Dignidad
01/02/2024
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

La dignidad, en su sentido cristiano, implica la igual estima, valor y respeto de todos y cada uno de los seres humanos en tanto que hijos de Dios redimidos por la sangre de su Hijo. Soy digno, pues, >en tanto que una chispa divina habita en mí. En el siglo XX, confrontados con los errores de la Segunda Guerra Mundial, la aplastante mayoría de países aprobaron la declaración de derechos humanos que hasta la fecha constituye el momento más importante de la política global. El Preámbulo del documento fija esta dignidad en la pertenencia a la familia humana, que nos hermana y establece límites fuera de los cuales cualquier convivencia auténticamente humana se vuelve imposible. En esta transición, la idea de dignidad fue universalizada por un proceso secularizador, pero mantuvo no obstante el germen cristiano en la idea de persona que, contrario al concepto de “individuo” moderno, es también de hechura cristiana y complementa este último con la noción de un ser ontológicamente incompleto que necesita al otro, al “tú” para ser auténtica e íntegramente.

Hoy, como ayer, el respeto de la dignidad sigue siendo una tarea pendiente: racismos, clasismos, machismos, abuso de menores, desprecio a los viejos, discriminaciones por motivos de credo, preferencia o ideología, hoy nuestro mundo aparece un poco más violento incluso que el que recibimos quienes nacimos en las últimas décadas del siglo pasado. Si bien hay una conciencia mayor y más profunda sobre la importancia de respetar al yo, este mismo yo ha sido transformado por una cultura consumista en la enésima iteración del modelo homo economicus en su versión fast fashion. El yo reducido al nivel de consumidor opera bajo la gozosa angustia que supone endeudarse en Black Friday y otras ceremonias hedonistas: comprar por comprar, comprar para dejar de sentir, para dejar de sufrir, comprar como condena y redención, comprar como droga y aniquilación. La reducción economicista ha implicado, asimismo, la des-politización de las sociedades lo mismo que su progresiva des-culturización. Hay tiempo para comprar, pero no para pensar, o participar, o criticar. Las redes sociales cierran la pinza con logaritmos que saturan a Narciso de aquello que más le gusta, protegiéndolo de toda idea que le cause molestia, dolor o repulsa. Nace así la cultura de cancelación como correlato necesario de una sociedad agonizante, una república de necios. 

¿Qué hacer en esta compleja situación? La dignidad supone ver al otro, siempre y en todo momento, como un fin en sí mismo y nunca como un medio. Esto significa criticar a toda relación donde una de las partes cosifica al otro—ya sea una relación afectiva, erótica o incluso económica o política—rebajándolo al nivel de mera herramienta: es un cuerpo desnudo sin nombre ni sentimientos, el trabajador como mercancía, el amigo como facilitador, el otro como pila desechable. La dignidad implica reconocer que los que nacimos en el privilegio tenemos una responsabilidad hacia el otro—que dar limosna no nos hace buenos, sino que supone apenas el comienzo de una actitud honesta. La dignidad implica ver al otro como un igual—sea este un homosexual, una mujer, un anciano, una prostituta, un menor de edad, un indígena. Implica un comprometido por el otro que sufre, que llora, que está solo, prisionero o que tiene hambre. La dignidad exige ver en el extranjero a un interlocutor cuya cultura lleva la promesa de enriquecerme; exige recibir al migrante no como carga sino como oportunidad para la acogida; la dignidad empieza cuando uno acepta el llamado de volverse uno mismo prójimo del otro antes que simplemente esperar a que alguien se me acerque y, una vez producido este encuentro, supone una actitud de encuentro, receptividad respetuosa y gozo por la comunidad recientemente formada. Si no empezamos por el respeto más esencial, más primario, todo proyecto político, económico, social o religioso está condenado al fracaso. Porque sólo en una comunidad donde cada uno tiene un espacio donde se le respeta, se le escucha y se le quiere, es posible ir a la construcción de bienes comunes que garanticen una existencia social vivida en paz, igualdad y libertad.