Francisco fue un hombre libre, desde el principio. Genuino, siempre fiel a sí mismo. A partir de aquella tarde del miércoles 13 de marzo de 2013, cuando la fumata bianca se alzó sobre la Capilla Sixtina, Jorge Mario Bergoglio dejó en claro que imprimiría un sello personal al papado. Disruptivo y auténtico. Esa fue la llave maestra de su ministerio, y gracias a ella se explica el sentimiento colectivo de gratitud que caracteriza estos días tristes, en Roma y alrededor del mundo.
“Ahora, ¡cambia todo!”. Conmovido y exultante, Guzmán Carriquiry Lecour, me abrazó fuerte y pronunció esas palabras imprevistas. Poco antes, se había presentado al mundo el nuevo Papa, sorprendiendo a todos al tomar el nombre de Francisco. Estábamos en el ingreso de la Sala de Prensa del Vaticano, donde un sentimiento de estupor por el primer pontífice sudamericano de la historia flotaba en el aire. En ese entonces, él seguía siendo “el laico con mayor rango en la Curia Romana” en su puesto de secretario de la Pontificia Comisión para América Latina.
Sus palabras fueron proféticas. Conocía desde hace años a Jorge Mario Bergoglio, a quien consideraba un amigo. Ambos tenían un referente en común, el filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré, compatriota de Carriquiry y de quien Francisco asegura que “le ayudó a pensar”.
Rápidamente habríamos de descubrir qué significaban aquellas palabras: “¡cambia todo!”. Tras un pontificado tortuoso y de fin abrupto como el de Benedicto XVI, el advenimiento del primer Papa sudamericano concedía nuevas chances de renovación a la Iglesia católica.
Bergoglio supo interpretar a cabalidad ese sentimiento, ejerciendo un ministerio completamente despojado de ataduras. No era perfecto. Es más, él mismo reconocía sus errores, y no fueron pocos. Los había cometido antes, y los cometió durante su papado. Aceptaba con humor que era medio neurótico, se enojaba y le salía su origen italiano (de sangre caliente). Era un hombre consciente de sus limitaciones, pero extremadamente decidido en su visión.
Supo desde el inicio que debía tener un programa de pontificado y trabajó incansablemente en él. Apenas tres días después de su elección, ante más de 4,000 periodistas congregados en el Aula Pablo VI del Vaticano, exclamó: “Hay… ¡cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!”. Y explicó allí por qué tomó el nombre del Santo de Asís: para poner al centro a los más necesitados, a la paz y a la casa común, la naturaleza.
Aquella intuición, que le vino durante el Cónclave gracias a las palabras del cardenal brasileño Claudio Hummes, quién al ser elegido le susurró al oído “no te olvides de los pobres”, la cumplió sin ambages. A esos tres pilares, podría sumársele uno más: la reforma, de la Curia Romana y de la Iglesia en sí.
Completó el cuadro con su voluntad férrea por mantener su autenticidad, en cada pequeño detalle. Nunca quiso quedar maniatado por el protocolo, por ello lo desafiaba una y otra vez. Algo que hicieron otros papas de la historia moderna, como san Juan Pablo II. Sus colaboradores de la Curia primero lo sufrieron, luego terminaron por aceptarlo.
De tanto forzar el protocolo a través de pequeños actos, le llamaron “el Papa de los gestos”. La mayoría le venían espontáneos, otros buscaban ser postales de su “Iglesia en salida”. Como dijo en su primera entrevista a la La Civiltà Cattolica, para él la Iglesia debía ser “un hospital de campaña”, donde los heridos del mundo encuentren sanación y refugio.
Nada de aquello se reducía a postureo, simplemente era genuino. Por eso conectó con el corazón de un mundo ávido de autenticidad. Su estilo personal de comunicar se convirtió en un arma poderosa. Cientos de veces dejó de lado el discurso preparado por la Curia para improvisar. Su mensaje era simple, directo, libre, basado en la escucha. Hoy, ríos de fieles le agradecen esa entrega, yendo a su último encuentro en la Basílica de San Pedro.
Jamás renunció a predicar el mensaje de la Iglesia, incluso en temas álgidos como el aborto, para el cual fue crudamente realista (“es como contratar un sicario”). Pero dejó en claro que existe una necesaria jerarquía de valores: primero el amor y la misericordia, luego lo que de estos deriva.
Esta nueva narrativa para la Iglesia, sumada a su deseo de iniciar procesos reales sobre temas por años dejados de lado como la presencia de la mujer en las estructuras eclesiales, los divorciados vueltos a casar, las personas homosexuales y los migrantes, los desposeídos y marginados; junto con su denuncia y combate al clericalismo, a la corrupción y al burocratismo, fueron la combinación perfecta para despertar entusiasmo desmedido y resistencia exacerbada.
Nunca tuvo miedo al debate, estaba convencido de que la vigencia de la Iglesia está en su capacidad de afrontar abiertamente los problemas, también aquellos del mundo, y de tener una palabra cercana, de encuentro y aliento, para todos. Por eso entusiasmó tanto, a propios y extraños.
Francisco fue un hombre libre, desde el principio hasta el final. Se entregó completo a su misión de pastor, hasta el último día. Cumplió con creces su mandato y lo hizo siendo fiel a sí mismo. De esa manera, hizo realidad aquellas proféticas palabras pronunciadas en aquella noche de marzo de 2013. “¡Ahora cambia todo!”. Y cambió, para siempre.