Permítanme describir el escenario.
“Desde hace un tiempo para acá, el mundo parece sufrir dolores de parto o de agonía.
Todo aquello que nos daba certezas, tranquilidad, está desapareciendo. Todo está cambiando y no sabemos hacia dónde.
Las estructuras que pensábamos perennes se están derrumbando. Ingenuamente creímos que vivíamos una etapa que duraría siglos. El orden resultado de tantas luchas y tantas desgracias se había construido como definitivo. Seguros estábamos que vivíamos la mejor etapa de la historia y que el progreso paulatinamente inundaría todos los estanques de nuestra realidad.
Nuestras más profundas creencias hoy son cuestionadas. Nuestra fe, abandonada; nuestra cosmovisión, retada; nuestra moral, despreciada. El orden político y jurídico, local y mundial, antiguamente considerado excepcional, se desdibuja. Las formas tradicionales y, aparentemente, más avanzadas, de vivir, de convivir, de gobernar, de enseñar y de aprender, se dejan de lado.
Nuevas creencias, contrarias y hasta perversas en nuestra perspectiva, se adueñan de nuestros jóvenes. Nuevas formas de vivir, escandalosas, se establecen.
Hasta las palabras han caído en desuso. O ya significan otras cosas. Ya no entendemos el lenguaje de nuestros padres y ellos, desde luego, ya no nos entenderían.
El estado ha dejado de ser eficiente y por ello, de tener razón de ser. Ya no impera el derecho ni los órganos del estado gobiernan.
En la realidad, en los pueblos y comarcas, la violencia es la que rige. Hombres armados los recorren e imponen su nueva ley. Secuestran, matan, extorsionan a los productores, a los comerciantes, a los ciudadanos, a las familias. Grandes territorios son controlados ahora por estas turbas de hombres sin ley. O más bien, que imponen su ley. Basados en la violencia y en el desprecio al orden que creíamos inmutable. Sin escrúpulos, sin moral, sin respeto a la vida humana.
Las fronteras han dejado de existir, de hecho. Inmensas masas de pueblos diferentes atraviesan nuestras regiones. Primero van de paso a donde consideran que vivirán mejor. Huyen de páramos de pobreza hacia lugares que prometen prosperidad. Pero poco a poco se van quedando aquí. Ya no van de paso. Ahora se empiezan a establecer. Rostros diferentes, formas de hablar diferentes, creencias diferentes.
Los vemos con extrañeza, pero luego con desprecio y aun con ira.
El comercio se agota, las poblaciones se aíslan, surgen hombres fuertes y pequeños ejércitos de autodefensa. Los caminos son peligrosos y son tierra de nadie.
El conocimiento antiguo se desprecia. El saber milenario pierde relevancia ante la inmediatez de la búsqueda de poder, riqueza y satisfacción. Se privilegia la fuerza y la eficiencia del poder. Los pueblos prefieren a líderes que garanticen seguridad, que den certezas, aunque no sean virtuosos ni respeten las antiguas prácticas de la buena política.
De verdad, el fin del mundo parece acercarse.”
Estoy hablando, como ustedes ya lo pudieron adivinar, de esa terrible etapa de la historia que hoy conocemos genéricamente como la caída del Imperio Romano.
Un vicio común en nuestro tiempo es el “adanismo” -la convicción de que nuestra generación es la primera en experimentar diversas situaciones o de que somos la etapa más relevante de la historia, o la más avanzada o la de mayor progreso alcanzado-.
Con una adecuada perspectiva histórica, nos damos cuenta de que nuestra realidad actual, tan apremiante y angustiante, tiene semejanzas y paralelismos con otras anteriores. Que nuestra vivencia no es tan original como pensamos ni tan inaudita o excepcional.
En fin, a lo que voy es que la humanidad en general y los cristianos en particular hemos vivido varias épocas terribles y trascendentes que llamamos hoy “cambios de época”. Etapas de crisis en donde el orden anterior está dejando de existir y tener vigencia, pero el nuevo estado de cosas no termina de establecerse y de definir un rumbo. Etapas fascinantes donde todo está por hacerse y en donde la acción decidida de minorías creativas y organizadas marcan el rumbo y el paso para generaciones enteras.
Y los cristianos -en lo individual, pero también agrupados en sociedades o instituciones-, no sólo se han conformado con ser testigos en estos turbulentos cambios de época. Han sido protagonistas en la definición de los nuevos rumbos de la humanidad. Y valientes aprovechadores de las oportunidades que se abren en toda crisis.
