Hace unos días tuvo lugar la jornada electoral en los Estados Unidos. Ante los resultados que arrojó el conteo de votos, podemos ahora, lamentablemente, constatar lo que temíamos: el regreso de Donald Trump es el reto más formidable para la democracia actual y el peligro más grande al que se enfrenta el orden liberal. Dos países serán los más afectados: México y Ucrania. Sobre ello hablaremos en otra ocasión. Ahora trataremos de explicarnos por qué los electores, en el mundo entero, parecen estar inclinándose por elegir a líderes y regímenes autocráticos, sean populistas o no.
Revisando el caso estadounidense, se nos había dicho, por parte de las múltiples casas encuestadoras, que la carrera por la presidencia era sumamente cerrada, por lo que la primera sorpresa fue que Donald Trump haya ganado por una amplia diferencia. La segunda sorpresa fue que los republicanos se hicieron con la mayoría en ambas cámaras, es decir, también tendrán el control del congreso. Y la tercera sorpresa fue enterarse de qué grupos sociales le dieron la victoria a Trump.
En efecto: Kamala Harris lo apostó todo en su corta campaña por obtener el voto mayoritario de las mujeres, en primer lugar, y de las personas -hombres y mujeres- que estuvieran a favor de la despenalización del aborto, en segundo lugar. Sin embargo, por alguna razón, la campaña de los demócratas no les alcanzó para acumular los votos suficientes en ninguno de ambos grupos. Tradicionalmente, la mayoría de las mujeres blancas en EUA dan su voto a los demócratas; los hombres blancos, a los republicanos. En esta ocasión, si bien el 54% de las mujeres le fueron fieles a Harris, Trump sacó mejores resultados electorales entre las votantes femeninas que hace cuatro años. Esto quiere decir que, en las elecciones de 2020, Biden obtuvo más votos de mujeres que los que obtuvo Harris en 2024. Esta observación se vuelve más inquietante si recordamos que Trump ha enfrentado procesos judiciales por abuso contra mujeres y que se expresa con desprecio de ellas, a quienes ve solamente como objetos. No tiene empacho en mostrarse como un personaje brutalmente misógino y machista, mentiroso y violento. Pero obtuvo casi 73 millones de votos…
Sorprende de igual forma que casi una tercera parte de los votantes que apoyan las medidas para despenalizar el aborto le dieron su voto a Trump, quien se ha manifestado en contra. Lo curioso aquí es que, si bien el tema del aborto jugó un papel importantísimo en la campaña presidencial, no fue tan determinante para los electores: solamente un 14% de ellos afirmó que este fue un tema decisivo. Por el contrario, el 31% de los electores mencionaron a la economía como el punto crucial. La culpa de la mala situación económica se la achacan a Biden, y si recordamos que Harris defendió con energía la política económica del aún presidente, nos daremos cuenta de una razón más del rechazo de muchos electores, que acabaron dándole su voto al candidato republicano.
El grupo social en el que Trump aumentó de manera más significativa su apoyo en comparación con la campaña de hace cuatro años fue el de las personas de género masculino con raíces latinoamericanas: 18% más. Estas personas le dieron a Biden su voto mayoritario en 2020, pero ahora se lo concedieron a Trump. Entre las mujeres latinas, ciertamente, ganó Harris (61%), pero en menor cuantía que lo que obtuvo Biden, quien tuvo una campaña muy exitosa en este grupo social (mujeres y hombres) en “estados péndulo” como Pennsylvania, Carolina del Norte y Nevada. Según algunos medios, este cambio en las preferencias electorales hay que remitirlo a la insatisfactoria situación económica de amplios grupos de votantes con raíces latinoamericanas.
Como ya es tradicional, la población blanca votó mayoritariamente por Trump. Entre la población afroamericana, Harris obtuvo el 86% del voto de los hombres y arriba del 90% del de las mujeres. En cuanto al rango de edades, hay más sorpresas: Trump, de 78 años de edad, tuvo gran éxito entre los votantes de 18 a 29 años, que conforman el grupo de electores por edad en el que más creció la preferencia por el candidato republicano. En el grupo de 30 a 45 años hay mayoría demócrata, y en los votantes de más de 45 son pocas las diferencias entre los simpatizantes de ambos bandos. Por el contrario, como era de esperarse, el voto demócrata fue más fuerte en las grandes ciudades, mientras que en las ciudades más pequeñas y en el medio rural prevaleció el voto republicano. Tampoco sorprendió el tema de la educación de los electores: aquellos con grado universitario votaron en su mayoría por los demócratas; los que carecen de él se decidieron en su mayor parte por el partido republicano.
Ante este panorama, nos preguntamos entonces: ¿qué hace que estas personas hayan votado por un personaje como Donald Trump? ¿Por qué hubo tantísimas mujeres que votaron por un misógino? ¿Por qué los latinos han depositado su confianza en un personaje que los insulta y zahiere? ¿Por qué en el mundo aumentan los casos de populistas o autócratas que ganan elecciones? ¿Qué debemos hacer quienes tenemos una convicción democrática para combatir al populismo, una forma de gobernar que no es compatible con la democracia ni con sus valores?
