El surgimiento de movimientos populistas de distinto cuño en diversas partes del mundo, particularmente a partir de la década de 1980, no basta para explicarnos el creciente interés académico y científico por estudiar al populismo, sino que hay que agregar un elemento importantísimo: el triunfo en las urnas de estos partidos de charlatanes y embaucadores. Estemos en Austria o en Hungría, en Alemania o en Francia, en Inglaterra o en Italia, en México o en Estados Unidos, somos testigos del avance arrollador de estos movimientos que se aprovechan del fracaso evidente de los partidos tradicionales para resolver problemas profundos: desigualdad económica y de oportunidades, enriquecimiento de unos cuantos y pobreza de muchos, las oleadas de inmigrantes que hacen despertar el temor de muchas personas frente a lo desconocido y lo ajeno, la corrupción en muchos ámbitos de la vida cotidiana -no sólo en la política- y la percepción de que es posible solucionar fácilmente problemas complejos si tan sólo le damos el poder a personajes carismáticos y cercanos al pueblo sufrido y bueno.
Como ya hemos comentado, la necesidad de identidad cultural es un elemento muy importante en el discurso populista, pero también puede variar temáticamente. En los EE.UU., por ejemplo, esto se ve impulsado principalmente por cuestiones sociopolíticas, mientras que en Europa la afiliación nacional está en primer plano. Lo nacional ya no se entiende en el sentido clásico y particular, sino como una identidad europea (occidental) transnacional, cuya contraparte está encarnada por la población inmigrante predominantemente musulmana. Al mismo tiempo, se manifiesta en la actitud defensiva común hacia la integración europea, que se ha convertido en una especie de “anti-tema” cada vez más importante del populismo de derecha, tan opuesto a dicha integración, y, en cierta medida, incluso de partidos de izquierda tras la crisis financiera y del euro (el llamado “euroescepticismo”).
En el caso de algunos populismos de izquierdas, particularmente en el subcontinente latinoamericano, si bien el elemento nacional o nacionalista es importante, no se percibe un discurso que invite a defenderse de la invasión de grupos religiosos o nacionales con características diferentes a las de la población ya asentada e identificada en cada país, sino que se pone el acento en las características culturales e históricas de un pueblo sabio y sufrido que ha sido explotado y engañado por élites nacionales y transnacionales de la política y de la economía.
En términos de política económica y social, el populismo de derecha en Europa en los años 1980 era todavía muy liberal y en algunos casos incluso de orientación proeuropea, antes de que las posiciones proteccionistas sociales, es decir, más del discurso de izquierda, ganaran la delantera en la mayoría de los partidos en la década de 1990. Este rumbo no sólo correspondía al cambio de base de votantes, sino que también podía vincularse ideológicamente fácilmente con las cuestiones centrales de la política de identidad: las restricciones a la inmigración y la crítica al multiculturalismo (“chovinismo del bienestar”). De hecho, en los Estados Unidos, el Partido Republicano representó durante muchas décadas las tendencias hacia el mercado libre y la competencia, mientras que el Partido Demócrata se mostraba más cercano a las políticas proteccionistas. La aparición de Donald Trump en el campo republicano y la total incapacidad de dicho partido para defenderse del asalto trumpista han provocado que ahora se inviertan los papeles: los republicanos como proteccionistas -y aislacionistas- y los demócratas como defensores de los valores de la democracia liberal y del comercio libre.
En lo que atañe a la apariencia y organización de las corrientes populistas, diremos que, actualmente, sólo unos pocos autores consideran que el populismo es exclusivamente un principio formal o un recurso estilístico y demagógico. Es cierto que, desde una perspectiva organizacional, sus principales características son el liderazgo carismático y el carácter de movimiento. La importancia de este liderazgo carismático surge directamente de la idea de una voluntad popular unificada, cuyo representante único es el líder carismático. Sin embargo, por regla general, esto sólo se extiende a la fundación y al avance electoral de los partidos, lo que en realidad casi siempre se debe a líderes destacados individuales; después de esa primera etapa fundacional, al menos en Europa, la mayoría de estos partidos ha logrado seguir existiendo y teniendo éxito incluso después de la muerte o de la partida del fundador, como vemos en Francia, por ejemplo.
Por un lado, el carácter de movimiento del populismo se refleja en el hecho de que sus representantes no suelen provenir de los partidos existentes, sino que surgen de la sociedad. Por eso podemos explicarnos una parte de su éxito, pues se presentan como personas ajenas a los grupos tradicionales, a los que se achaca el fracaso de las políticas. Una aparente excepción de esta regla es México, en donde un número considerable de los miembros dirigentes del grupo en el poder proceden del antiguo PRI, lo cual se explica quizá en parte debido a que la cultura política mexicana se caracteriza, entre otros elementos, por la poca fidelidad personal a los principios políticos partidistas. Esto facilita la “conversión” a otros partidos y corrientes sin mayor cargo de conciencia.
La marcha triunfal del populismo ha alcanzado, con Trump nuevamente en la Casa Blanca, un nuevo punto culminante. Los populistas europeos y latinoamericanos se montan en la ola poseídos de enojo, decepción y miedo. En México, un elemento excepcional es el dinero que el gobierno reparte a la población más necesitada, lo que hace muy difícil -al menos en un futuro cercano- pensar en una próxima derrota electoral del movimiento populista. El discurso populista tiene, en Europa, dos frases poderosas: una, que los inmigrantes corroen la identidad nacional de los países, y muchos seguramente son criminales y terroristas; la otra, que los políticos actuales de los partidos tradicionales son corruptos e incapaces, por lo que se requiere nuevamente de un hombre fuerte y de mano dura. En otras latitudes, el discurso se centra en las desigualdades económicas y sociales, provocadas por esa élite política y económica a la que se achaca también incapacidad, deshonestidad y voracidad.
Es evidente que es difícil negar la incapacidad y la corruptibilidad de los grupos poderosos en la política y la economía, por lo que es muy complicado convencer a los electores que han apoyado a los populistas de que ese no es el camino. ¿Cómo podemos convencer a las personas decepcionadas con el status quo de que hay que revivir los valores de la democracia y del Estado de Derecho, cuando sienten que precisamente los populistas sí voltean a ver a la “gente pequeña”, hablan por ella y la toman en cuenta? ¿Sirven de algo los argumentos frente a la política de los “otros datos” que vemos en México, Inglaterra y Estados Unidos? Según datos recientemente publicados, los ingleses son ahora más pobres que cuando el Reino Unido pertenecía a la Unión Europea; el crecimiento económico de México durante el sexenio pasado (0.8%) ha sido el peor en la historia reciente, y Trump cree que a golpe de aranceles recompondrá la balanza comercial de su país, lo cual es una idea totalmente falsa. ¿Le interesan estos datos al elector promedio que ha votado por esos movimientos y liderazgos populistas? Parece que no. ¿Qué hacer, entonces?
Lo primero que debemos hacer es comportarnos verdaderamente como demócratas: reconocer que el diálogo respetuoso con personas que piensan distinto es un elemento esencial de la democracia, por lo que debemos tratar con respeto a quienes votan por los populistas. No es digno de un demócrata tratar a los adversarios como “tontos útiles” o “cómplices del colapso de la democracia”. Sin embargo, discutir con dirigentes o políticos de estas corrientes no es fructífero, puesto que ellos no se dejan guiar por argumentos, por valores democráticos liberales ni por el respeto a la dignidad de la persona humana.
Los demócratas debemos hablar con seguridad y con convicción acerca de las fortalezas de la democracia y de los valores de la democracia liberal, pero nuestro discurso debe sonar más emocional que, digamos, “tecnocrático”. Debemos acentuar la importancia de temas que generalmente los populistas desprecian, como el del medio ambiente y la digitalización; con ello, ampliamos los temas del debate más allá de la inmigración, el terrorismo, la globalización (como en Europa y Estados Unidos) o el “PRIAN” y los “gobiernos neoliberales” (como en México). No debemos caer en las posturas de “blanco y negro”, propias de los populistas: nosotros, los “demócratas buenos”, contra ellos, los “populistas malos”, sino que debemos partir del hecho de que nadie vota por los populistas por maldad (salvo los narcotraficantes, claro, y los líderes corruptos de siempre). Otro aspecto importante que debemos considerar es que dentro de los movimientos populistas hay enormes diferencias: no son lo mismo Andrés Manuel López, Donald Trump, Marine Le Pen y Viktor Orbán, si bien acusan algunos rasgos comunes. Uno de estos rasgos comunes, al menos por ahora y en algunos países, es, por ejemplo, el mal trabajo de los gobernantes y legisladores populistas, pues generalmente entregan malas cuentas. Estar informados sobre esto es importante para tratar de convencer a los votantes que han depositado su confianza en ellos.
Los políticos que en verdad representen los valores democráticos liberales deben poner atención en acabar con las causas de la decepción de los votantes: la exclusión, la marginación, la pobreza personal y regional, la falta de perspectivas de mejoramiento, la decadencia de los servicios de salud y de educación, etc. Lo que es muy claro es que aún en un mundo globalizado no es posible hablar únicamente de soluciones globales: las medidas exitosas llevadas a cabo de manera regional y local pueden ser también de gran peso y ayuda. Esto representa una oportunidad para mostrar los malos resultados de los gobiernos populistas, pues no han contribuido a solucionar problemas locales ni globales, ni nacionales ni regionales.
La experiencia nos muestra que muchas personas que votan por los populistas lo hacen movidas por la sensación de que han sido abandonadas por la política tradicional y que no son escuchadas. Aquí está un campo muy rico de acción para las iglesias, para muchas ONG y para instituciones humanistas, como nuestra universidad: las personas que sienten que pertenecen a la sociedad, aún en tiempos de crisis, que sienten que son tomadas en cuenta, son menos propensas a caer en manos de los populistas, que, generalmente, después de un tiempo se dejan ver como charlatanes y embaucadores.