El principio de subsidiaridad
13/10/2021
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Decano de Ciencias Sociales

Mucho se ha dicho y escrito, en los días recientes y ante el embate gubernamental por imponer una ley en materia eléctrica que parece ser un enorme salto al pasado, que estamos en tiempos de definición en lo que toca a delimitar el papel del Estado, del gobierno, de la sociedad y de los particulares, tanto en materia económica como en otros aspectos de la vida nacional. Un principio de la vida social que puede ayudarnos a dilucidar tan importante asunto es el de la subsidiariedad. Pero más que eso: cuando tratamos de entender no solamente cómo es el orden social sino, desde un enfoque normativo, cómo deberían ser los criterios para estructurar dicho orden, tenemos que acercarnos a ciertos principios fundamentales: la solidaridad, el bien común como objetivo de la sociedad, y la subsidiariedad (o subsidiaridad) y de solidaridad. Hoy hablaremos de este último.

Este principio, también llamado “de ayuda ordenada”, nos sirve para entender las relaciones entre la persona humana y la familia, las organizaciones intermedias, los grupos sociales, la sociedad entera y el Estado, para poder delimitar las áreas de competencia y el sentido y dirección de la ayuda que se prestan unos a otros. Como dijimos, esto no sólo vale para el orden social, sino también para el orden dentro de las organizaciones y grupos, como, por ejemplo, en una familia o en una universidad; y también es válido para el orden político, por lo que aquí hay que considerar las relaciones entre, por ejemplo, los municipios y los gobiernos estaduales en un Estado federal, o entre el ámbito federal y el estadual, o entre Estados y organizaciones supranacionales, como la Unión Europea.

Para la Doctrina Social Cristiana, los tres principios son fundamentales, al lado del principio de la dignidad de la persona humana y del llamado principio de conectividad, que nos dice que cualquier tarea encomendada al nivel inferior debe ir acompañada de los recursos necesarios para cumplirla. En general, cuando hablamos de la subsidiaridad, debemos considerar las reglas sobre lo que pertenece al ámbito de las respectivas unidades inferiores y que debería seguir perteneciendo a estas, y en dónde comienza la responsabilidad de las unidades superiores o más amplias, como los Estados nacionales o las organizaciones supranacionales.

Lo que es verdaderamente fundamental –y de ahí el nombre de “ayuda ordenada”- es que el apoyo de la unidad superior respectiva debe ser siempre útil, es decir, debe fomentar y ayudar a la unidad inferior en su desarrollo, sin caer nunca en la tentación de colocarla bajo su tutela permanente, ahogarla, inutilizarla o hacerla abandonar sus esfuerzos para valerse por sí misma.

Etimológicamente, la palabra subsidiaridad proviene del latín subsidium / subsidii, que era como se conocía, en el ejército romano, a la línea o tropas de reserva que intervenían para ayudar, en el momento necesario, a la primera línea. Por eso se entiende también que este vocablo signifique ayuda, apoyo, sostén y asistencia. Aplicado este término al orden en la vida social, Efraín González Morfín lo entendía como una “complementariedad escalonada”, pues regula constructivamente las relaciones que existen entre entes desiguales: entre persona y persona, entre persona y sociedad y viceversa, y entre sociedad y sociedad. Por eso podemos decir que la subsidiariedad presupone la existencia de personas físicas y morales que se relacionan entre sí y que son desiguales, de ahí la expresión “complementariedad escalonada”, pues los “escalones” son de diferente altura y además existe una necesidad en ambas partes de complementarse mutuamente.

Por eso es clave entender que la relación entre desiguales debe ser constructiva, pues debe basarse en la solidaridad, sobre el fundamento de la benevolencia, el respeto y la cooperación, estableciéndose valores y fines comunes a ambas partes y que vinculan a los desiguales. Por eso hablamos de que la subsidiariedad es la solidaridad entre desiguales. Este principio se aplica, por lo tanto, a todas las formas de relación solidaria, como señalamos arriba: entre personas, entre personas y sociedad y entre sociedades. Pero sin la relación más sencilla y fundamental no pueden existir las más complejas de la relación humana: no pueden existir relaciones auténticas entre sociedades si no se basan en las relaciones de las personas con la sociedad, de esta con aquellas, y en las relaciones de las personas entre sí.

Así, es imposible imaginarse que en un Estado federal existan relaciones justas entre las sociedades, si no existen relaciones justas entre cada una de las sociedades y los miembros que las componen, ni entre las personas individuales de las sociedades.

Estas relaciones se establecen entre desiguales; dicha desigualdad puede ser justa o injusta, y proceder del exterior o del interior del ser desigual. Por ejemplo: las personas y grupos que constituyen una sociedad son desiguales entre sí, pues tienen características, capacidades, virtudes y defectos distintos frente a otras personas o grupos, viven en ambientes diversos y se esfuerzan de manera diferente, por lo que la desigualdad, como fenómeno más o menos dinámico, puede disminuir o puede acentuarse.

