Los símbolos y los mitos en la historia: el caso de los “Niños Héroes”
21/09/2023
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Profesor Investigador Escuela de Relaciones Internacionales

Cada año, al iniciar la temporada de chiles en nogada, se escuchan en Puebla las mismas discusiones, algunas con carácter dogmático y pontifical, sobre los mismos temas: ¿cuál es la “receta original” de los chiles? ¿Se capean o no? ¿Se vale que los ingredientes no vengan de Calpan? ¿Quiénes los “inventaron”? Lo mismo pasa cuando se acerca el 13 de septiembre, fecha en la que se conmemora la batalla del Castillo de Chapultepec, llegando muchos “opinólogos” al extremo de poner en duda la existencia misma de los “Niños Héroes” y agregando siempre las mismas preguntas cada año, tales como: ¿en verdad eran niños? ¿estaban borrachos el día de la batalla? ¿estaban encerrados por mala conducta? Y así, entre otras barbaridades… 

No vamos a meternos ahora en pormenores historiográficos, sino que trataremos de reflexionar sobre la importancia que los símbolos y mitos tienen en la historia de los pueblos, para tratar de entender qué podemos aprender de lo que ocurrió con estos personajes, que incluso, en el imaginario colectivo, han opacado a otras personas que también dieron su vida en ese día aciago para la historia del joven y muy dividido país.

El ser humano es, sin lugar a dudas, un ser de símbolos. ¿Y cómo explicar qué es un símbolo? Muchos elementos que nosotros actualmente definimos como simbólicos fueron en un principio expresiones entendibles de una realidad: el sol no era símbolo de la luz divina, sino el dios mismo; la serpiente no era símbolo del mal, sino mala por sí misma; el color rojo no simbolizaba la vida, sino que era, él mismo, fuerza de vida. Por lo tanto, los límites entre el imaginario mágico o mítico y el pensamiento simbólico no son fáciles de trazar.

Otra característica del símbolo es su ambigüedad, pues puede tener diferentes significados de acuerdo, sobre todo, al contexto en el que lo encontremos. Así, en ciertas culturas, el dragón es símbolo del mal, mientras que en otras será lo contrario. Lo mismo pasa con animales “reales”, como el buey o el conejo. El término “símbolo” (del griego antiguo sýmbolon, “marca de identificación”) se usa generalmente para significantes (signos, palabras, objetos, procesos, etc.) que describen una idea de algo que no necesita estar presente. La idea a la que se refiere específicamente la palabra "símbolo" se define con mayor precisión y, a veces, de forma muy diferente, según los campos de aplicación y el contexto cultural en el que se origine o se aplique.

La palabra griega original se remite a su vez al verbo symbállein, que significa reunir o comparar. El símbolo era un elemento de identificación con el que dos partes o personas (invitados, socios contractuales) querían reconocerse entre sí o a los representantes de la otra parte. Para ello, se partía en dos partes un objeto de hueso o arcilla y cada uno de los dos socios recibía un fragmento. Cuando se volvieran a encontrar, se podría comprobar la legitimidad de los implicados reuniendo las partes adecuadamente. Esto dio origen a los significados “placa”, “prueba”, “contrato”, “identificación”, “contraseña”, “código”. Es decir, el símbolo une, mientras que la palabra, también griega, “diábolos”, se refiere al que lanza algo (por ejemplo, mentiras) entre las personas, al que divide o separa, al que crea odios o enojo.

Particularmente importante para la historia de las palabras fue el comienzo del tratado aristotélico De interpretatione (parte del Organon), donde se define la escritura como el “símbolo” del lenguaje hablado y “lo que se ha convertido en lenguaje”, como el “símbolo” de los “procesos del alma”.

Las personas necesitamos símbolos que nos unan a un pensamiento colectivo, que creen identidad común, que nos relacionen con algo valioso, que hagan que nos sintamos orgullosos de algo o que encontremos consuelo en la desgracia. Es por eso que los pueblos, a lo largo de su historia, crean símbolos con estos fines: la fundación legendaria de Roma por parte de Rómulo y Remo, que los romanos situaban en el año que hoy señalamos como el 753 a.C., unía a los romanos con un fenómeno extraordinario: dos niños, quienes habían sido alimentados de manera maravillosa por una loba, y que eran descendientes del legendario héroe Eneas, fueron quienes fundaron esa ciudad. Es decir: una ciudad extraordinaria fue fundada de manera extraordinaria. Estaba, por lo tanto, llamada a tener un destino fuera de lo común; no era como cualquier otra ciudad, sino que fue llamada a la grandeza desde su misma fundación.

