Tras haber respondido a las acusaciones formales e informales en su contra, Sócrates aprovecha el tiempo restante de su defensa para explicar y justificar la motivación última de su actividad indagatoria, entendida como una misión encomendada por el dios Apolo a través del oráculo. Al hacer esto, Sócrates pretende mostrar su actitud como coherente y fundada y, al mismo tiempo, justificar por qué considera que no debe desistir a su forma de vida, incluso cuando eso implique poner su vida en peligro (Apología, 28b). Para Sócrates es claro, en efecto, que uno no debe desistir ni de lo justo y lo bueno, i.e., de sus convicciones morales básicas, aún cuando eso pueda significar poner su vida en riesgo: en estas situaciones de riesgo, acorde con esta parte del discurso socrático, el agente lo único por lo que debe preocuparse es por la calidad moral de sus actos. Si el acto que se dispone a realizar es justo, entonces no debe temer por su vida, tal y como Aquiles “desdeñó a la muerte y el peligro, temiendo mucho más vivir siendo cobarde sin vengar a los amigos” (Apología, 28c-d). Nos encontramos, pues, ante una situación límite en la que uno no debe desistir de lo justo y lo bueno en aras de salvaguardar la propia vida, ya que el hacerlo sería atentar en contra de nuestras propias convicciones morales y, por tanto, en contra de nosotros mismos. En estas situaciones límite, tal y como se puede ver a lo largo y ancho de los diálogos socráticos, es mejor padecer una injusticia que cometerla, ya que al padecerla no estamos atentando en contra de nuestras propias convicciones y, por ende, en contra de nosotros mismos, mientras que al cometerla terminamos por corrompernos y, en cierto sentido, por dejar de ser fieles a nosotros mismos. Lo propio de alguien que se dedica a la búsqueda sincera de la verdad y a su consecuente defensa del bien y de la justicia, así, es no desistir o renunciar a esto, incluso cuando nos conduzca irremediablemente a una situación de riesgo.
En relación con esto último, Sócrates añade que “en el puesto que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna, más que la deshonra” (Apología, 28d), como ocurre en el caso de la guerra cuando algún superior te asigna un puesto de combate. De la misma en que sería deshonroso abandonar tu puesto en medio del combate por temor a la muerte, también sería deshonroso si Sócrates desistiera de su actividad, ya que le ha sido ordenado por la divinidad, según le parece, “vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás” (Apología, 28e). Así como destacó en la milicia por su valor, Sócrates considera que no sólo sería indigno de él si desobedeciera el designio del oráculo, sino que también sería una razón suficiente para acusarlo genuinamente de impiedad y llevarlo, consecuentemente, a juicio. Esta segunda parte de su argumentación, así, encierra una crítica velada a sus conciudadanos, ya que con esto les recrimina que lo están enjuiciando por mantener el mismo tipo de actitud por la en la guerra se le honró.
Si la deshonra y la pérdida de nuestras propias convicciones morales es peor que la muerte, ¿por qué la gente le tiene más miedo a la muerte que a éstas? ¿de verdad podemos decir que el temor a la muerte es razón suficiente para desistir de nuestro modus vivendi? Vemos, sin embargo, que Sócrates cuestiona esta misma actitud ante la muerte, ya que “temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo…pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero le temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males” (Apología, 29a). ¿Por qué, entonces, alguien preferiría un mal incierto, algo sobre lo que no sabemos realmente si es malo, sobre algo que sabemos con total certeza que es malo, como el “cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre” (Apología, 29b)? Con esto en mente, Sócrates muestra la firmeza de su resolución: “en comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien” (Apología, 29b-c). Más aún, si sus jueces decidieran liberarlo a condición de que desistiera de su actividad y de que, en caso de que no lo hiciera, se le condenase a muerte, Sócrates mismo les advierte que se decantaría por la muerte, lo cual sirve para entender la razón por la que rechaza hacer algún tipo de trato para cambiar su condena. Para Sócrates, en efecto, es más vergonzoso preocuparse por la riqueza, la fama y los honores, y no interesarse “por la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible” (Apología,29e), que tener que morir por no desistir de su actividad y actitud filosófica.
Finalmente, Sócrates concluye la justificación de su actividad y su negativa a desistir, reparando en lo siguiente: “sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos” (Apología, 30c). Esto se debe a dos cosas: por un lado, a que, según nuestro filósofo, el hombre bueno no puede realmente sufrir daño de un hombre malo, pues ese supuesto daño sólo repercute en bienes exteriores y no en los bienes superiores -que son los bienes interiores del alma-; por otro lado, a que, según se ha mencionado anteriormente, para Sócrates es mejor padecer una injusticia que cometerla, como se aprecia en el caso de Anito y de Meleto. Al hombre bueno pueden ciertamente matarlo, desterrarlo o quitarle sus posesiones, algo que usualmente se cree que son grandes males, cuando en realidad es un mal mucho mayor “intentar condenar a muerte a un hombre injustamente” (Apología, 30d). Sócrates incluso advierte que este tipo de actos, aludiendo específicamente a su caso, representa no sólo un mal para sus acusadores, sino también para la polis, lo cual se debe fundamentalmente a dos razones: en primer lugar, en cuanto habrían cometido una injusticia; en segundo lugar, a que con su muerte privarían a la polis de los beneficios derivados de esta función encomendada por la divinidad a Sócrates (Apología, 30e-31a). Atenas difícilmente encontraría a otro que, descuidando sus propios asuntos y sin cobrar u obtener algún beneficio para sí, se dedique a exhortar a sus conciudadanos a que se preocupen por la virtud (Apología, 31b).
Así, a modo de corolario para justificar su actividad, Sócrates explica por qué ha preferido realizar esta encomienda en lo privado y no en lo público, a través de la política, pues, en sus palabras, “si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os habría sido útil a vosotros ni a mí mismo” (Apología, 31d-e). Si al atender esta encomienda de la divinidad en privado se ha ganado la enemistad de muchos y su consecuente enjuiciamiento, al oponerse a la voluntad de la asamblea y tratar de evitar que sucedan muchas cosas injustas e ilegales en la polis se habría ganado ese fatal destino desde antes, algo que, por cierto, Platón experimentaría en carne propia en sus múltiples viajes a Siracusa. Para probar esto y justificar su negativa a dedicarse a la política, Sócrates menciona algunos de sus actos de oposición tanto en tiempos del régimen democrático como contra el régimen oligárquico de los Treinta (Apología, 32a-e), “para que sepáis que no cedería ante nada contra lo justo por temor a la muerte, y al no ceder, al punto estaría dispuesto a morir” (Apología, 32a). Sócrates concluirá su defensa reiterando su convicción de no haber dañado a nadie y afirmando que jamás se ha considerado maestro de alguien, joven o viejo (Apología, 32e-34b).