La historia de la educación no es la historia de la escuela, la primera antecede a la segunda, desbordándola en cuanto a sus alcances, propósitos, visiones y sentidos. Sin embargo, es común que, en lo cotidiano, cuando nos referimos a la educación, inmediatamente pensemos en la escuela. Posiblemente esto se deba a que hemos sido escolarizados, es decir, pasamos gran parte de nuestra vida en esta institución, de tal suerte que la idea de educación no puede hacerse presente sin evocar los edificios con sus salones y pasillos, en los cuales aprendimos, socializamos y también posiblemente hicimos varios amigos.
No obstante, si bien esta experiencia cotidiana de lo escolar posibilita que tengamos una comprensión de su funcionamiento, sus normativas, las reglas y sus formas de operar, también puede implicar la naturalización de lo dado. En otras palabras, hemos estado tanto tiempo en la escuela que es muy probable que hayamos internalizado sus lógicas y racionalidades, a tal grado que seamos incapaces de percibir y mirar con extrañeza aquellas prácticas que posiblemente han producido desigualdades, violencias e incluso discriminaciones en los estudiantes y que, pasando como legítimas y justas, han facilitado su cristalización y duración en el tiempo sin que medie una reflexión a profundidad de sus fundamentos.
Me parece que esto ha ocurrido en temas relacionados con la disciplina escolar, donde la imposición de cierta forma ideal de comportarse al interior de la escuela, ha negado otras consideradas problemáticas e incluso patológicas. Sin duda lo anterior no ha sido posible sin la ayuda de los procesos de evaluación escolar, sobre todo aquéllos en donde los comportamientos deseables se han traslapado con nociones como la de rendimiento, dando cuenta de un proceso evaluativo que no sólo ha valorado los conocimientos, habilidades y destrezas de los estudiantes, sino también sus actitudes y disposiciones para con las actividades que cotidianamente se han dispuesto como necesarias para su aprendizaje.
Cabe aclarar este punto, no es que le evaluación no deba atender las actitudes de los estudiantes, pues por supuesto que dicha disposición es un elemento central para la realización de la tarea y, en general, para cualquier aprendizaje, sin embargo, en su puesta en acto, la línea entre lo que debe “saber” el estudiante y cómo se debe comportar, es muy difusa. En muchos casos, lo anterior ha dado como resultado el uso excesivo de la evaluación como forma de coerción e imposición para con los estudiantes. Un tipo de violencia simbólica que más que posibilitar un diálogo, ha premiado el castigo y con ello ha generado animadversiones en los estudiantes, produciendo aquello que quería combatir.
Dubet menciona que la “violencia antiescolar”, es la violencia que genera la propia escuela, cuando la aplicación de sus normas, reglas y lógicas sólo se presentan de forma arbitraria, judicializando el espacio educativo y repartiendo castigos a diestra y siniestra. Para los que pensamos que la escuela debería ser un espacio de sostenimiento para los estudiantes, donde se les brinde apoyo y se posibilite un emplazamiento de formas de socialización, el escenario que he mostrado definitivamente no ayuda a “contenerlos”.
Es en este punto donde, si queremos avanzar hacia sistemas con justicia social, valdría la pena empezar a pensar en la necesidad primaria de trabajar en una justicia afectiva. Hablar de justicia afectiva implica imaginar dos esferas que, por lo regular han aparecido juntas en el espacio escolar, pero que tendrían que tratarse de forma diferenciada.
Me queda claro que el éxito académico es central en el espacio escolar, sin embargo, habría que hacer un esfuerzo por repensar lo que puede o no considerarse exitoso. Por ejemplo, las buenas notas son, en muchos casos, sinónimo de éxito, no obstante, todos sabemos que no implican forzosamente que en la vida, aquéllos que tuvieron excelentes calificaciones, tendrán experiencias plenas. Si bien esto es sabido casi por todos, parece desdibujarse en el día a día. Profesores, estudiantes y padres de familia desean, buscan y se esfuerzan por las buenas notas. En este marco, al parecer, las altas calificaciones no sólo representan un cierto reconocimiento e incluso estatus escolar, también implican elementos afectivos que el propio aparato escolar distribuye ahí donde esta idea de éxito aparece.
Las lógicas escolares parecen desbordar sus afectos en presencia de estudiantes con buenas calificaciones. Lo anterior no es sólo el deseo individual y la voluntad del docente, estructuralmente lo escolar está pensado para “premiar” y “querer” lo exitoso frente a lo que no lo es. Por ejemplo, un estudiante con excelentes calificaciones seguramente será reconocido, nombrado, puesto como ejemplo, muchas más veces que un estudiante “promedio”; aparecerá en el cuadro de honor, llevará la bandera los lunes en el acto cívico, representará a la escuela en concursos, dirá las palabras de despedida a la generación, etc. De esta forma, los afectos se distribuirán desigualmente si pensamos que todos aquellos estudiantes que no logren “destacar”, no tendrán el privilegio de los premios y honores que están dispuestos para los “elegidos”.
Lo anterior parece jugar en contra de todos los esfuerzos que muchas instituciones y profesores hacen para motivar a los estudiantes, no a obtener las mejores calificaciones, pero sí para aprender, socializar y convivir. Cuando un estudiante ha pasado por las aulas y crecido en ellas creyendo que no es ni será bueno para “la escuela”, efectivamente, así será. Además, si a esto se le agrega que tampoco se sienta parte de la comunidad escolar, pues lo que ha recibido sistemáticamente es cierta forma de desencanto, recriminación e incluso rechazo, tenemos frente a nosotros un problema mayúsculo. Una especie de circularidad viciosa que, por un lado, afectivamente no posibilita la construcción de ciertas disposiciones hacia el aprendizaje, pero por otro, constituye un proceso de subjetivación en donde los pobres resultados sólo sirven para reafirmar lo que se sospechaba, la idea de que “no todos somos buenos para la escuela”.
Es así que tenemos dos esferas centrales, una que tiene que ver con el propio rendimiento, y otra que da cuenta de la afectividad. El problema es que estas esferas se encuentran traslapadas y, en la práctica, los afectos se vierten mayoritariamente hacia los que les “va bien” en las instituciones escolares, relegando a segundo plano a aquéllos que no son considerados exitosos. Una justicia afectiva, siguiendo a Waltzer, tendría que ayudar a pensar las esferas por separado, es decir, no importando las notas de los estudiantes, su rendimiento, incluso sus conductas, los afectos tendrían que estar presentes de forma equitativa, reafirmando la existencia y singularidad de cada estudiante, reconociendo que su valor no está en las calificaciones que puedan alcanzar, sino en su posibilidad para contribuir, desde su realidad, a construir una escuela y un mundo en donde podamos estar juntos con nuestras diferencias.