La relación establecida en la Edad Media entre el llamado “Canto Gregoriano” con el gran papa Gregorio nos remite a un fenómeno similar: algo tan valioso como este repertorio litúrgico no podía haber sido desarrollado por anónimos cantores; debía tener como origen a algo o a alguien de gran calado. Y ese fue, por diversas circunstancias, el papa Gregorio Magno, fallecido en el año 604, es decir, casi dos siglos antes del surgimiento del que hoy seguimos llamando “Canto Gregoriano”, a pesar de que todo indica que esa relación tan directa entre creador y criatura no existe. Sin embargo, al igual que en el caso de la fundación de Roma, la leyenda y la carga simbólica pesan más, mucho más, que la realidad histórica.

Tan es así, que, por ejemplo, los escoceses creen firmemente que sus antepasados andaban por allí desde tiempos inmemoriales vestidos con falditas plisadas. Lamentablemente para ellos y sus creencias, leyendas y películas, el kilt (plisado o no) data del siglo XVIII. Lo peor del caso –espero que ningún escocés que sepa español esté leyendo esta columna- es que parece que el kilt fue inventado por un inglés, Thomas Rawlinson, alrededor de 1727, popularizándose entre las clases pobres. Tontamente, el Parlamento inglés prohibió el kilt en 1745. Mis cuatro fieles y amables lectores lo saben: basta con que alguien nos prohíba algo para que deseemos probarlo. Lo prohibido es más atractivo y sabroso. El kilt, de la noche a la mañana, se convirtió en un atuendo reverenciado, herencia de los antepasados, prenda del orgullo escocés, símbolo de la grandeza escocesa (yo hubiera preferido el whisky) y de la resistencia nacional frente a los arrogantes ingleses. Y ahora también se lo pusieron los ricos. Y, ya entrados en gastos, diremos que tampoco la gaita –otro símbolo nacional escocés- es tan antigua como afirman, pero ya mejor aquí dejamos en paz a los escoceses, no vayamos a provocar un diferendo diplomático.

Lo que queremos decir con todo lo anterior es que las naciones y los pueblos necesitan símbolos y mitos en los que basar su identidad o que les ayuden a encontrar elementos que definan su carácter peculiar. La historia de los llamados “Niños Héroes” cumplieron con estos propósitos. Veamos por qué. 

La invasión estadounidense de 1846 a 1847 se encontró con un país profundamente dividido; tan es así, que la mayoría de los entonces 19 estados que conformaban el Estado mexicano poco o nada hicieron para enviar hombres, parque y dinero para detener al yanqui invasor. Los pleitos entre los jefes militares dificultaron la defensa y, a pesar de que el ejército nacional contaba con más hombres que el del país del norte, no siempre fue dirigido con inteligencia y recursos suficientes, por lo que los gringos avanzaron implacablemente desde el norte y desde Veracruz hacia la capital.

Los cadetes del Colegio Militar –tanto los seis que fallecieron como los que no, por ejemplo, Miguel Miramón, quien resultó herido y hecho prisionero- representaron en ese momento exactamente lo contrario: no obedecieron la orden de retirarse, no se rindieron, formaron una última línea de defensa y lucharon hasta más allá que el último cartucho, pues demostraron ser sumamente hábiles en la lucha a bayoneta calada. Es decir, actuaron como la inmensa mayoría de sus compatriotas no actuó. Su muerte se convirtió en un símbolo de la resistencia que el país, en general, no prestó contra el ejército invasor.

La necesidad de enriquecer los hechos históricos, tanto para fines políticos como con el objetivo de satisfacer la curiosidad del imaginario colectivo- hizo el resto: que si los restos humanos hallados tiempo después eran de los niños, que si uno de ellos se arrojó envuelto en la bandera (lo más seguro es que haya tratado de ocultarla del enemigo, pero fue alcanzado por una bala y cayó de un muro, no de la torre), que todos eran menores de edad, etc.  

Curiosamente, la hazaña de estos jóvenes fue posible, indirectamente, debido a la ya proverbial torpeza estratégica de Antonio López de Santa Anna, pues creyó que los gringos atacarían por otro lado y que no se interesarían en el cerro de Chapultepec. Cualquier estratega de medio pelo se interesa por conquistar alturas, que den ventaja de fuego y de otro tipo sobre el enemigo.

Así que lo importante en la historia de estos jóvenes cadetes es su conducta, que después sirvió como un consuelo para un país que perdió más de la mitad de su territorio, víctima, por un lado, de una invasión artera, pero también presa de una profunda división interna, explicable quizá porque se trataba de un país en nacimiento, que luchaba por constituirse en un Estado, pero que parece que aún no lograba volverse una nación. Tampoco estaría mal que volviésemos los ojos a otros personajes que también lucharon heroicamente contra estos invasores, como el coronel Lucas Balderas, el coronel Santiago Xicoténcatl o el sacerdote español Celedonio Domeco de Jarauta. ¿Quién nos habla de ellos en la escuela?