Para Lucy, siempre.
Una gota de rocío toca, la primera, la carne virgen de Gaia, fecundándola. Humedad de llanto, llanto que se desparrama en lágrimas gordas y pesadas. Ánimos fríos, de tarde gris. Desconsuelo, desazón, el sinsabor del extravío. Un charquito, diminuto espejo a través del cual el universo entero se refleja, el todo contenido en una cabeza de alfiler, la nada que se cuela e incendia con ese fuego que es vida y muerte, inicio y fin, promesa y sentencia. El aguacero afuera, el silencio dentro, igual que en una iglesia en lunes, el manso bullicio de la naturaleza que se hiere, preñándose, que se funde en un abrazo que no es de hombres ni mujeres, sino de cielo y ángeles y verdor y honestidad.
Y en medio, el caminante. Es el uno que es distinto a todos, si por todos se entiende a la barahúnda que recula de lo auténticamente humano, que niega ser aquel que existe bajo el peso de la pregunta, que se rinde dócil ante el rojo del hierro que deja su marca en la piel tostada, registro de propiedad. Peso absoluto y violentísimo ese de la pregunta, de las preguntas que asaltan y aguijonean la mente con el furor de un enjambre encolerizado. Peso que añora levedad, dirá Kundera; levedad que remite, vengativa, a la condena del peso, le responderá su eco. El camino es hierba fresca que rezuma vida; el otro camino, el de la ciudad, es el de todos, el de los muchos. Ya Silvio habló al respecto. El paso es solitario, tiernamente húmedo, ligeramente arcilloso, eternamente enloquecido. Quien así camina se sabe espectro, iridiscencia de tiempos pasados, alma vieja, corazón traspasado.
Jardín de delicias aquel de una soledad conseguida con tesón, aquella soledad maquiaveliana de los mantos patricios y los diálogos con muertos. Muertos, esos eternos amigos, colegas en el silencioso diálogo de la mente despierta. Se cruza el jardín que tintinea con erótica impaciencia, entregándose al caminante con su doncella belleza. El caminante y su jardín, el jardín que inunda y asfixia y resucita, el jardín de los silencios, de los aullidos sin lobo. Y se abrazan sin cuerpos el caminante y su camino, saturada orgía, donde el deseo es de cielo. Caminante y su vida, solitaria y heroica, si el heroísmo sigue siendo resistirse a vivir estando muerto.
Y ahí, en el borde del amoroso encuentro, la ciudad. Su furia, su olor a injuria, su desesperada mueca que quiere pintar sonrisas donde hay solo huecos. La ciudad de las palabras, del bullicio; ciudad inmunda, que inhala sueños y vomita entierros. Ciudad como apoteosis tribal, sacro canibalismo, colección de pecadores idénticos los unos a los otros. Descabellado amar aquí, insolente invocar al dios aquí. Ciudad sin humedad, sin tintineo, sin ese delicadísimo ronroneo de las criaturas que custodian lo que de bueno ha dejado el bípedo con exceso de sesos. La ciudad que desespera, oprimiendo los corazones con ese ritmo tan suyo, tan diabólicamente suyo. La ciudad donde un segundo se parte en tres y se vive como cinco, donde el aquí ahora es siempre tarde, donde la voz es rayo simplemente por el gusto de rasgar el cielo, por la estúpida manía de no callarse la boca y embriagarse de silencio. Humilde silencio, ese que no existe aquí, en la tierra de los que saben—de los que dicen que saben, dirá Sócrates, con un regusto de cicuta. Silencio de ciudad, ese sí, en abundancia, que es silencio de muerte, de almas quebradas, de espíritus tullidos que avanzan en procesión a un infierno al que se mira sin temor ni gozo. Muerte que es bienvenida, ya no como tránsito, sino como sueño de fuga; no como invitación a lo profundo, sino como disolución en el éter de la no-yoidad. Muerte, silencio o, en palabras de teólogo, infierno. Extraña sensación esa de la ciudad, de querer ser solamente para dejar de serlo, para terminar la jugarreta, para aceptar el duelo. Inmunda mentira la que salió de la boca de los otros, burda ofensa a la sensibilidad auténtica. Ahí se escucha un saxofón triste y un piano viejo y agotado, y en su música hay un reclamo y una dolencia que suena eterna, y al fondo pueden verse esos labios que se tuercen para no traicionar el inconfesable deseo de volver a ser brisa fresca, semilla fundamental, potencialidad pura, sueño de una vida que no ha comenzado, o que ha terminado sin lastimar.
En el infame cruce, el caminante. Su mirada sobre la espuma fétida que se cierne sobre la ciudad, que recuerda a las sombras grises que casi se apoderan del mundo de Ende. Sombras que roban el tiempo, que consumen tiempo con el mismo desdén con que un bulímico besa el alimento. El tiempo se convierte en unidad de cobro, en precio del camino, en camino de servidumbre. Su mirada está fija y sin saber si dar media vuelta y decir con el viejo ermitaño, «Ahora amo a Dios, a los hombres no los amo, El amor al hombre me mataría». El caminante ríe, y detrás de su risa se cuela un suspiro de muerte. Está solo, y por esto al cielo agradece. Me mataría, repite quedo una y otra vez, me mataría. Se imagina avanzando sin miedo, dejando que el asfalto se trague la humedad y su inocencia, dejando que el hollín cubra su piel, que la podredumbre lo embalsame hasta casi asfixiarlo. Se imagina muriendo.
Ahí, en el punto donde el sol de la tarde toca lo mismo el jardín que la ciudad, un hombre cuya piel es límpida y joven sonríe y repite un mantra, un encantamiento, una oración: Te quiero porque sos mi amor, mi cómplice y todo, y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos.