La estulticia y la política, segunda de tres partes
25/09/2025
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Profesor Investigador Escuela de Relaciones Internacionales

En nuestra columna anterior hemos comenzado a reflexionar sobre el papel de la estupidez en la política. Realmente resulta paradójico hablar sobre el tema, pues para hablar sobre la estulticia uno asume naturalmente que está por encima del tema, es decir, que uno mismo no es tonto, y esa es ya, para muchos, un rasgo de estupidez… Bueno, de todas formas, ya estamos embarcados en el asunto, así que no nos queda más remedio que continuar hasta el final.

Se le atribuye a Confucio (551-479 a.C.) el haber dicho que la estulticia no consiste en saber menos o en no querer saber, sino en creer que se sabe lo suficiente. Si en verdad el sabio chino dijo esto, quiso decir que el tonto es aquel que carece de la sabiduría necesaria para discernir lo importante, mientras que el sabio busca entender la esencia de las cosas y puede guiar a otros. Al citar a Confucio, nos damos cuenta que el tema de la estulticia ha ocupado al hombre desde hace muchísimo tiempo, por lo que encontramos inquietudes al respecto en muchos autores a través de la historia. En estas líneas, empero, no podemos dedicarnos a darle seguimiento a las aportaciones de todos los pensadores que se han dedicado a escudriñar el significado de la estupidez, sino que nos hemos impuesto como límite únicamente el reflexionar sobre la estulticia en la política de nuestros días.

Uno de los autores más fascinantes a este respecto es el teólogo y pastor luterano alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), quien además fue un connotado opositor a Adolf Hitler, por lo que fue arrestado, enviado a un campo de concentración y, bajo órdenes expresas del Führer, ejecutado un mes antes de que terminara la guerra (por eso la Iglesia Católica lo considera un mártir). Además de sus muy interesantes escritos teológicos y teológico-sociológicos, Bonhoeffer dedicó especial atención al problema de la estupidez.

En efecto: desde la prisión, a partir de 1943, Bonhoeffer dedicó parte de su tiempo a cavilar sobre la estupidez humana. Él la consideraba no tanto como una falta de inteligencia, sino como una actitud que impide a las personas pensar críticamente, por lo que pueden entonces caer ciegamente en manos de una autoridad o una ideología. El teólogo luterano argumentaba que la estupidez es un enemigo más peligroso del bien que el mal mismo, ya que no podía superarse con protestas ni violencia, sino mediante el propio juicio e independencia. Estaba convencido de que el poder de las principales ideologías políticas o religiosas priva a las personas de su independencia interior, moldea su forma de pensar y, por lo tanto, las hace vulnerables a la estupidez. Es por esto que el régimen nazi atrajo a tantísimas personas y las condujo a una especie de estupidez colectiva. Así que, para Bonhoeffer, al hablar de la estupidez no estamos reflexionando necesariamente en torno a la inteligencia, sino a la actitud, a una condición en la que las personas abandonan su capacidad de pensar críticamente y se adaptan cómodamente a una ideología o a un líder, sin sentir la necesidad del autoexamen y la reflexión.

Cuando nos preguntamos por qué en la política -y no me refiero a los tomadores de decisión solamente en nuestro país, sino en prácticamente todo el mundo-, se toman decisiones que a todas luces son equivocadas y que causan daño a muchísimas personas, y cómo es posible que tantísimos electores apoyen a los incapaces y les confieran tantísimo poder, tenemos que voltear a ver a Bonhoeffer. Él decía que la estupidez no es un problema intelectual, sino moral y social. Partiendo de su experiencia personal, se preguntaba en prisión cómo había sido posible que los alemanes, un pueblo de filósofos y pensadores, hubiera encumbrado al poder a personas tan deleznables como Hitler y sus secuaces, y que además se hubiese convertido en un pueblo de cobardes, criminales y cómplices. Esta pregunta de Bonhoeffer nos la podríamos hacer hoy: ¿por qué eligen y admiran los electores a personas como Donald Trump? ¿Por qué prestan los ingleses oídos a los populistas, marchan en una gigantesca manifestación contra los inmigrantes, y al terminar se van a comer alegremente a restaurantes chinos, turcos, italianos y griegos? ¿Por qué hay tanta gente que cree a pie juntillas en las teorías “conspiracionistas” más absurdas? De hecho, el auge del populismo en nuestros días nos muestra qué tan peligrosa es esa mezcla de poder político y estupidez. El éxito de muchas campañas de desinformación descansa en parte en la falta de interés de muchas personas por reflexionar y pensar a fondo las cosas. Esto provoca que las sociedades se polaricen (como actualmente en los Estados Unidos) y se consientan campañas para reprimir el pensamiento crítico y la libertad de expresión.

