Es tan crucial lo que quiero hoy tratar, que si alguno me preguntara cuál considero que es una de las principales causas de muchos problemas tanto en las familias como en las comunidades y organizaciones, sin duda mencionaría: “el acostumbrarnos”. Para darme a entender correctamente, describiré las aristas del problema auxiliándome de algunos ejemplos tomados de mi vida como esposo, profesor y colaborador de UPAEP y como mexicano.
Si me acostumbro a mi esposa, a su cercanía y alegría, a su fidelidad y paciencia, a su estar siempre a mi lado, a su palabra y a sus gestos, a sus talentos y a su creatividad, a su cuerpo y a su alma… entonces llegará un momento en que pasará inadvertida para mí. A fuerza de vivir a su lado, terminará siendo invisible; por la maldita rutina, ya no miraré, sino sólo veré, ya no escucharé, sino sólo oiré. Un antídoto a este riesgo es “no acostumbrarme a ella”, sino más bien todos los días cultivar el asombro y el estupor. Ella, en efecto, acontece en mi vida; y todos los acontecimientos se revisten de novedad y sorpresa. Lo que acontece nunca pasa inadvertido. La belleza del matrimonio, lo mismo que su misterio, estriba en que nunca deje de ser un acontecimiento. Cada día. Todos los días.
También soy profesor universitario. Si me acostumbro a “mis materias”, me acostumbro a dar mis clases así o asá, a dar esta asignatura, a mis libros y materiales… si me acostumbro y vuelvo rutina hasta mis chistes y anécdotas, entonces mi docencia será marchita e irrelevante, porque yo mismo he vuelto irrelevantes las provocaciones surgidas de mis propios estudiantes, sus rostros, sus legítimas preocupaciones, su inconformidad, sus sueños, sus historias… su radical novedad. Si me acostumbro a ser profesor, la magia se apaga, y cede su paso al tedio, primero en mí, luego, inevitablemente, transmitido a mis colegas y alumnos.
Trabajo en la UPAEP. Para quien no conozca esta Institución, puedo decirle que es uno de los mejores lugares para trabajar en Latinoamérica: con prestaciones envidiables y un ambiente laboral extraordinario, una Universidad seria, con tradición y con mucho futuro. Tenemos uno de los mejores rectores del país -si no es que el mejor-, docentes e investigadores pujantes, unas instalaciones muy dignas, una biblioteca digital increíble y una capilla universitaria y atención espiritual que la hacen única. Ahora bien, ¿sabe cuál es el más grande peligro que veo en todos los colaboradores? (por supuesto que me incluyo): que nos estamos acostumbrando, y esto implica el riesgo de: perder el piso, volvernos soberbios y exigentes, poco agradecidos, fanfarrones, quejumbrosos, juzgones y desubicados.
Tenemos una patria fantástica. Cierto, con heridas como todas las naciones y con muchos problemas y desafíos (nadie seamos ingenuos, la violencia, la inseguridad, la corrupción y la droga siguen siendo una hidra cada vez más grande y temible). Pero México es un gran país. No termina de asombrarme su historia, sus tradiciones, su riqueza cultural, su potencia generadora de bienes de toda índole. Los mexicanos, lo comentaba con una persona del gobierno, somos un pueblo tremendamente chambeador, creativo, alegre, resiliente; somos solidarios, hospitalarios, generosos, abiertos. Somos un pueblo que tiene una fe viva y vibrante. Pero, ¿sabe cuál es uno de nuestros mayores problemas? Que nos hemos acostumbrado a México y a los mexicanos. Y esa sorda y obstinada costumbre ha invisibilizado la belleza de la patria y la grandeza de la nación. Ya no tenemos ojos abiertos de asombro para nuestros colores, ni para nuestros sabores y olores. Muchos de nuestros jóvenes son huérfanos de patria, no conocen la matriz cultural que les dio a luz.
Es hora de revolucionar la costumbre. De abrir los ojos y constatar cuánta belleza y bien hay en nuestro alrededor: familia, trabajo, país. Es hora de poner el oído atento y escuchar nuestras voces, los cantos de nuestra gente, el murmullo de las aves, es hora de quitarnos los audífonos y dejarnos interpelar por lo que está a nuestro alrededor. El estupor seguramente nos invadirá. Porque la realidad es rica, riquísima en significados y provocaciones; la realidad está preñada de esperanza y suscita nuestra energía y alegría. Hay que aprender a desacostumbrarnos.
Porque el que sabe que en la vida acontece el otro, entonces lo valora y recibe como don, lo custodia, lo protege y lo valora. Y, entonces, la vida cambia.
Si yo fuera el diablo, sin duda alguna, una de mis tentaciones favoritas con que aguijonearía el alma de mis “pacientes” -como decía C. S. Lewis- sería el que se acostumbraran al bien, a la verdad y a la belleza, pues a fuerza de darlos por hecho, terminarían por olvidarlos o incluso hasta los despreciarían.