Pero la subsidiariedad se refiere a las desigualdades justas y razonables, aunque no se limita a ellas: hay que considerar también las desigualdades producto de las estructuras económicas, políticas y sociales injustas y perniciosas. La subsidiariedad, por lo tanto, debe darse entre personas humanas desiguales pero vinculadas por la solidaridad, ya que sin esta última la desigualdad se haría más pronunciada: el que sabe, tiene o puede más se haría cada vez más fuerte frente al que sabe, tiene o puede menos, olvidando que la desigualdad existe para la complementación mediante la solidaridad de la justicia y del amor al prójimo, pues el camino a la caridad pasa primero por la justicia.

Esta ayuda ordenada, por lo tanto, debe prestarse solamente cuando sea necesario, en donde sea necesario, durante el tiempo necesario y procurando no ser necesaria. Esto se debe a que la instancia superior debe respetar a la inferior en su identidad, dignidad, capacidad y desarrollo personal, para que esta instancia inferior acreciente su saber, poder y tener, haga lo que pueda hacer por sí misma y reciba ayuda y apoyo complementario solamente cuando las circunstancias y dificultades rebasen su propia capacidad de respuesta y de acción. En resumen, debe haber tanta acción de la instancia inferior como sea posible y tanta intervención de apoyo por parte de la instancia superior como sea necesario. Tanta actividad, responsabilidad e iniciativa de la instancia inferior como sea posible, y tanta ayuda de la instancia superior cuanto sea necesario. De lo contrario, acudiremos a la despersonalización, incapacidad, atrofia e inutilización permanentes de la instancia inferior.

Traducido lo anterior al orden federal, diríamos que hay que buscar tanto municipio como sea posible y tanto estado como sea necesario; tanto ámbito estadual como sea posible y tanto ámbito federal como sea necesario. Aplicado a un orden social y político determinado, si los programas gubernamentales de ayuda a los más necesitados se llevan a cabo con el interés de mantener a la gente atada a dichos programas, sin pensar en su propio desarrollo, dignidad, impulso e identidad, no serán programas subsidiarios y solidarios sino paternalistas y clientelares; no ayudarán al desarrollo de las personas sino a su esclavitud frente a la ayuda, muy interesada, del gobierno, bajo el lema “do ut des”, como decían los romanos: doy para que me des. Te doy ayuda, me das tu voto; te doy ayuda, me darás tu gratitud eterna y harás lo que yo requiera.

Cuando el poder político no permite que los particulares hagan lo que pueden, saben y quieren dentro de un orden legal justo, estamos frente a medidas antisubsidiarias, antidemocráticas, autoritarias, opresoras e injustas. Pero ocurre algo parecido cuando los particulares, con su actitud, abusan de los que saben, tienen y pueden menos, cuando pagan salarios de hambre, cuando no reparan en las necesidades de las trabajadoras embarazadas, cuando evaden sus responsabilidades sociales, cuando maltratan a sus empleados, cuando ponen a las ganancias por encima de la dignidad de las personas.

En el federalismo, el principio de subsidiariedad es esencial, pero es tan amplio el espectro de las reflexiones que sobre esto podríamos hacer, que merecería un texto aparte, abusando de la paciencia de mis cuatro fieles y amables lectores. Y en lo que atañe a las políticas de desarrollo, la subsidiaridad también es fundamental: las medidas y decisiones en esta materia deben privilegiar al desarrollo de las instancias locales, no de las nacionales, pues hay que buscar construir sobre cimientos fuertes, y esos están abajo.

En una institución universitaria, la subsidiariedad es igualmente esencial: lo que puedan y deban hacer las instancias inferiores (profesores y alumnos, academias de estudio, grupos y centros de investigación, programas académicos, escuelas y facultades, institutos, decanatos), que lo hagan, pues ello repercutirá en el bienestar, desarrollo, esencia, identidad, ímpetu, dinamismo, expansión y capacidad de aportación de dichas instancias y, por supuesto, “de rebote”, de la universidad entera. Cuando estos niveles inferiores no puedan salir una situación dificultosa o cuando la resolución de un problema escape de sus capacidades o posibilidades, allí debe intervenir la instancia superior, observando en todo momento la idea esencial: la prioridad la tiene la instancia inferior, no la superior; esta sólo interviene cuando aquella no esté en condiciones de tomar medidas o decisiones por sí misma o cuando las circunstancias le exijan capacidades o facultades de las que carezca, desde una perspectiva estructural o coyuntural. La acción de las instancias superiores debe conservar su carácter compensatorio, auxiliar, solidario y subsidiario, no substitutorio ni opresor.

Por supuesto que esto es más fácil decirlo que aplicarlo en la vida cotidiana, en el día a día; ello se debe muchas veces, sobre todo en México, a una cultura prevaleciente que privilegia la dirección desde arriba, a la idea de que las instancias superiores siempre pueden hacer mejor las cosas, a la costumbre de querer controlar todo, a la percepción de que las instancias inferiores no tienen capacidades suficientes para valerse por sí mismas o para desarrollarse con sus propios medios e ideas, a un infundado celo de que sólo desde arriba se pueden y deben resguardan los valores que identifican a una institución, a la desconfianza, tan generalizada en nuestro país, frente a los demás. Se trata, en suma, de un problema cultural.