Con la caída del Imperio Romano de Occidente, luego de una larga decadencia y ante el arribo caótico de los pueblos bárbaros germánicos a Europa Occidental, la Iglesia fue generando una respuesta de manera sigilosa, discreta, pero a la larga relevantísima.
Así surgió el monacato. Hombres y mujeres, cristianos, que hicieron comunidad. Pequeñas e irrelevantes al principio, dedicadas al trabajo y a la oración, cercanas a poblaciones a las que les brindaban acompañamiento en sus tribulaciones, posteriormente formación humana y religiosa y, sobre todo, ejemplo de vida evangélica en un mundo por recristianizar. Comunidades donde paulatinamente se preservó de la destrucción el legado de la civilización clásica. Luego se reprodujo y replicó con paciencia y dedicación, y finalmente se difundió con fuerza y vigor. La cultura grecolatina se salvó de la destrucción gracias a los conventos y monasterios de la Alta Edad Media.
De los monasterios partieron, hoy diríamos como “Iglesia en salida”, los misioneros que convirtieron, no sin dificultades y aún martirios, a las nuevas masas de paganos que se iban mezclando con las poblaciones romanizadas.
Con el correr de los siglos, de esa labor evangelizadora surgirá la potente y magnífica civilización que durará siglos, lo que hoy llamamos Edad Media. De esa semilla del monacato germinaron instituciones como la Caballería y la Universidad. El arte gótico, las catedrales y el canto gregoriano. El renacer de la teología y la filosofía, de las ciencias y las artes.
Así también el cristianismo, más adelante, en un nuevo cambio de época, cuando el mundo se dio cuenta que era mundo y que había un “Nuevo Mundo” allende el océano, y la humanidad se dio cuenta de su presencia en todo el globo, generó respuestas ante nuevos cuestionamientos y certezas ante nuevas inquietudes.
Entonces, las comunidades de alumnos y maestros surgidas hacía apenas algunos siglos, las Universidades, baluartes del saber, del pensar, del discutir, del proponer, generarán orientaciones y definiciones en cuestiones tan urgentes como la calidad humana de los pobladores del Nuevo Mundo y, por ende, de todo el globo, o la legitimidad de las naciones cristianas para enseñorear las tierras descubiertas.
Es en la Universidad, comunidad cristiana repito, donde se acopia información, se contrasta, se discute y, basándose en la razón y en la lógica, a pesar de las presiones del poder político y económico, buscando por encima de todo la Verdad, se afirma la calidad plenamente humana de los habitantes de las tierras recién conquistadas por la corona hispana, se reconoce su dignidad y, por tanto, se obliga al respeto a sus derechos. De Salamanca surgen lineamientos y directrices para convertirse en leyes y en formas de gobierno que posibilitaron la constitución de una nueva civilización mestiza y universal, humana y cristiana, desde Filipinas hasta el Mediterráneo.
En fin, en un cambio de época, los cristianos, organizados, congregados -en este caso, en las universidades- dieron respuesta, marcaron rumbo, cimentaron una nueva civilización y una nueva etapa.
Hay más ejemplos, pero no hay tiempo.
El riesgo es, a veces, que afectos con razón a la tradición y al orden, caigamos en la tentación de ante situaciones críticas, anclarnos a las formas y olvidarnos de los fondos.
Así pasa, frecuentemente, cuando ante los vendavales de la historia nos aferramos a prácticas, instituciones, formas de vivir y de convivir propias del pasado que se va entre las manos, por temor a lo futuro. Es cuando los cristianos nos volvemos guardianes y defensores del “Ancien Régime” –del “Antiguo Régimen”- cualquiera que éste sea, y nos volvemos conservadores o peor aún, reaccionarios. Es cuando olvidamos el mandato de “Duc in altum”, de remar mar adentro. De alzar la mirada y con la esperanza que da la confianza del triunfo del Señor de la historia, aventurarnos a construir, a crear, a generar, con humildad y discreción, como aquellos callados hombres y mujeres que, al caer la Antigüedad, sólo se dedicaron a orar y laborar o como aquellos valientes hombres que se vinieron a vivir a las Indias entre los pueblos conquistados para constatar con sus ojos y sus corazones que los naturales eran merecedores de la salvación.
En fin, creo que la enseñanza es recordar que en épocas turbulentas y de tormentas tempestuosas, el cristiano hace comunidad, ora como si todo dependiera de Dios, da testimonio, pone manos a la obra como si todo dependiera de él, busca la verdad con método y constancia y se conforta en la Esperanza. Pues eso.