Muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de leer alguna leyenda relativa a alguno de los innumerables santos medievales, que conforman la mayoría del santoral católico. Sin embargo, como seguramente mis cuatro fieles y amables lectores habrán constatado, no siempre es fácil entender el sentido de muchas leyendas, así que ahora trataremos de reflexionar sobre la forma de leerlas y entenderlas.
En primer lugar, hay que entender que los biógrafos medievales no escribían como lo haría un historiador de nuestros días. Una notable excepción es Guernes de Pont-Sainte-Maxence, quien, antes de darse a la tarea de escribir la biografía del obispo inglés Tomás Becket -asesinado a instigación del rey Enrique II en 1170 y canonizado tres años después-, se dedicó a recopilar información de manera concienzuda y a entrevistar a personas que habían sido cercanas a él. Esto lo hizo movido por las dudas que tenía al consultar fuentes en latín sobre el famoso obispo. Así, armado con valiosísima información de primera mano, escribió en 1174 la biografía de Becket, que no sólo es importante por su rigor historiográfico, sino porque además no la escribió en latín, sino en “lengua d’oil”, es decir, en el idioma romance hablado desde el río Loire hacia el norte de la actual Francia y en parte de la actual Bélgica.
Al contrario de Guernes, un biógrafo medieval generalmente no saldría a buscar esa información testimonial, sino que se basaría en leyendas previas, exageraría los números (por ejemplo, de tropas) para darle al lector una imagen más vívida y emocionante de los hechos, y no se preocuparía mucho por confirmar la validez (hoy diríamos “científica”) de su información. Esto no es necesariamente malo, visto desde nuestra perspectiva moderna, sino que hay que entenderlo como un intento de transmitir una enseñanza, no necesariamente información totalmente confirmada, al estilo de lo que hacemos hoy en día.
La literatura sobre santos que encontramos en la Edad Media fue muy popular y se desarrolló muchísimo, al grado de entenderse hoy como un género por sí mismo, llegando quizá a su culmen en el siglo XIII con la maravillosa obra de Santiago de la Vorágine, fraile dominico, llamada “Legenda aurea”, quizá el trabajo enciclopédico medieval más extenso sobre vidas de santos. Sin embargo, al cambiar los criterios para escribir historia, los estudiosos renacentistas vieron esta obra con escepticismo, los ilustrados del siglo XVIII se burlaron de ella y los racionalistas del XIX la despreciaron abiertamente.
Para entender mejor las historias de santos escritas en la Edad Media, lo primero que debemos hacer es despojarnos de la idea de que nuestra forma de escribir historia nos debe dar la pauta y es superior a la medieval. Aquí estamos ante una forma diferente de ver e interpretar la realidad, por lo que no debemos entender cada palabra de manera literal, pues los escritores medievales no lo hacían de esa forma. Así, por ejemplo, si en alguna parte leemos que el cuerpo de algún santo reposa en diferentes lugares a la vez, hay que entender que se dice “el cuerpo” en lugar de “partes del cuerpo”, es decir, que se toma una parte por el todo, lo que los filólogos renacentistas denominarían después como “sinécdoque”: un trozo del cráneo se toma como el cráneo completo, el fémur por el cuerpo entero, etc.
Un ejemplo de esto es la “repartición” de fragmentos del cuerpo de San Luis, Rey de Francia, según un documento de 1308 que se encuentra en París: la Capilla Real recibiría la cabeza (en realidad, unos trozos); el conde de Saint-Pol recibiría los nudillos de un dedo; los dominicos de París recibirían los huesos de una mano; la catedral de Notre-Dame, una costilla, al igual que la abadesa de Pontoise; el abad de Royaumont, una parte del hombro, etc. Al final de cuentas, todos y cada uno de estos personajes podría decir que estarían en posesión del “cuerpo” de San Luis, y todos estarían de acuerdo y diciendo la verdad.
Así que, cuando leamos alguna leyenda medieval sobre algún santo, debemos también adaptarnos al vocabulario, a la mentalidad y a la cosmogonía de la época. La palabra “leyenda” se deriva de la palabra latina “legenda”, es decir: “(lo que es) para leer”. Con esta palabra se denominaban en un principio ciertos pequeños textos que se leían, por ejemplo, en la misa celebrada en la festividad de algún santo. Lo importante en estas pequeñas lecturas es que su objetivo no era, en primer lugar, explicar detalladamente la verdad histórica, sino que se ponía el acento en la enseñanza moral de las historias relatadas., algo en lo que el público medieval era mucho más sensible que el del siglo XXI.
