Así como las matemáticas son útiles y necesarias para la vida diaria (pensemos que las usamos para contar el tiempo, la distancia y en toda actividad comercial por pequeña que sea), así también la filosofía es cotidiana y cercana, y en cierta manera, la practicamos a diario, consciente o inconscientemente. Por supuesto, también es cierto que la matemática encierra especialidades profundas, difíciles y desafiantes (matemáticas transfinitas, álgebras conmutativas o geometrías diferenciales) y que sólo los expertos las manejan con soltura; otro tanto sucede con la filosofía que hacen los expertos, donde se analizan problemas complejísimos, abstractos y hasta paradójicos y que superan con creces lo que llamaríamos ‘sentido común’, y que son propios de mentes metafísicas y profundas.
Pues bien, en esta columna cuyo primer número es éste, mi propósito será acercar la filosofía a no filósofos: antojarla, hacerla útil, práctica, sencilla, agradable y digerible. No pretendo ser exquisito en terminología, así que pido a mis colegas filósofos que comprendan ciertas licencias que me tomaré.
Dicho lo cual. Comienzo con una idea que escribió Séneca a su joven amigo Lucilio en una de sus cartas: “Así deberíamos vivir: como si nos viesen, y pensar como si alguien pudiera asomarse a nuestro interior”.
¡Qué interesante! Séneca, hace veinte siglos, propuso como ideal la “transparencia”. Pensémoslo bien: todos tenemos momentos en que, a solas, aflojamos en nuestra autoexigencia o en nuestro profesionalismo o en nuestras buenas obras. ¿Por qué? Porque el otro -su mirada, su presencia, su necesidad- nos interpela y exige. La presencia del otro acontece en nuestra existencia y nos cuestiona, nos demanda, nos solicita.
Pero no siempre los ojos del otro se posan en nuestras acciones, y mucho menos en nuestros pensamientos. ¿Qué pasaría si otro escudriñara nuestro corazón, nuestros deseos, nuestros rencores? ¿Nos avergonzaríamos de nosotros mismos si fuéramos totalmente transparentes? ¿Estaríamos en paz? En esta época donde no sabemos quién está detrás de una cuenta de redes sociales, ¿qué pasaría si los ojos de quienes más amamos y nos aman vieran todo cuanto hacemos y decimos, dentro y fuera del aula, dentro y fuera de la web?
Platón, en un libro fabuloso que escribió (La República) propuso un mito fascinante: el “anillo de Giges”. Resumo la historia: un pastor que cuidaba los rebaños del rey de Lidia un día se topó milagrosamente con un caballo de bronce que tenía en su interior un cadáver, el cual portaba un anillo. Giges tomó la sortija y se fue del lugar. El anillo era tal que, puesto en el dedo, si se giraba la piedra que llevaba incrustaba hacia la palma de la mano, su portador se volvía invisible, y si tornaba hacia el dorso de la mano, reaparecía. Este mágico poder le permitió al buen Giges estar donde antes no le era permitido estar, y escuchar lo que antes no escuchaba, y tocar o tomar lo que antes no debía. Viendo este poder, entonces el pastor comenzó a hacer muchos males, llegando en sus excesos a violar a la reina y matar al rey. ¿Cómo y por qué es que el buen Giges llegó a ser malvado?
¿Sólo porque “no hemos hecho grandes males” somos realmente buenos?, se pregunta Platón tras relatar este mito. Tal vez no he robado grandes cifras de dinero como algunos expresidentes, pero tal vez no se deba a mi virtud o bondad, sino a que no he estado en esos lugares o puestos donde se tienen las arcas abiertas para hacerlo sin mayor consecuencia; pero si un día lo estuviera, ¿estoy tan seguro que no tomaría ni un centavo? Platón nos arrincona y hace reflexionar seriamente sobre cuán veraz es nuestra existencia, cuán comprometida está con el bien, con independencia de quién nos mire. Pues, de lo contrario, sólo seremos “aparentemente” buenos, mediocremente buenos que sólo harán como si fueran veraces, honrados, honestos, castos, trabajadores… ¡pues los están mirando!, pero tan pronto dejen de sentir esa presión social, dejarán de hacer el bien.
¿El bien que hacemos lo hacemos por convicción o por presión? ¿Sin policías ni fotomultas manejamos sin pasarnos altos y sin rebasar límites de velocidad? Llevemos este ejemplo a todos los ámbitos de nuestra vida: conyugal, paterno-filial, laboral, académico, de amistad, social, político, etc. ¿Cómo nos salen las cuentas?
Todos tenemos nuestro “pequeño anillo de Giges”. Todos podemos, más o menos, escabullirnos, escondernos, buscar momentos, ámbitos y hasta relaciones donde creemos que nos volvemos invisibles. Y eso nos tienta. Pero también es cierto que incluso allí y en esos momentos, siempre hay un ojo que nos mira: para comenzar, el de nuestra propia conciencia. Actúa de tal manera que siempre -véate alguien o no- te sientas muy orgulloso de ti mismo. Nunca serás invisible a tu propia conciencia. Además, si eres creyente, sabes que tampoco somos tan invisibles como creemos: Dios es omnisciente.
¿La gente que nos admira, quiere y reconoce, lo seguiría haciendo si, como dice Séneca, “se asomaran a nuestro interior” y lo escudriñaran? Muy probablemente no. Pero es bueno este sinsabor que a todos nos da plantearnos tal hipótesis. Es bueno porque tal vez sea el comienzo de un cambio más profundo y sincero. Un cambio que implica convicciones, y no formas ni apariencias.
Querido amigo, querida colega. Sea tu conciencia, antes que ninguno, quien te dé el reconocimiento al esfuerzo y a tu trabajo cotidiano; que tu conciencia sea ese ojo que siempre, con mirada alegre y llena de orgullo, admire todo cuanto haces, piensas y dices.