De niño me tocó ver en programas de TV a Carl Sagan, un fascinante astrónomo y divulgador científico. Recuerdo varias de sus frases: “the cosmos is within us. We are made of star-stuff” o aquella de “somos polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas”. Es muy cierto, las partículas elementales del macrocosmos son las del microcosmos, y tan admirable orden y belleza hay en las galaxias como en las moléculas.
Que somos polvo, ni duda cabe. Y de ello dan cuenta nuestras lenguas. ‘Humus’, en latín, significa ‘tierra’, y de esa raíz también proviene la palabra ‘humano’ (‘homo’). En el indoeuropeo, también tierra y hombre se dicen igual. En hebreo lo mismo: ‘Adán’ es el nombre del hombre (adam) y está emparentado con la tierra (adamáh). La sentencia del Génesis lo confirma: “¡Porque eres polvo y al polvo volverás!” (Gn 3,19).
Una posible etimología de la palabra hombre en griego ἄνθρωπος (anthropos) es la siguiente: ἀν- ἀνά (an-ana) - hacia arriba y θρώσκω (throsko) – mirar. El hombre es el que mira hacia arriba, el que se lanza a mirar el cielo. ¿Qué otro mamífero ve sin dolor el firmamento? ¿Qué animal goza viendo las estrellas, las fases de la luna, al venus matutino o al vespertino? El ser humano no sólo tiene unas vértebras cervicales (atlas y axis) que le permiten ver el cielo moviendo la cabeza en una flexión y rotación muy peculiar, sino que también sueña, se deleita, goza y hecha mano de los astros para medir sus días, meses y años.
Somos polvo, sí. Pero polvo capaz de mirar más allá de sí. Uno de mis poemas favoritos de Quevedo termina así:
“su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado”
Ese remate final del poeta lo debemos capturar en su hondura. Somos finitud, somos error, pecado, inconsistencia. Somos poca cosa. Somos ignorancia, sufrimiento, desgana. Somos triste limitación. Pero eso que somos, sin dejar de ser sí mismo, es más que sí mismo, pues está atravesado por un amor que le da una valía infinita. En efecto, para la cosmovisión cristiana, la redención obrada por Cristo alcanza a cada ser humano. Yo, este ser polvoriento y polvoso, fui amado por todo un Dios, y ese amor me da una dignidad insospechada. No puedo valer igual que el polvo de estrellas pues el hacedor de las estrellas murió por mí.
Hay razones, ¡vaya que las hay!, para estar tristes y apesadumbrados. Basta ver un noticiario para deprimirse. Hacer investigación sobre demografía, sobre migración, sobre pobreza, sobre equidad en servicios de salud, no deja el alma con saldo positivo. El ambiente social nacional e internacional no está para la jauja, la serpentina y la copichuela. Y con todo… somos misteriosamente finitud atravesada por el Infinito, polvo de quien todo un Dios se enamoró, tierra con sentido, misteriosa esperanza, muerte vital -como decía san Agustín-.
En tiempos en que Carl Sagan hacía sus programas de divulgación científica, había un grupo musical que me gustaba: Kansas. Una de sus canciones, Dust in the wind, más o menos coincidía con el espíritu de Sagan:
All they are is dust in the wind
Same old song
Just a drop of water in an endless sea
All we do
Crumbles to the ground, though we refuse to see
Dust in the wind.
Todo lo que son es polvo en el viento
La misma canción vieja
Sólo una gota de agua en un mar inmenso
Todo lo que hacemos
Se desmorona en el suelo, aunque no lo queramos ver
Polvo en el viento.
Porque estar ciertos de nuestra naturaleza y proveniencia (el polvo), nos vuelve humildes. Y donde hay humildad todo está en su justo lugar. Pero también debemos estar ciertos de nuestro destino (el Cielo), porque eso nos vuelve alegres. Y donde hay alegría, el mejor aspecto de la realidad se deja ver a los ojos.