Como mis cuatro fieles y amables lectores saben, y saben bien, en estos días ha estallado una discusión muy intensa acerca de los nuevos libros de texto gratuitos para las escuelas de nuestro país. Como suele ocurrir con este tipo de discusiones, a muchos de los que participan en ella les falta el sustento del saber, mientras que a otros puede dominarles la pasión, en detrimento de los argumentos, es decir, de la razón.
Un libro de texto escolar es un producto impreso para la mano del alumno, que sirve para cumplir con el currículo de una materia en cuanto a objetivos y contenidos para el tipo de escuela al que esté destinado. Estos libros deben seguir los lineamientos fijados por los planes de estudios respectivos, que pueden diferir según el grupo de edad y el tipo de escuela. En algunos países, además del material impreso, los medios digitales también pueden ser considerados como “libros de texto”. Los libros escolares contienen el tema en una forma técnicamente correcta pero apropiada para la edad de los escolares y preparada didácticamente por equipos complejos y completos de especialistas. Esto generalmente significa una representación simplificada que presenta cuestiones científicamente aún controvertidas de acuerdo con la doctrina predominante.
Un libro de texto trata de acercar ciertos problemas y contenidos didácticos de una materia a la respectiva clase o nivel escolar. Dependiendo del tema, debe echarse mano de textos, imágenes, tablas y fórmulas, como pilares principales de la lección. Los conceptos básicos del contenido a menudo son especificados por una comisión de especialistas de las autoridades educativas.
Aquí hay que señalar un aspecto determinante, que por ningún motivo puede dejarse de lado cuando se estudian las políticas educativas: me refiero a la “forma de Estado”, es decir, a la estructura que sirve de base “arquitectónica” al país que estemos estudiando. Tenemos, en el mundo contemporáneo, básicamente dos formas de Estado predominantes: la federal y la unitaria o central. México pertenece teóricamente a la primera, junto a unos 24 países más, como Argentina, Brasil, Canadá o Australia; mientras que la inmensa mayoría de los países son unitarios, como Colombia, Chile, Francia o Italia. Esto es esencial porque la manera de organizar la educación es muy diferente en una nación unitaria y en una federal. En las primeras, los lineamientos para la educación en todo el país emanan del gobierno central, distribuyéndose de manera vertical, de arriba hacia abajo. Por el contrario, en los países federales suelen estar dichos lineamientos en manos de los estados miembros de la federación (llámense provincias, estados o estados federados), debido a que la cultura y la educación son considerados como elementos fundamentales de la identidad y de la autonomía de los estados que conforman a la federación. En los Estados federales, la “arquitectura” la conforman los estados miembros, como si fueran los ladrillos de la estructura estatal.
No obstante lo anterior, por cuestiones históricas, políticas y culturales que ahora no podemos discutir por el escaso espacio del que disponemos para pergeñar estas líneas, en México, un país orgullosamente federal, no son los estados miembros de la federación quienes tienen en sus manos las facultades para emitir los lineamientos técnicos y de contenido de la educación escolar, sino el gobierno federal. Es cierto que en todos los países federales hay tendencias centralizadoras más o menos fuertes, pero nuestro país es el único de los países federales democráticos del mundo en donde la educación es dirigida desde el ámbito federal y no desde el estadual (aquí debemos olvidar a Estados “federales” no democráticos, como Rusia y Venezuela). Así, los estados miembros de la federación en Alemania tienen más facultades en materia educativa que sus contrapartes en Austria, siendo que ambos países son federales. Pero, a su vez, los estados austriacos tienen más facultades que los estados mexicanos. Esto tenemos que tomarlo en consideración para poder llegar a algunas conclusiones, más adelante.
El otro aspecto esencial que debemos mencionar al hablar de las políticas educativas y de los libros de texto es el de la gratuidad y obligatoriedad de los mismos. En México, los gobiernos del régimen autoritario que estuvo vigente hasta finales del siglo XX hablaban con orgullo de los libros de texto gratuitos, pero no mencionaban el otro lado de la moneda: que eran obligatorios. Es decir, se tomaba (y se sigue tomando) como una gran conquista social y educativa el que el gobierno elabore, imprima y distribuya los libros que todos los escolares en México deben emplear en la escuela. Esta admiración, según mi pobre saber y entender, se debe en gran parte a que la gente en México ignora lo que ocurre en los países democráticos del mundo. Ni en Finlandia, ni en Inglaterra, ni en Alemania, ni en España o Francia (dejemos a los pobres daneses en paz, ya están muy manoseados por el Tlatoani de Palacio Nacional) veremos que los niños deban pagar por sus libros de texto escolares. Así que en este aspecto no hay diferencia: también allá son gratuitos.
¿En dónde está, entonces, la diferencia? ¿Por qué allá no se pelean por los contenidos ni por la calidad de los materiales? Porque no son obligatorios… En las democracias de a de veras, hay casas editoriales que se especializan en la elaboración de libros para los escolares; en el proceso de elaboración se guían por los lineamientos emanados de las autoridades escolares respectivas: en Alemania, son las autoridades educativas de cada estado federado las encargadas; en Austria, es el ministerio federal de educación, y así, en cada país es diferente. Así que, en primer lugar, hay una sana competencia en la elaboración de los materiales escolares; en segundo lugar, hay una amplia paleta de opciones que las autoridades escolares –con la participación de escuelas, maestros, especialistas y padres de familia- pueden escoger para ser herramientas en manos de los niños; en tercer lugar, esos libros son gratuitos; en cuarto lugar, son elaborados siguiendo criterios pedagógicos, quedando lejos de la influencia perniciosa de los políticos y caudillos.
Así tenemos, digamos para concluir, que la actual discusión acerca de los contenidos y de los errores en los libros de texto perpetrados por Marx Arriaga y sus achichincles debería centrar sus objetivos en esos dos pecados de origen de los libros de texto mexicanos: aunque en muchas ocasiones han sido elaborados por personajes de gran altura pedagógica y cultural, han sido utilizados como una herramienta para infundir en los niños una especial visión de las cosas y de la historia de México, no nada más por la cuatroté, sino de acuerdo al gobierno en turno; y, además, son producto de un Estado “federal” que organiza su política educativa desde el centro, y que, además, se encarga de todo, particularmente de elaborar, imprimir y distribuir los libros, haciéndolos obligatorios. Estamos, por lo tanto, padeciendo las consecuencias de haber tenido políticas educativas centralizadas y autoritarias durante décadas, aunque ahora parece que al gobierno federal se le pasó la mano. Bien dicen que hay que ser cochino, pero no tan trompudo.