La pandemia producida por la Covid-19 ha transformado radicalmente las conductas de las personas en los distintos ámbitos, incluyendo el educativo. Esta insólita situación, que se ha prolongado durante todo el curso académico 2020-2021, ha puesto en evidencia que la escuela es más un espacio simbólico que físico, en el cual no son los aprendizajes de contenidos su último fin, sino la formación integral del alumnado; en la que se articulan la construcción del proyecto personal y el compromiso con su carácter relacional y de fomento de una mejor vida en común.
Este nuevo escenario ha puesto a prueba las habilidades docentes respecto al manejo ético tecnológico, al despliegue de todas las posibilidades didácticas que poseen y para reducir la brecha de comunicación con los estudiantes. Las tecnologías digitales e internet permiten una comunicación bidireccional y multidireccional, sin embargo, los ambientes de aprendizaje (virtuales, híbridos o presenciales) serán interactivos sólo si se aprovechan las posibilidades de estas herramientas para conseguir que el aprendizaje alcance su dimensión social, donde los profesores y los alumnos participen en el desarrollo de cada uno; como escenarios de vivencias personales y de proyectos compartidos.
Cabe recordar que todos nuestros pensamientos y decisiones están impregnados en mayor o menor medida de nuestras emociones, sentimientos, pasiones y motivaciones (Martínez-Otero, 2015), por lo que si se quiere incidir en los aprendizajes del alumnado es fundamental aprender a valorar tanto la vertiente afectiva como la cognitiva, dando mayor importancia a las experiencias, a las relaciones y a las situaciones, que a la propia información. De ahí la relevancia de considerar la dimensión afectiva de los educandos, fuertemente implicada en el razonamiento y en la resolución de problemáticas.
Desde esta mirada, el docente constituye un elemento clave para ayudar a los estudiantes a gestionar sus estados afectivos, además de promover un ambiente académico en el que predominen la confianza, la seguridad y la aceptación mutua para una mayor implicación y desempeño de los educandos. De ahí que se requiere de una genuina conexión entre el docente y los estudiantes, que ayude a estos últimos a que crean en sí mismos, en sus fortalezas y en sus posibilidades.
Se trata de contribuir a la construcción de los educandos como sujetos autónomos singulares, a partir de la atención al desarrollo de los aprendizajes, pero también a la atención de los estados emocionales y a la generación de experiencias relacionales de escucha y diálogo. En tal sentido, los escenarios de cooperación, atención personal y apoyo mutuo pueden contribuir a promover los aprendizajes. De ahí que, el mejor aprendizaje en contextos presenciales y virtuales permite a los participantes interactuar entre ellos y con el docente (Pérez-Gómez, 2012). Esto implica poder relacionarse de manera adecuada con los demás, saber y querer cooperar, así como la capacidad de empatizar y de poder resolver de manera pacífica los conflictos que puedan surgir de las interacciones sociales.
Para ello necesario generar entornos educativos en los que se puedan producir los encuentros, la colaboración, la construcción de proyectos conjuntos y de expresión individual y colectiva, a partir del uso de las tecnologías de manera estratégica y situada. Cabe señalar que buena parte de metodologías y herramientas que han supuesto la transición apresurada a la educación remota en línea, después de un ciclo académico de confinamiento, han sido ya integradas por el profesorado y por los alumnos, de modo que es previsible que serán aplicadas aun habiendo superado la pandemia por la COVID-19, por ejemplo, la video-llamada, los foros digitales, las actividades asíncronas, los recursos audiovisuales, etc.
En definitiva, si se quiere fortalecer la relación profesor-alumno es necesario proporcionar contextos respetuosos, de aprendizaje mutuo, en los que se dé apertura a la posibilidad al error y a aprender de éste, a promover la tolerancia y la aceptación de la diferencia, a partir de estimular la cooperación y la empatía. Todos ellos son elementos importantes para el enriquecimiento y desarrollo del alumnado. A este respecto, la educación centrada en la persona es fundamental (Martínez-Orero, 2021) al preocuparse de ayudar a los alumnos a crecer y cumplir con su propósito, haciendo que se sientan valorados y escuchados, que logren sus objetivos, y que contribuyan con su desarrollo en comunidad.
Con tal propósito, el diseño instruccional ha de contemplar espacios estimulantes, así como materiales sugerentes y actividades relevantes para ayudar a los estudiantes a integrar la racionalidad y la afectividad, a través de su implicación en el aprendizaje. Ello incluye el diseño de escenarios flexibles en los que los recursos tecnológicos y pedagógicos contribuyan a la formulación de programas de trabajo personalizados y en grupo, y donde se estimule la confianza y libertad para que cada estudiante participe y colabore con los demás, para responder a los retos de los actuales y futuros escenarios de complejidad, incertidumbre y cambio.
Referencias
Martínez-Otero, V. (2015). La inteligencia afectiva. Teoría, práctica y programa. Madrid: CCS.
Martínez-Otero, V. (2021). La educación personalizada del estudiante. Barcelona: Octaedro.
Pérez-Gómez, A. (2012). Educarse en la era digital. Madrid: Morata