El psicólogo social alemán Jasper Neerdaels ha ido tras las respuestas a estas interrogantes, investigando las razones que impulsan a los electores a darles su confianza a líderes populistas y autócratas que, una vez instalados en el poder, proceden a desmontar las estructuras democráticas del sistema político, como está ocurriendo en México, en donde ya sucumbió la república constitucional. Neerdaels ha encontrado en sus estudios que muchos de estos votantes se sienten desplazados e ignorados por la sociedad, por lo que pierden su confianza en la democracia. Sin embargo, aún hay pocas investigaciones de la psicología social al respecto; en todo caso, parece haber una conexión entre pobreza y autoritarismo: el apoyo a los autócratas parece obedecer a un anhelo por la unidad, la igualdad y la pertenencia a un grupo, así como un rechazo a todo aquello que nos parezca extraño, ajeno y distinto. Los estudios hasta ahora señalan que este anhelo por la unidad se desata a partir de amenazas percibidas. Aquí es donde entra en acción la pobreza, pues es una de las mayores amenazas de nuestro tiempo, ya que significa falta de poder y exclusión social, por lo que desencadena una especie de vergüenza: quien es pobre, no puede participar en muchos aspectos de la vida social y se despierta la percepción de que no se pueden cumplir con las expectativas sociales. Esto, en una sociedad tan materialista y mercantilizada, que descansa en una competencia muchas veces brutal, nos lleva a desear la protección de un grupo; al final, es el liderazgo de una persona autocrática el que puede aparentemente satisfacer esta esperanza.
Este anhelo por la pertenencia aumenta la disposición de someterse a un grupo o de seguir a un líder fuerte, pues hay un deseo de fortaleza, precisamente cuando la sensación propia es de debilidad y pequeñez. Los psicólogos sociales encuentran que, aunque suene paradójico, se asocia a la fortaleza la capacidad del líder de imponerse a las instituciones democráticas o de doblegar las normas establecidas. El autócrata se aprovecha de esto y fortalece el deseo de pertenencia, así que ahora son los otros -los de las elites, o quienes piensan diferente- los que están fuera, por lo que uno mismo ya está dentro de un grupo, y aún más: dentro del grupo de “los buenos”.
Pero podríamos argüir que también hay votantes que no se sienten aislados y marginados y, sin embargo, eligen a un candidato autócrata o populista. Para explicar esto, Neerdaels habla del miedo a perder la actual posición social; en algunos países, muchos votantes blancos experimentan el miedo de perder su posición social en manos de los inmigrantes. Es decir, que pueden ser personas en una posición social cómoda, pero que por alguna razón tienen miedo de que la situación pueda empeorar e incluso revertirse. En Estados Unidos, se ha encontrado que muchos ciudadanos blancos se sienten amenazados por otros grupos sociales que por ahora tienen menor jerarquía, por lo que experimentan el temor de acabar deslizándose hacia abajo en el orden social y perder su reconocimiento. Esto despierta en muchos no solamente miedo, sino vergüenza: vergüenza de ser cada vez menos.
Lo curioso es que, generalmente, las medidas llevadas a cabo por líderes populistas que llegan al poder pocas veces logran una mejoría en el bienestar de estas personas (pensemos en los 30 millones de personas que en México ya no tienen acceso a los servicios de salud y en la terrible inseguridad que nos lastima), y, sin embargo, siguen dándoles su voto. ¿Por qué? La explicación está, probablemente y al menos en parte, en la retórica, pues recordemos que el populista gobierna con la lengua: por eso habla de la esperanza en un futuro mejor y de que otros tienen la culpa de los males actuales: las elites explotadoras y rapaces, llámense “la mafia del poder”, “los conservadores”, “el pantano de Washington”, “la Unión Europea”, “el imperialismo yanqui” o lo que sea.
Así que los políticos con espíritu democrático y, en general, nosotros los demócratas, debemos ayudar a despertar el sentimiento de la pertenencia común y de la unidad en torno a valores democráticos comunes, pero sin ceder a la tentación de pensar en un pueblo monolítico y en un país de pensamiento único. Esto es, ciertamente, muy complicado, pues puede uno caer en un discurso simplista y, al fin de cuentas, populista. Debemos luchar en contra de la acentuada individualización de la sociedad actual, que provoca la soledad y el aislamiento de muchas personas. Por eso es imprescindible terminar con la pobreza y con la marginación que se asocia a ella. Hay que recalcar que la democracia y sus valores no son temas abstractos, sino que su desaparición tiene efectos nocivos en la vida cotidiana. No creo que los electores que dan su voto a los populistas quieran hundir a su país. Pensemos en que la mayoría de los electores que votaron por Morena seguramente no alcanza a comprender la trascendencia de la decisión insensata de acabar con el Poder Judicial y, con ello, de dar fin a nuestra incipiente democracia y a nuestras libertades.
Como dice mi buen amigo y colega José Ramón López Rubí: “Si algo queremos hacer o intentar hacer … es la preparación gradual de las bases sociales para una nueva y eventual transición democrática”. Para ello, las universidades, sobre todo las de clara convicción humanista, son esenciales. Debemos hacerlo, o estaremos pecando de omisos e irresponsables.