One more light. Samantha, el dolor y la tarea por hacer
04/12/2023
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

Es octubre de 2017. La icónica banda de rock electrónico, Linkin Park, lanzaba el sencillo One more light. El sencillo llegaría a la radio después de la muerte de su vocalista, Chester Bennington, quien se quitaría la vida en junio de ese año, apenas un mes después del suicidio de su amigo, Chris Cornell, vocalista de Audioslave.

 

Should've stayed, were there signs I ignored?

Can I help you not to hurt anymore?

We saw brilliance when the world was asleep

There are things that we can have, but can't keep

 

¿Cómo se mira al dolor? ¿Qué artilugio nos abre las puertas del otro revelándolo como sufriente, como quien sangra, llora y se duele en un silencio que lastima en sí mismo? ¿Cuántos estudiantes pasan frente a nuestros ojos en desquiciante variedad, sin que a veces seamos capaces de fijar la mirada en alguno y tratar de producir un encuentro? ¿Cómo enjugar lágrimas que nunca caen, cómo sanar heridas que se esconden bajo la piel, qué carajo hacer con una hemorragia asintomática? Detrás del velo de la cotidianidad se verifica la mentira que jugamos todos, esa sonrisa obligada por una sociedad que casi nos suplica callar pues, ¿quién puede tener tiempo para escuchar otro lloriqueo, quién posee el temple y salud mental para sentarse a escuchar al otro y sus problemas? La sociedad corre demasiado rápido, es un tren bala que, como todo milagro tecnológico, avanza a una velocidad antinatural, dejando de lado, como sobrantes, a tantos y tantas que no logran acostumbrarse al vértigo que produce tan demoniaca artificialidad.

Y, sin embargo, no podemos verlo todo. En el milagro de lo humano está dado también la condena de la contingencia, la limitación, la tremenda debilidad de la molécula humana y sus descalabros. Nadie lo ve todo sino Aquel que es todo en todos (1 Cor 15:28). La existencia se antoja desesperante cuando caemos en cuenta de la propia miseria: ¿Qué burda arrogancia puede acercarnos a la idea de que cualquiera de nosotros puede algo? ¿De qué poder presumimos los escarabajos humanos, esos que apenas acertamos a empujar una bola de estiércol que nos recuerda nuestra condición de pura insuficiencia, puro conjuro de pequeñez?

 

Who cares if one more light goes out?

In the sky of a million stars

It flickers, flickers

Who cares when someone's time runs out?

If a moment is all we are

Or quicker, quicker

Who cares if one more light goes out?

Well, I do

 

“En el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”, dice Juan de la Cruz. En unas cuantas palabras, el gran místico tiende una mano fraterna. Las lágrimas que corren en nuestro rostro, agobiado y avergonzado por no haber visto el secreto llanto del otro—de esa otra, , Samantha, que te nos adelantaste—humedecen el hombro donde recostamos la frente cansada de sueño y dolor. No nos ha sido dado ver todo el dolor, ni penetrar la piel del otro para escudriñar su íntimo sufrir, ni leer mentes ni robar corazones ni escrutar espíritus ni desordenar memorias. El otro es un misterio y, como tal, un otro que me interpela, en cuya presencia soy yo mismo puesto en cuestión actualizando esa paradoja del yo que describe Agustín: Quid tam tuum quam tu, quid tam non tuum quam tu, ¿qué te pertenece más que tu propio ser, y qué te pertenece menos que tu propio ser?

Por eso mismo puede proponer Francisco en Fratelli tutti: “ya no digo que tengo ‘prójimos’ a quienes debo ayudar, sino que me siento llamado a volverme yo un prójimo de los otros”. La paradoja de la yoidad, el ser-sí-mismo que es al mismo tiempo ser-con-los-demás en una tensión insuperable, endereza el dilema del dolor de quien sabe que muchas veces, quizá la mayoría de las veces, llegará tarde, y que, no obstante, no deja de querer ser-con el otro, tener un encuentro por el que tu horizonte se convierta en mi horizonte, convirtiendo a un “él” o “ella” indistinto en un que, dice Buber, llena el horizonte, saturando mi vida con los colores que de esa persona tomé. ¿Qué, sino la imposible misión del cuidado del otro, del otro que se vuelve tú, será la misión de la persona en el mundo? Es decir, I do cuando otros preguntan Who cares? En el océano impersonal de individuos sin rostros, la tarea del cristiano es ese acercamiento que pone rostro, que personaliza al tú, produciendo un encuentro. Un encuentro que, sin lugar a dudas, puede salvar una vida.

