La festividad del “Corpus Christi”
14/06/2023
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Decano de Ciencias Sociales

La festividad llamada “Corpus Christi” es una de las más importantes en el año litúrgico. Tan es así, que está catalogada como “solemnidad”, por lo que su nombre, oficialmente, es “Sollemnitas Sanctissimi Corporis et Sanguinis Christi”. La fecha en la que se celebra depende de cuándo se celebre la Pascua, que, como mis cuatro fieles y amables lectores saben, es una festividad que se mueve. Diremos, sencillamente, que “Corpus Christi” se celebra 60 días después del Domingo de Resurrección, lo que al mismo tiempo es el segundo jueves después de Pentecostés (que en este año fue el 28 de mayo) y el jueves después del Domingo de la Santísima Trinidad “Trinitatis” (4 de junio). Por lo tanto, la fecha en la que se celebra el “Corpus…” puede ser entre el 21 de mayo y el 24 de junio. En este año 2023 el jueves de Corpus fue ayer, 8 de junio, pero, como en muchos países, la celebración tiene lugar el domingo siguiente, es decir, ahora será el 11 de este mes.

En esta festividad está Cristo en el centro de atención, pues se trata de una fiesta de agradecimiento por Su presencia viva en el pan y el vino, por lo que los fieles celebran con Él. El significado de la festividad del Corpus está íntimamente relacionado con la instauración de la Eucaristía y con la celebración de la Última Cena en el Jueves Santo. Sin embargo, debido a que los demás acontecimientos que tuvieron lugar en ese Jueves Santo no fueron precisamente felices y al carácter general de la Semana Santa, ese día no se presta para celebrar con alegría. Por el contrario, la fiesta del Corpus sí es adecuada para ello. Por eso se eligió un jueves para dicha celebración: para subrayar la conexión con la instauración de la Eucaristía en aquella noche del Jueves Santo. Es así que hay una relación entre el Jueves Santo, el Jueves de la Ascensión del Señor y el Jueves de Corpus. De allí el dicho español: “Tres jueves que brillan más que el sol”.

Se cree que la idea de celebrar la presencia de Cristo en el pan y el vino se debe a una monja del siglo XIII, Santa Juliana de Lieja, (Lüttich), cuya fiesta se celebra el 5 de abril. Santa Juliana nació alrededor de 1192 y murió en 1258; como monja agustina, se dedicó durante un tiempo a cuidar de hombres y mujeres presas de la lepra, pero su estricta observancia de la regla monástica no le acarreaba precisamente muchas amistades, por lo que en dos ocasiones fue expulsada del convento por sus hermanas monjas, hasta que llegó al convento de Foses, cerca de Namur, en la actual Bélgica. 

A partir de 1208 Juliana tuvo visiones que le decían que introdujera en la iglesia una fiesta dedicada al culto de la Eucaristía; tal piedad eucarística había dado forma a su entorno. Juliana veía en sus sueños y visiones a la Iglesia como una luna llena con un punto oscuro; sin saber qué significaba tal visión, después la interpretó como la falta de una fiesta dedicada únicamente al Cuerpo y Sangre de Cristo. A pesar de que tuvo la misma visión varias veces, no creía que pudiera ella hacer nada para que se instituyera esa fiesta, por lo que solamente unas cuantas personas sabían del suceso: una de sus hermanas monjas y un ermitaño, formando los tres un vínculo espiritual para promover la devoción al Santísimo Sacramento. Otra tradición menciona a tres monjas, sórores de Julia: Agnes, Ozilia e Isabela. Sin embargo, cuando Julia fue electa priora de su convento, se animó a hablar del caso y expuso a su confesor la visión que tenía, pidiéndole le avisara al obispo. Así que unos años después, en 1246, el obispo Robert de Thorote introdujo la fiesta del Corpus Christi en la diócesis de Lieja.