En dichos textos hay que distinguir tres niveles de comentarios: 1) “littera”, 2) “sensus” y 3) “sententia”. El primer elemento tiene que ver con la letra, es decir, con el informe que se lee, en sentido literal. El segundo nivel, el del sentido, tiene que ver con las explicaciones que se hacían para entender correctamente la historia. Por último, como tercer elemento, está el contenido, a saber, la enseñanza que se extrae de lo que hayamos leído. Es precisamente este tercer nivel el que a ojos del Medioevo era el más importante. Esta es la razón del porqué este último elemento se desarrolló con enorme naturalidad pero, para nuestros ojos, con gran ingenuidad, a costas de la precisión del primer nivel, el de la letra. Lo importante para las personas en aquella época era la enseñanza moral, no la precisión histórica ni la capacidad de corroborar los hechos y los datos.
Aquí está también la explicación de que haya muchos milagros que se atribuyen a diferentes personajes. Un ejemplo típico es cuando una persona es decapitada y, tomando en sus manos su propia cabeza, avanza unos pasos antes de caer al suelo. Esto se atribuye a San Dionisio, a San Albán de Verulam (cerca de Londres), a San Albán de Maguncia (posiblemente como una confusión con el anterior), y a San Gaudencio. Lo que significa el hecho de caminar, una vez decapitado, es que después de la muerte hay vida, es decir, esos cuantos pasos significan la certeza de la vida después de la muerte. En esto se pone la atención, no en la imposibilidad científica de que en verdad ocurran esos pasos con la propia cabeza en las manos.
Algo similar ocurre con Santa Isabel de Turingia, quien, al ser sorprendida llevando alimentos para los pobres, recibe la orden de mostrar lo que lleva debajo de su delantal. Ella lo hace y he aquí que caen al suelo muchas rosas. Estas rosas también aparecen en la leyenda de Santa Rosalía de Nápoles, igualmente en su delantal; y en Santa Casilda de Burgos, una conversa de origen sarraceno. Por eso es que no es nada extraño que las rosas jueguen también un papel fundamental, cayendo de una especie de delantal, en el fenómeno guadalupano, que sigue todos los cánones –dicho sea de paso- de las historias de apariciones marianas medievales.
Para el lector o para el escucha de esas lejanas épocas lo importante no era reflexionar cómo es que aparecen de pronto esas rosas y comprobar que científicamente su existencia fuese o no posible, sino meditar sobre la bondad y caridad de Santa Isabel, sobre la pobreza y generosidad de Santa Rosalía, y sobre la valentía y misericordia de Santa Casilda. Esta última era hija del emir de Toledo y, a escondidas, llevaba comida a los prisioneros cristianos hasta que, en una ocasión, al ser descubierta, los alimentos que llevaba ocultos entre sus ropas se convirtieron en rosas.
La Edad Media no sólo tenía un sentido muy especial y muy sensible frente a lo maravilloso, sino también frente a lo que pasaba en la Naturaleza, pues también ella no ayuda a entender mejor las virtudes morales. Así hay que entender la historia de las abejas que se posan en los labios de San Ambrosio, cuando este era aún un niño. Quizá la leyenda se derive de la palabra “ambrosía”, esa bebida a base de miel que los dioses del Olimpo bebían, aunque lo más probable es que, dado que San Ambrosio pasa por ser el gran fundador del canto litúrgico occidental (el llamado “Canto Ambrosiano”, que sigue cantándose en la diócesis de Milán), la leyenda de las abejas dé a entender la dulzura del canto que emanaba de los labios del obispo. Por cierto, algunas leyendas de la Antigüedad nos hablan de las abejas posándose en los labios de Platón y de Píndaro.
Este amor por la Naturaleza lo encontramos en innumerables leyendas de santos, culminando quizá en San Francisco de Asís y la historia, hermosamente plasmada en un poema del poeta nicaragüense Rubén Darío, del lobo de Gubbio, el terrible lobo, a quien el santo domestica pero al final pierde, cuando el lobo bueno prefiere huir de la maldad de los hombres y vuelve al monte.
Las leyendas de los santos no sólo aparecen, en el Medioevo, en textos de todo tipo, sino también, muy profusamente, en miniaturas, esculturas, pinturas, claustros y fachadas. Por eso, las iglesias góticas se entendían como “libros abiertos para los iletrados”, llenas de simbolismos, historias y figuras que nos ayudan a la reflexión, a la meditación y a mejorar como cristianos. Sin embargo, muchos de esos símbolos son difíciles de escudriñar y de entender para el ojo moderno. En ese sentido, los iletrados somos nosotros.