¿Para qué hablar en un mundo saturado de ruido? ¿Para qué llenar plazas y manifestarse contra la injusticia en un mundo donde lo público ha desaparecido, donde hemos privatizado incluso eso que algunos quisimos llamar un día el bien común? ¿Para qué repetir, día con día, esa liturgia del pago de impuestos, el cumplimiento de las obligaciones, la estricta observancia de las normas, en un país donde el papel sanitario tiene más valor que las páginas de su Constitución? ¿Quién hablará bien de nuestros pueriles esfuerzos por defender algo que ha muerto, llámese la democracia, la libertad, la fraternidad, o incluso el sentido común, cuando vivimos en sociedades saturadas de estupidez, estulticia, violencia, desigualdad y cobardía?
La respuesta parece simple. Para nada. A quienes siguen pensando que existe una esperanza para el regreso de la democracia vale administrar unas tabletas bien cargadas de sentido de realidad; a quienes ilusamente siguen profesando su amor y confianza en partidos políticos de uno y otro color, propondría yo regalarles un fuerte abrazo, pues su soledad será inmensa en poco tiempo; quienes siguen pensando—¡y los hay, no nos equivoquemos!—que la política que estamos viendo hoy es lo mismo de siempre pero con signo contrario, atiborrémoslos de alucinógenos… total, seguirán viendo fantasmas, ninfas y faunos; a quienes confunden la esperanza teologal con la esperanza aquí ahora, les daremos un compendio de historia universal; y a quienes ven el horizonte con nostalgia, creyendo que los tiempos de ayer fueron mejores, les daremos una flor blanca, pues las almas frágiles que piensan esto no están preparadas para recibir la verdad.
¿Deberemos bajar los brazos, entonces, y abrazar los nuevos tiempos de rapiña, corrupción y miseria? ¿Será que ha caído el telón por fin y lo único que aguarda en nuestro porvenir es la espera del dulce alivio que trae la muerte? ¿Es válido el conformismo de quien acepta la derrota con potente realismo y guiña un ojo a un futuro que nace muerto? ¿O será necesaria, en cambio, una dosis del más prístino optimismo, capaz de rehacer la faz de la tierra con su sonrisa de dientes níveos, con esos ojos desorbitados de confianza, con esa mueca que asustaría si no intuyéramos su artificialidad?
Tanto el optimismo como el pesimismo funcionan como atajos cognitivos que, por un lado, simplifican la realidad volviéndola manejable, pero, por el otro, ocultan precisamente esa complejidad tan necesaria para pensar auténticamente. El optimista cuelga una sonrisa estúpida frente a una realidad que se burla de su insensibilidad al dolor, la muerte, la perversidad y el odio sulfúreo que se cuela por entre las coladeras de nuestras ciudades; el pesimista, por su parte, se emborracha de estiércol, deleitándose al constatar que este, en efecto, sabe tan mal como lo esperaba. El optimista prostituye el presente en aras de un futuro imaginado; el pesimista prostituye el presente reduciéndolo a un eterno pasado. El optimista es torpemente ingenuo, el pesimista está enfermo de necia soberbia.
Ni optimistas ni pesimistas. Entonces, ¿de qué lado de la historia colocarse? ¿cómo evaluar aquello que vemos día con día pero que no puede ser reducido binariamente? ¿qué actitud tomar frente a un mundo que experimenta un brutal cambio (porque cambios ha habido, pero los cambios hoy destacan tanto por su potencia como por su velocidad, y ahí estriba algo de su novedad)?
El acto de rebeldía más potente que pueda existir en medio de una crisis como la que vivimos hoy es la capacidad de diferir, de oponerse, de replicar, de rebatir. Es la capacidad de decir No.