La gente parece darle la espalda a la verdad o al menos la tratan de ignorar; pareciera como si estuviéramos en un momento en el que la gente abandonara a la verdad y a la búsqueda de la verdad, como bien advierte mi buen amigo y colega Juan Pablo Aranda. Esto, aunque lo ignoren, pone a las personas en manos de grupos y estructuras de poder que los guían y manejan a su antojo, como ocurrió en los tiempos de Bonhoeffer con los nazis, los fascistas, los soviéticos, los fascistas y los maoístas; y como actualmente ocurre con los populismos de diferentes colores.

Decía Bonhoeffer que la estupidez es un enemigo más peligroso del bien que el mal mismo: se puede protestar contra el mal, se le puede exhibir, se puede prevenir por la fuerza, si es necesario; de hecho, el mal siempre lleva consigo la semilla de la autodestrucción, dejando al menos una sensación de malestar en las personas. Por el contrario, según el teólogo luterano, ante la estulticia estamos indefensos. Ni las protestas ni la violencia sirven de nada en este caso; las razones no sirven; los hechos que contradicen los propios prejuicios simplemente no deben creerse; en tales casos, la persona estúpida incluso se vuelve crítica, y si son inevitables, pueden simplemente descartarse como incidentes aislados sin sentido. A diferencia de la persona mala, la persona estúpida está completamente satisfecha consigo misma; de hecho, incluso se vuelve peligrosa al irritarse fácilmente y atacar. Por lo tanto, se requiere más precaución con la estupidez que con el mal.

Un análisis más detallado revela que toda fuerte demostración externa de poder, ya sea política o religiosa, afecta a una gran parte de la humanidad por medio de la estupidez. Con gran convicción, Bonhoeffer se apoya en la afirmación bíblica de que el temor de Dios es el principio de la sabiduría (Proverbios 1:7), por lo que concluye que la liberación interior de la humanidad para vivir responsablemente ante Dios es la única verdadera superación de la estupidez.

La estupidez a la que se enfrentó Bonhoeffer no es, por lo tanto, una reliquia del pasado, sino un peligro del presente que amenaza nuestro futuro. Él veía que la sociedad impulsa a la estupidez, la fomenta y abriga, lo que la hace más peligrosa y más difícil de combatir que la maldad. Él entiende a la estupidez no como una falta de inteligencia o de preparación, sino como una especie de “bloqueo” espiritual que le impide a la persona pensar de manera crítica y actuar con autonomía. Este bloqueo se vuelve especialmente peligroso en épocas de abuso de poder, cuando existen grupos que exigen obediencia ciega o cuando las personas tienden a entregar su responsabilidad y su destino en manos de líderes iluminados, de otras autoridades o de mayorías. Por eso está convencido nuestro autor de que la estupidez no es un problema personal o individual, sino colectivo o social, que es impulsado por ideologías, propaganda o miedo. Es precisamente cuando las personas abdican de su capacidad de pensar de manera crítica y de actuar de forma reflexiva y autónoma que surge y se impone la estupidez. Esto ocurre por comodidad, por miedo o por el deseo de pertenecer a un grupo. Dichos mecanismos de poder que se valen de la estulticia colectiva paralizan el entendimiento y hacen a las personas susceptibles de ser manipuladas. Esta estulticia es especialmente peligrosa cuando es subconsciente, pues quien actúa dentro de esta estupidez colectiva cree con firmeza estar en lo cierto y defiende con pasión y vigor sus puntos de vista, rechazando enérgicamente todo parecer en contrario; para él no hay argumentación contraria ni evidencias de la realidad que valgan.

Es precisamente la mezcla de poder político y de estupidez la que produce una especie de círculo vicioso, pues genera a su vez más estulticia en la gente, quien cómodamente entrega su responsabilidad, su seguridad y su iniciativa en manos del líder autoritario, del caudillo o del grupo en el poder. Esto provoca, como consecuencia, que la gente ignore verdades evidentes y apoye decisiones absurdas, especialmente en regímenes autoritarios, en donde los dirigentes se aprovechan de la estupidez colectiva y la fomentan, pues la obediencia y el deseo individual de integrarse a las mayorías ayudan a afianzar a los gobernantes en el poder. Y así ad infinitum.

Todo lo anterior ha sido confirmado con los experimentos que desarrolló en 1951 el psicólogo social Solomon Asch acerca del conformismo social: en general, sus conclusiones apuntan a que las personas son capaces de renunciar a sus propias opiniones con tal de poder acomodarse o integrarse al grupo dominante.

Para terminar, diremos que el malvado sabe que es un malvado, el ladrón sabe que es un ladrón, pero el estúpido no se tiene a sí mismo por estúpido. De ahí la dificultad de luchar contra la estulticia. Las palabras y reflexiones de Bonhoeffer no son solamente una llamada urgente para estar alertas, sino una exigencia para mantenernos siempre despiertos, para actuar con responsabilidad y enfrentarnos con valor a este estado de cosas en el que la estupidez campea y marcha triunfante y orgullosa por todo el orbe.