 

The reminders pull the floor from your feet

In the kitchen, one more chair than you need, oh

And you’re angry, and you should be, it’s not fair

Just ‘cause you can’t see it doesn't mean it isn’t there

 

Nada de triunfalismos. Y nada de derrotismos también. No somos los salvadores del mundo, nadie lo es. En efecto, el mundo es, por su propia naturaleza insalvable si entendemos el término dentro del universo de la hechura humana. El mundo será mundo—o, en clave cristiana, un valle de lágrimas—mientras sea mundo, esto es, mientras los seres humanos sigamos respirando. No existe la salvación, si por ella entendemos un mundo sin dolor. No existe la redención, si por ella entendemos la posibilidad de una expiación que viene de dentro. La salvación y la redención no sólo vienen de “afuera” sino que, en última instancia, postulan como destino algo extramundano, algo metafísico, un trascender en el que el yo se vuelve completo vía el paradójico abandono de sí mismo, pues “el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mt 16:25).

Sería derrotista pensar que nada podemos hacer, pero sería brutalmente arrogante pensar que hemos hecho suficiente. Digámoslo con claridad: no hemos hecho suficiente. Y en ello llevamos culpa. No es, insistamos, la vocación de salvadores la que nos acusa aquí, sino la de prójimos que en ocasiones volteamos la mirada. Si bien el otro es un misterio, lo es siempre también en clave de apertura: el otro es un misterio que me llama, que me busca para iniciar una relación. ¡Y qué lugar más claramente dispuesto a esta relación que la universidad!, sitio que ayunta profesores y estudiantes en pos de una verdad que, inalcanzable siempre, apunta ineluctablemente a Aquel que es la Verdad (Jn 14:6).

No hemos hecho suficiente. Hemos claudicado a veces, enterrados en una montaña de papel, formatos y burocracias sin sentido alguno, procesos que cobran sentido solamente cuando son para el estudiante. Hemos sido frívolos y condescendientes, flojos e indolentes ante el dolor de nuestros estudiantes, cuya rebeldía deja entrever heridas que, si bien no causamos, estamos invitados a curar. Lancemos, pues, un grito de protesta, la exigencia de mirar al estudiante desde su fragilidad, desde su dolor, desde esa miseria que es la de todos, esa insignificancia que a todos nos aterra, desde ese sabernos frágiles al extremo y tener que vivir como si la vida nos estuviera garantizada; escuchemos a una comunidad que grita y llora y se revuelve en medio de un cambio de época que se duele de dolores de parto; miremos al que llora no como a un perdedor o un mediocre sino, con Ratzinger, como una “auténtica parusía de Cristo” que nos interpela.

           

            Who cares if one more light goes out?

Well, I do

           

Samantha es un nombre, una persona. No la conocí y, sin embargo, su partida horada mi espíritu con vehemencia. Porque ella se volvió un de la manera más violenta posible, a saber, en forma de protesta ahogada, de conmoción que satura la cabeza, invitándola a explotar. En ella convive la individualidad y la figuración: ella es, también, una comunidad que sufre, un país que mana sangre día a día, un mundo que ha perdido todo sentido y que hoy se debate entre perderse en la fantasía de sustancias que nos saquen de este mundo y la violencia, la rabia, la desesperación y la anomia. Samantha es recuerdo a la vez que recordatorio; es tragedia que reclama una expiación; es la verdad de un mundo que ha perdido el corazón, la amarga constatación de que seguimos perdidos sin manos que nos encuentren. Samantha fue una politóloga, aunque solamente unos meses. Nosotros seguimos aquí y, aunque dolidos, macerados por el recuerdo permanente de una más que se nos fue, no podemos sino voltear a una comunidad que sigue lanzando gritos ahogados, exigiendo de nosotros volvernos prójimo, tomar la cruz que lo aplasta y ayudarle a cargarla.