El horizonte y el temple
07/02/2024
Autor: Dr. Jorge Medina Delgadillo
Cargo: Vicerrector de Investigación

Las edificaciones antiguas solían inscribir apotegmas en sus pórticos o en sus muros, el ejemplo clásico es el dintel del oráculo de Delfos, que tenía inscrita la frase: “conócete a ti mismo”. Hasta Dante, en La Divina Comedia, imaginó en las puertas del infierno una inscripción: “abandonad toda esperanza quienes aquí entráis”.

Los apotegmas, aforismos o máximas son como la quintaesencia de una cultura, de una cosmovisión, de una espiritualidad. Pensemos en los distintos escudos de las congregaciones religiosas donde aparecen algunas divisas que capturan los rasgos esenciales de su movimiento.

La UPAEP también expresa su identidad a través de máximas. Hoy quiero dedicar la columna a dos de ellas. Una es el lema: “La cultura al servicio del Pueblo”, que todos conocemos, hemos leído y escuchado. La otra máxima se encuentra inscrita en el cuarto piso del Edificio de Posgrados, y es de Don Manuel Rodríguez Concha, quien fuera el Presidente del Patronato Fundador de la UPAEP. La frase es la siguiente: “La congruencia tiene un precio y hay que estar dispuesto a pagarlo”.

La concepción de “cultura” que aparece en nuestro Ideario (nn. 31-36) es muy apropiada y atinada. Por una parte, tiene una acepción que equivale a formación, y no cualquiera, sino la integral e integradora. Cultura es cultivo de todas nuestras potencialidades: crecimiento en aspectos físicos, intelectuales, espirituales, estéticos, etc. La persona culta es la que nunca deja de cultivarse, la que tiene hambre de aprender y de crecer. La otra acepción equivale a patrimonio, es decir, al rico y enorme legado que cientos de generaciones pasadas nos han transmitido en todos los ámbitos: jurídico, lingüístico, artístico, científico, arquitectónico, axiológico, religioso, etc. En este sentido, la persona culta es la que valora, acoge y asimila lo mejor de las manifestaciones del espíritu humano que le han sido legadas y, a su vez, enriquece o purifica y transmite a las siguientes generaciones.

Pues bien, ambas acepciones son las que la UPAEP se propone poner al servicio del pueblo. ¿Cómo lo hace? Imaginemos que viéramos a 30 mil pies de altura todo nuestro quehacer: programas de bachillerato, licenciatura, posgrado, cursos de educación continua, certificaciones e insignias, acompañamiento y tutoría, prácticas profesionales, artículos en revistas científicas de prestigio, proyectos de investigación, actividades deportivas y artísticas, y un enorme esfuerzo de gestión y administración. Vayamos alejando la mirada, tal cual, como si el avión se fuese elevando y lo que antes nos parecía nítido y preciso, ahora se convierte en un conjunto indistinguible de realidades que se agrupan y coinciden en lo esencial. ¿Qué es lo que en el fondo hacemos a través de tantas actividades? ¿En qué coinciden todos nuestros afanes? ¿Cómo se sintetiza la actividad de toda la UPAEP? Hacemos cultura (en ambas acepciones antes descritas).

 ¿Y para quién? ¿Quién es el destinatario de nuestros afanes? El pueblo. Respecto al término ‘pueblo’, me gusta que la Universidad haya arrebatado el presunto monopolio hermenéutico que de esa realidad hacía el marxismo, y le haya devuelto la pluralidad original de significados: pueblo es la comunidad que habita un territorio y también una historia; pueblo es la comunión de sangre y de ideales; pueblo es la población más vulnerable; pueblo es la humanidad que es próxima entre sí (los prójimos); pueblo de Dios es la Iglesia; pueblo somos todos.

“La cultura al servicio del pueblo”. Aquí está el horizonte. ¡Vaya pretensión! Pretensión que sólo se comprende desde la confianza filial en Nuestro Señor y desde la magnanimidad. Esa mezcla de confianza y de valentía, de fiarse de la Providencia y de espíritu de lucha forjaron un temple. Así como las espadas se forjan entre el martilleo que enciende al rojo vivo el metal y las piletas de agua fría donde se sumergen, para que así adquieran su dureza óptima; así también en esas dos aguas (el abandono confiado en la Providencia divina y el arrojo de quienes aman apasionadamente una causa) se forjó el espíritu UPAEP. En efecto, dedicar la vida a disponer “La cultura al servicio del pueblo” implica que la comunidad forje un carácter adecuado a tal empresa.

Aquí entra en escena la segunda máxima: “La congruencia tiene un precio y hay que estar dispuesto a pagarlo”. Pensemos lo siguiente: si ponemos la verdadera “cultura” al servicio del pueblo (no las pseudoculturas ni las ideologías en boga), entonces habremos de asumir unos “irrenunciables”. Cultivar el espíritu de nuestros estudiantes, cultivar su dimensión estética, cultivarlos en la historia, cultivar en ellos la ciencia y el pensamiento crítico, cultivar las virtudes lo mismo que cultivar su amor por México, exige tomar postura. ¡Cultivar también implica arrancar ortigas y cardos! El relativista nunca se moja las manos, nunca se toma demasiado en serio la vida de los demás, por eso nunca librará una defensa digna por las personas ni por los ideales.

Pretender el horizonte que nos trazamos sin estar dispuestos a vivir en congruencia, es algo impensable, inviable, insoportable e irresponsable. Ser congruente no significa ser violentos o altivos, tampoco ser soberbios y cerrados. Ser congruente significa testimoniar alegre y decididamente las convicciones más hondas. En nuestro caso, las convicciones no son otras sino las del humanismo cristiano. ¿Ese testimonio tiene riesgos? Sí; y más en este tiempo. ¿Y tiene costos? Sí. Justo es lo que apuntaba Don Manuel Rodríguez Concha: si entramos aquí es porque estamos dispuestos a pagar un precio. El precio que nos pide la UPAEP se llama “congruencia”.

Hay que estar dispuesto a pagar el precio de la congruencia al entrar al aula, al escribir un libro, al entrar a una junta de academia, al defender una causa, al votar una idea, al negar un favor… Se nos pide que plantemos cara ante la injusticia; se nos pide que no nos amedrentemos ante los poderes fácticos; se nos pide que, no por quedar bien con todos, renunciemos a nuestros valores; se nos pide que amemos apasionadamente la verdad, aunque eso nos haga parecer aburridos, anticuados o ridículos.

Porque solamente las personas que están dispuestas a pagar ese altísimo precio, son las que en realidad forjan en sus almas y en las de los demás el carácter necesario para transformar la realidad.