Quid enim proficit homo, si lucretur universum mundum,
se autem ipsum perdat vel detrimentum sui faciat? (Lc 9 :25).
Dedicado a mi padre, con quien he discutido este tema.
Existen muchas razones para mantener el confinamiento. Ciertamente, la pandemia ha cobrado una importante cantidad de vidas—algunos sostienen que ya superamos la cifra del medio millón de fallecimientos—, y no es fácil vislumbrar el arribo de la ansiada inmunidad de rebaño. No hay duda de que muchos, colegas y estudiantes, tienen razones de peso que justifican su decisión de quedarse en casa: desde padres o abuelos enfermos, un hijo en condición de vulnerabilidad, o la lógica económica del foráneo de quedarse en casa para no gastar una cartera de por sí menguada. No podemos dejar de ver a estos que necesitan una protección especial, antes bien tenemos que seguir trabajando para ofrecerles la mejor experiencia, laboral o educativa, posible.
Querría yo aquí, sin embargo, ir más bien a las razones para el regreso. Un regreso que se antoja difícil, atropellado por un sinfín de contingencias que no teníamos idea de que podían saltar en medio de una clase donde la mitad te observa en vivo y la otra mitad a través de una pantalla. Desde mi particular encargo, he podido notar las dificultades de armar grupos en una variedad de modalidades, con necesidades especiales para profesores, con problemas de salones, de audio, video, conectividad, internet, etc.; he visto colegas correr de lo virtual a lo presencial. Y, sin embargo, entre los que hemos comenzado el regreso, me parece—quizá hablo solamente de mi experiencia personal—que existe una sensación de alivio casi gozoso. Quizá seamos los cavernícolas, aquellos a quienes la tecnología nos da sarpullido, los que celebramos el regreso. Mi hipótesis es, sin embargo, que el regreso responde a una necesidad vital, urgente, y para la que, desafortunadamente, vamos tarde.
El día de hoy Excélsior publica una nota que informa sobre el aumento, en 12 por ciento, de los suicidios entre niños y adolescentes, así como sobre el llamado de Unicef a priorizar la salud mental de los niños. Si bien nuestros estudiantes ya no califican como adolescentes, no me parece que la lógica de la nota no aplique a nuestros universitarios. Vayamos, empero, desde la niñez hacia la juventud.
¿Quién podría negar que, cuando niños, la escuela era nada más que un trade-off: tenías que estar en el salón de clase, aprender algunas cosas y aprobar los exámenes, a cambio del preciado lujo de pasar el recreo jugando con tus amigos? La socialización en la infancia es, sin duda, mucho más importante que la adquisición de conocimientos. Socializamos para convertirnos en personas, para comenzar a ser en un sentido auténtico, esto es, social. La familia es una primera comunidad, fundamental, pero todavía demasiado homogénea como para educar al ser social. La niña o el niño deben salir y encontrar al otro—al otro como distinto—y aprender a ver en él o en ella a un semejante, a comprender la difícil tarea de la unidad a través de la diferencia de la que habla Charles Taylor, que deriva precisamente de la paradójica unidad en pluralidad revelada en el misterio Trinitario.
¿Es realmente distinto para nuestros universitarios? Ciertamente, la adquisición de conocimientos y herramientas para la vida laboral—así como, en lo profundo, la cristalización del proceso de convertirse en personas—cobra una gran importancia. Pero, ¿para quién no fue la universidad un tiempo de gozo, de camaradería, la abundancia de alternativas? Pasar la universidad sin hacer entrañables amigos—y no, como ahora parece sugerirse, “contactos” para la vida laboral—sugiere una experiencia trunca, limitada al intercambio estéril de conocimientos entre proveedor y cliente. La educación no puede estar desligada del contacto, del encuentro. Sólo en una lógica de encuentro la universidad forma personas, pues sin el encuentro el “yo” no puede ir al “tú”. Un like, un retweet, un tik tok, no son sustitutos—de hecho, son más bien impedimentos—del encuentro personal.
Desde hace ya meses sugerí la conveniencia de escuchar a Giorgio Agamben: cuando la vida se convierte en mera supervivencia, cuando los mecanismos de poder, à la Foucault, permean al punto de manufacturar individuos dóciles, cualquier proyecto auténticamente humano, cualquier esperanza de encontrar grandeza en el mundo, está en peligro. La salud, decía mi querido Mathias Nebel, es un bien, uno de los más importantes, pero uno entre otros bienes. Si la lógica del modelo que ha construido el IPBC es correcta, sólo en la armónica interacción de bienes comunes es posible encontrar aquel telos que el modelo define como “humanidad” y que podemos identificar con la eudemonía aristotélica o, mejor, con el agapé cristiano. Cuidar la salud debe ser hoy un punto central en la agenda humana, pero no el único ni, necesariamente, el más importante.
Hoy es necesaria una reflexión sincera sobre los fines del ser humano, sobre las necesidades de nuestras comunidades. Salir al encuentro del otro no implica necesariamente una entrega al contagio. No se sugiere lanzar los tapabocas al cielo y entragarnos a un cálido abrazo, compartir cervezas en medio de una multitud que canta en un estadio repleto. Salir al otro pasa por el cuidado del otro, por el respeto de las normas que el sentido común establece hoy: cubrebocas, distancia, aforos, etc. Pero, en mi opinión, la necesidad de encuentro no puede verse cancelada por el miedo al bicho, por al menos dos razones con las que querría terminar:
- Matemáticamente, la (relativamente) baja mortalidad del bicho, menos de 3 por ciento (nuestro país tiene cifras más altas porque no hace suficientes pruebas, con lo que el universo estudiado se reduce drásticamente, aumentando el peso relativo de las muertes), combinada con la protección de la vacuna (+/-60% de manifestar síntomas y hasta 91% de morir, para la CanSino), hacen que la probabilidad combinada de morir, estando vacunados, sea baja. Diré algo que, hasta hoy, no había dicho: coincido con el siñorpresidente: vivir es un riesgo, no podemos cerrar las puertas y meternos a un búnker, aterrorizados, porque al hacer esto se nos pasa la vida, dejamos de vivir, la vida se convierte en mero simulacro.
- Más importante, el regreso no puede diferirse más ante la ola de suicidios, enfermedades mentales y violencia familiar que estamos experimentando. Vivir sólo puede significar, para la Upaep, vivir dignamente, vivir como personas. He encontrado, en apenas una semana de presencialidad, varios colegas y estudiantes que se acercan a hablar de cuán necesario les es recibir apoyo psicológico, un hombro donde apoyarse, un gesto de amistad, de caridad. Debemos, a este respecto, luchar contra el estigma que ve con malos ojos a quien busca apoyo psicológico o psiquiátrico, contra la tontería de que uno debe salir por sí mismo, que es contraria al más básico personalismo. El necesitado no es sino la contraparte del buen samaritano; sin el uno no existe el otro.
En mi opinión, colegas, es tiempo de salir y recuperar esos espacios comunes donde es posible continuar ese camino de formación de personas. Alguna vez mi padre me dijo algo que ha marcado mi vida. Le pregunté si no le daba miedo, teniendo un cargo público (hace ya mucho tiempo) morir o ser lastimado por sus ideas. Su respuesta sigue siendo un principio en mi vida: me dijo, calmo y honesto, que le daba más miedo sufrir una muerte sin sentido; morir por ideas, por causas, no era causa de miedo sino más bien fuente de sentido.