Sea el siguiente caso: hay un árbol de manzanas frondoso, fecundo, sano… ¿a quién debemos sus frutos? ¿A quien lo plantó, a quien lo abonó o a quien lo cosechó?
Seguro ya tiene usted la respuesta. Pero déjeme extraer antes unos planteamientos y conducirlos a la vida de las instituciones educativas, especialmente a las universidades. Hablaré de qué sucede en tres generaciones:
Los fundadores tienen un rol importantísimo en una institución educativa. A ellos se debe la inspiración, el coraje, el emprender, la visión, el sueño, los primeros pasos, el persuadir, la espiritualidad, la generosidad, el vigor, ellos dieron el adn y pusieron los cimientos.
Los continuadores no hicieron menos: cultivaron, dieron seguimiento, ordenaron, hicieron crecer, atendieron aspectos no vistos al inicio, crearon relaciones, se enamoraron y enamoraron a otros, exigieron, comprendieron que les habían heredado un tesoro.
Los que cosechan no son meramente pasivos, tampoco es verdad que sólo llegan a recoger los frutos. Porque también han sido visionarios, porque también han corregido rumbo y han continuado los sueños, porque se saben responsables de cosechar los primeros frutos al mismo tiempo que emprenden nuevos proyectos, porque se sienten orgullosos de una identidad, pero también tienen la responsabilidad de purificarla, testimoniarla y compartirla.
Pero esas tres generaciones no siempre son lo suficientemente veraces. He sido testigo de lo siguiente en al menos tres instituciones: que la primera generación se siente poseedora de un carisma y custodia de una identidad que más fielmente se vive cuanto menos cambia y se renueva -así razonan ellos-; la segunda se autoproclama la realmente meritoria del honor, pues aunque no haya fundado, no obstante fue la generación que puso orden, crecimiento y visión a aquel amasijo caótico -así razonan ellos- de sueños e ilusiones iniciales; la tercera generación, en su ingenuidad, piensa que el éxito presente se debe a su inmediata toma de decisiones, a la presencia de este grupo pujante de líderes, sin los cuales la institución seguiría -así razonan ellos- en los estándares de la mediocridad.
Pero no todo es tentación y arrogancia. Existen testimonios de madurez en cada una de las tres generaciones. En efecto, la virtud de los fundadores, ya pasados los años, es la humildad de ver cómo la obra terminó superando su idea, cómo Dios aconteció y fue más allá de sus sueños e ilusiones, y cómo el crecimiento de la Institución también es un don inmerecido para ellos mismos. La virtud de los continuadores es la humildad de comprender que el orden y la disciplina que propusieron fueron secundarios y se posaron sobre grandes historias y valentías. La virtud de los que cosechan es la humildad que se refleja en el acto de recolectar con cuidado y con mimo frutos que tardaron años y se deben a esfuerzos y sudores previos.
Sólo desde la humildad cada uno se comprende correctamente en la historia de las instituciones educativas. La humildad nos precave de pensarnos dueños y poseedores; eficientes administradores; hábiles cortadores de listones.
Además de claridad, la humildad nos da libertad. Cuando uno se sabe no-dueño, uno tiene la libertad y confianza de entregar la estafeta; cuando uno se sabe depositario y heredero inmerecido, crece la responsabilidad y el agradecimiento. La humildad es la condición de todo diálogo, incluso más, es la condición de que unos festejos, como el quincuagésimo aniversario que estamos viviendo, sea vivido sanamente.
Termino con una idea potentísima de San Pablo: “Yo planté y Apolo regó, pero el que ha hecho crecer es Dios. Ni el que planta ni el que riega valen algo, sino Dios, que hace crecer” (1 Cor 3,6-7).