Estos sucesos son importantes porque durante esos años se discutía en Europa la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Una de las posturas era representada por el teólogo francés Berengario de Tours, quien sostenía que, durante la celebración de la misa, no ocurría una transubstanciación, sino que el pan y el vino eran simplemente un símbolo del cuerpo y de la sangre de Cristo, respectivamente. Por el contrario, Lanfranco de Pavía, quien llegaría más tarde a ser obispo de Canterbury, decía que el pan y el vino se transformaban efectivamente en el cuerpo y la sangre de Cristo.

En 1215, el IV Concilio de Letrán se pronunció a favor de la doctrina de la transubstanciación, dándole la razón a los argumentos de Lanfranco. En 1264, después del célebre milagro de la sangre en Bolsena en 1263, el Papa Urbano IV, que anteriormente había sido archidiácono en Lieja y conocía a Juliana, introdujo la fiesta para toda la Iglesia.

El milagro al que nos referimos ocurrió en la ciudad italiana de Bolsena, y tuvo como protagonista al sacerdote Pedro de Praga, quien era presa de grandes dudas acerca de la presencia real de Cristo en el pan y el vino. Decidido a terminar con esta situación desesperante, emprendió una peregrinación a Roma, encontrando ciertamente mayor tranquilidad al orar ante la tumba de San Pedro. Sin embargo, en el camino de regreso volvió a intranquilizarse y a dudar. Se detuvo a pernoctar en la ciudad de Bolsena; allí celebró misa en la gruta de la Basílica de Santa Cristina antes de proseguir su viaje. Sin embargo, en el momento de la consagración, la hostia comenzó a sangrar en sus manos. Espantado, Pedro interrumpió la misa y se dirigió a la sacristía, llevando consigo la hostia, que siguió sangrando. Ante tal milagro, sus dudas desaparecieron de un golpe. El sacerdote se dirigió entonces a Urbano IV, quien hizo investigar y corroborar los hechos, así como recuperar las reliquias. Al poco tiempo, el papa declaró que se trataba de algo sobrenatural y, en agosto de 1264, ordenó hacer extensiva la festividad, que, como vimos, ya existía en Lieja desde años atrás, a toda la Iglesia. 

Obviamente, esta nueva festividad no se propagó de inmediato a todos los rincones de la cristiandad. Ya hacia el siglo XIV podemos hablar de una extensa difusión. Las famosas procesiones de Corpus, que siguen vivas en muchos lugares de Europa y de América Latina (en México se han ido perdiendo paulatinamente), datan del siglo XIII: la primera de la que tenemos noticia tuvo lugar en Colonia, en 1279.

En la actualidad, hay procesiones muy vistosas que incluso se han convertido en atracciones turísticas, como las de Traunkirchen y Hallstatt en Austria o la de Seehausen en Alemania, así como Barcelona y Cádiz, en España, o Pirenópolis, en Brasil. La procesión en Colonia se realiza con diversas embarcaciones en el río Rin, lo que constituye un espectáculo digno de admirarse. 

La tradición de engalanar el camino de la procesión con flores, como se sigue viendo en América latina y en Europa, aunque también en franco descenso, parece tener su origen en un versículo bíblico que reza: “¡Preparad los caminos del Señor! ¡Haced rectos sus senderos!”

En cuanto a la tradición de las “mulitas”, que aún se ve en México, parece que tiene su origen en las épocas del virreinato, cuando los indígenas llevaban a lomo de mula las enramadas de los entonces grandes bosques de encino que había al sur de la Ciudad de México para adornar el camino de la procesión. También llevaban flores desde Xochimilco, que se colgaban del techo formado con las enramadas; los pétalos también se usaban para elaborar las alfombras por las que pasaría la procesión. También puede ser que esta costumbre de elaborar mulitas de palma y de barro se deba a una historia que tiene como protagonista a un santo muy popular en México: San Antonio de Padua. Dice una leyenda que Antonio, en una ocasión, le mostró una hostia consagrada a una mula y que el animal, en señal de respeto, dobló las patas delanteras, mostrando su respeto a Jesús, presente en la hostia.