Dostoievski, en su obra Los demonios, pone en boca de Stepan Trofimovich, cuando dialoga con Sofya Matveyevna, estas profundas, duras y complejas palabras que todos debemos meditar, pues a todos nos interpelan:
“—Amiga mía, he mentido toda mi vida. Hasta cuando decía la verdad. Nunca he hablado por amor a la verdad, sino por amor a mí mismo; esto ya lo sabía antes, pero sólo ahora lo veo... ¡Oh! ¿Dónde están esos amigos a quienes he agraviado con mi amistad toda la vida? ¡A todos, a todos! Savez-vous, quizá miento ahora también; sí, sí, también ahora estoy mintiendo. Lo peor de todo es que me creo a mí mismo cuando miento. Lo más arduo en la vida es vivir y no mentir... y no creer en las propias mentiras. ¡Sí, sí, eso!”
A muchos filósofos ha admirado una cosa acerca de la mentira: todos la hemos probado (cosa que tal vez no se puede afirmar del resto de males). De hecho, la mentira es una prueba de que el bien no equivale a la media estadística, a veces, el bien -en este caso, la verdad- equivale a un ideal que, aunque incumplido a cabalidad, es una tendencia universal y un valor absoluto. En otras palabras, no porque todos mintamos -en algún momento de la vida, en mayor o menor grado, acerca de cosas nimias o en temas chonchos-, la mentira es aceptable.
Dostoievski, como maestro de la descripción psicológica, también nos invita a reflexionar en un hecho por demás interesante: ‘creerse uno mismo sus propias mentiras’. A base de repetirlas, a base de crear relatos, estructuras y justificaciones, con las debidas iteraciones ante diversos públicos, uno mismo termina siendo de los engañados.
¿Qué tan buenos actores somos? Recuerdo cuando de joven participé en dos obras de teatro. El maestro siempre decía que debíamos encarnar al personaje a tal grado que nos fundiéramos con él por un momento, que olvidáramos que estábamos en una representación teatral, que hablásemos y actuásemos como si fuera todo real. A los malos actores se les nota que se disfrazan de un personaje y que se sienten incómodos con tal disfraz, pero los mejores actores sí logran la fusión. Algo parecido ocurre con la mentira. El mejor mentiroso termina siendo convencido por sus propios discursos.
Pero entonces hay una paradoja: si yo mismo, al cabo del tiempo, termino persuadido de mis propias mentiras y me las termino creyendo… entonces, ¿qué pasa después cuando vuelvo a relatar mi vida, mis convicciones, mis aventuras, mis logros? ¿Digo la verdad o miento? ¿O simplemente repito -con una confianza total y sin culpa alguna- lo que un viejo amigo -mi yo mentiroso- me dijo?
Espero que todos los que estamos leyendo esto todavía conservemos la cordura y la objetividad. Que seamos de esos que aún saben que mintieron y qué cosa, en su vida, es actuada e impostada. Si aún tenemos conciencia clara de lo anterior, poseemos una ventaja: podemos cambiar.
Aristóteles proponía algo que, a primera vista, parece simple, pero que es muy profundo: ‘La pared no es blanca porque yo lo diga, sino que yo digo que la pared es blanca porque ella lo es’. La verdad, fundándose en lo real, nos precede. Por eso, más que crearla, la ‘descubrimos’, y somos nosotros quienes nos debemos adecuar a la realidad. ¿A cuál realidad? A toda realidad: la de los hechos y las cosas externas a nosotros (objetiva), a la del mundo de los afectos y las emociones (subjetiva), incluso a la realidad social (intersubjetiva). En la medida que seamos fieles a la realidad, viviremos en la verdad.
Mentimos, las más de las veces, por miedo. Lo he descubierto en mí y en los demás. Tenemos miedo de aparecer en la desnudez real de nuestro ser. Nos aterra -pienso en nosotros los académicos- que los demás sepan que no somos tan inteligentes, ni tan brillantes, ni tan leídos como decimos serlo. Por eso nos maquillamos tanto, y nos vestimos de títulos y papers. Nos da miedo la desnudez de nuestra historia, tan pobre de triunfos y glorias, que la vestimos pronto de relatos fascinantes o conmovedores. Nos da miedo que los demás conocieran nuestras fechorías, por eso pronto hacemos relatos victimistas que justifican nuestras metidas de pata. Nos da miedo presentarnos tal cual somos.
Por eso creo que, por raro que parezca, el antídoto a la mentira es la valentía. Uno aprende a ser veraz mostrándose tal cual, y para hacer eso, se necesitan “pantalones”. Sólo las personas valientes y osadas, las que tienen una musculatura de espíritu y fortaleza de ánimo, son capaces de enfrentar un temible monstruo: su propio yo.
Además de la valentía, nos viene bien una pizca de ligereza. En la saga de Harry Potter, el profesor Remus Lupin les enseña a los jóvenes magos a combatir a un boggart (ser cambiante que adquiere la forma de lo más temible para quien lo enfrenta). El conjuro que los vence es el ‘Riddikulus’. Así, la temible araña gigante, termina con patines en sus patas y cae; el corajudo profesor Snape termina con atuendo de anciana y todos sacan una carcajada que distiende los ánimos.
Dostoievski en el pasaje que vimos afirmaba que “lo más arduo en la vida es vivir y no mentir”. ¡Qué verdad tan grande! Pues transitemos a la verdad por la senda de la valentía; y nunca olvidemos reírnos de nosotros mismos, con la sana ligereza de saber que no se pierde mucho si nos presentamos sin disfraz.