Por supuesto, esta capacidad puede ser convertida, en nuestro mundo líquido, en mera necedad, en el deporte nacional de la adolescencia espiritual. Digo que no porque no sé qué más decir, me opongo porque mi vida espiritual, seca como está, sentiría asfixia de tener que pasar de la absoluta o-posición a la pro-posición. El idiota, escribiría un loquillo ruso. En una sociedad saturada de necedad el decir No se convierte en un mantra hueco, en uno de esos ídolos que tanto despreciaba Nietzsche.
Pero hay otra forma de decir No. La negativa puede implicar una resistencia activa, una barricada, una presa que contiene el caudal inercial de una sociedad que ha dejado de pensar. Decir que No—y, hay que decirlo, escribir «No»—puede convertirse en el inicio de una nueva ilustración, la creación de un universo todavía no intuido por mentes que se encuentran demasiado fijas en la coyuntura. Oponerse y renegar puede ser, cuando se hace con inteligencia, en una herramienta educativa, en formación de liderazgo, en auténtica acción enfocada hacia el perfeccionamiento humano. Y esto es así porque el No auténtico choca con fuerza contra un mundo que fluye sin pensar, obligándole a recular o, cuando menos, contagiando a otros a unirse a esa barrera humana que rechaza ser carne de cañón, comida de buitres, soberanía de usurpadores y legitimidad de victimarios. El acto rebelde se asume a sí mismo como signo de contradicción en una sociedad zombificada donde los seres humanos pasan la vida sin vivirla, en una duración continua y constante, sin filamentos ni cimas ni simas ni ideales ni sueños ni duelos, sociedad del soma, del clima templadito, de corazones que laten quedito, de mentes que se usan poquito, igual que un BMW serie M manejado por un viejito, 15 kilómetros por hora, sin prisa ni asomo de emoción. La rebeldía arranca de un corazón inquieto e inconforme que, si bien entiende que un cambio puede entreverse solamente en un lejano horizonte, sabe colocarse de forma tal que su armadura refleje la luz de un sol cada vez más poniente. La rebeldía es auténtica magia cuando todo parece perdido, cuando los corazones se apagan y las mentes se callan, cuando los malos parecen haber ganado la partida y los buenos se guardan en sus madrigueras ateridos de miedo.
Por eso, quizá, escribo. No porque crea que este mundo va a cambiar…, o al menos no lo hará pronto; no porque me parezca que en este mundo existen suficientes personas hoy capaces de entender la fuerza revolucionaria de la palabra; no porque tenga fija mi esperanza en un género humano al que entiendo cada día menos; no porque crea que, al final, la historia la construyen los que piensan, hablan y escriben. No, todo eso me parece pueril. Escribo porque desde la escritura se abren nuevos horizontes para imaginar este mundo tan carente de imaginación; escribo porque mi negativa lleva en sí el germen de un nuevo constructo humano; escribo porque no hay sino ideas, y las ideas se transforman en ciudades y las ciudades alojan a nuevos seres humanos, familias y clubes y asociaciones y mundos y universos todavía por existir; escribo porque la palabra tiene ese poder de salvar—lo mismo que de hundir, lamentablemente—el elemento humano, porque la palabra es, en más de un sentido, aquello propio de lo humano.
Pero escribo también porque, aunque la esperanza aquí ahora haya decaído, aquella que se refiere a los bienes de la civitate Dei no puede sino ondear vigorosa. Escribo y al hacerlo lanzo botellas con mensajes dentro al océano, en espera de encontrar hermanos y hermanas en el naufragio con quienes ser Reino. Porque ese Reino de que tanto se habla no es lugar ni tiempo sino una actitud existencial, un ser que no es sino ser-con-otros; no es ese Reino templo ni club ni asociación ni, mucho menos, parlamento, sino corazón compartido que anhela aquello que está sin estar completo, la semilla que cayó en tierra pero que no dará sus últimos frutos sino hasta que este mundo haya pasado por completo. Sólo así la esperanza se me antoja interesante, sólo así la vida cobra tonos de la más absoluta belleza, sólo así, frente a un Reino que está sin estarlo, puedo escribir con la confianza de ser escuchado.