se trata de una acusación que, por cierto, sólo se entiende bajo el crisol de la religiosidad griega, ya que, en la antigua Grecia, a pesar de que creían en un extenso número de divinidades, tal y como atestigua tanto la Ilíada y la Odisea de Homero como la Teogonía de Hesíodo, cada ciudad rendía culto sólo a algunos dioses. Es decir, se daba una forma de religiosidad pública en la que cada ciudad o región privilegiaba el culto a algunos dioses, bajo la creencia de que esas divinidades los favorecían de manera especial. No es raro, por ejemplo, ver en la Ilíada como Apolo favorece a los troyanos, así como tampoco lo es pensar que los espartanos rendían un culto especial a dioses como Atenea y Ares, dioses tradicionalmente asociados con la guerra. Lo que nos parece raro de la acusación de Meleto, y que quizá sea algo propio de la sensibilidad de la época en que probablemente se realizó el juicio de Sócrates, es que en la misma religiosidad griega solía convivir con otros cultos y ritos, como era el caso del culto órfico que tanto influyó a Platón. Tal vez por esta razón Sócrates busca aclarar la acusación de Meleto, pues, en sus palabras, “yo no puedo llegar a saber si dices que yo enseño a creer que existen algunos dioses -y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy enteramente ateo ni delinco en eso-, pero no los que la ciudad cree, sino otros, y es esto lo que me inculpas, que otros, o bien afirmas que yo mismo no creo en absoluto en los dioses y enseño esto a los demás” (Apología, 26c).
La acusación de Meleto, sin embargo, se vuelve inverosímil cuando éste reformula su acusación y endurece el cargo, transitando de un mero problema de heterodoxia religiosa a una imputación de ateísmo radical (Apología, 26c). Meleto, en efecto, acusa a Sócrates de no creer en absoluto en los dioses y, para hacerlo más enfático, le adscribe la opinión por la que se acusó a Anaxágoras de impiedad (Diógenes Laercio, B12), según la cual los astros, como el sol y la luna, no son divinidades, sino meras rocas incandescentes. De ahí que Sócrates muestre lo infundado de esta acusación a partir de tres cosas: en primer lugar, que esa acusación se basa en una confusión de Sócrates con filósofos de la naturaleza como Anaxágoras, cuando es de sobra conocido por los jueces que él no es el autor intelectual de esas creencias (Apología, 26d); en segundo lugar, mostrando que es ridículo afirmar que los jóvenes las aprenden de él “lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra, por un dracma como mucho, y reírse de Sócrates si pretende que son suyas estas ideas, especialmente al ser tan extrañas” (Apología, 26d-e); finalmente, en tercer lugar, reparando en la inconsistencia en la que cae Meleto al reformular su acusación, ya que al reformularla termina por afirmar que “Sócrates delinque no creyendo en los dioses, pero creyendo en los dioses”, afirmación que, como señala Sócrates, “es propio de una persona que juega” (Apología, 27a). Sócrates no puede, en efecto, ser ateo y, al mismo tiempo, creer que existen “cosas propias de las divinidades” (Apología, 27b-c), como sostiene Meleto en la acusación inicial, por lo que concluye que “no hay posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes” (Apología, 27e-28a).