Desde las elecciones, la Cuarta Transformación, como así se hace llamar, anunció ese giro de carácter copernicano a la política del país. La promesa fue, desde un inicio, aniquilar el neoliberalismo de nuestras vidas y constituir un nuevo proyecto de nación, donde las imágenes de una auténtica justicia social pudieran ser miradas, percibidas y vividas por cada uno de los ciudadanos que radica a lo largo y ancho de la República Mexicana.
En el campo educativo, dichos cambios se materializaron no sólo desde la retórica constante del ejecutivo sobre el papel que juega la educación en el desarrollo humano y las formas históricas en que ésta parecía ser un bien escaso, sobre todo en los lugares donde la precariedad, la exclusión, la desigualdad y la discriminación representan la constante para muchos niños y jóvenes que ni siquiera tienen permitido constituir su aspiración por la asistencia a las aulas de dichas instituciones y, por ende, construir un proyecto de vida donde el deseo por educarse fuera parte de un plan a futuro. El cambio vino con una suerte de voluntad política, visible en la modificación de los principales ordenamientos jurídicos sobre el sistema educativo mexicano.
Las reformas al Artículo 3 Constitucional llevaron a un máximo histórico el tema del derecho a la educación al promulgar que no sólo la educación básica y media superior debía ser obligatoria y gratuita, sino que además la educación superior debía entrar en el mismo kit. Habría que señalar que este cambio no fue anunciado sin producir una serie de debates en torno a los efectos de la modificación señalada. Lo primero que emergió como preocupación fue el tema de la autonomía universitaria, sobre todo porque si bien, la mayoría de las Instituciones de Educación Superior en el país no se pueden denominar autónomas, es una realidad que las grandes casas de estudio sí lo son. No obstante, la discusión de la Ley General de Educación Superior signó por el respeto a la autonomía de las Universidades, no sin antes haber presenciado un fuerte debate académico en todo el país. Lo cierto es que muchos miraron la decisión de universalizar y volverla obligatoria como un avance significativo en materia de justicia, no sólo educativa, sino también social.
Pero como la historia nos ha enseñado, los cambios no se dan por decreto, ni de un día a otro. Si bien el hecho que se encuentre en la ley constituye cierto campo de visibilidad frente al problema del derecho a la educación superior, no basta para hacerlo realidad.
Desde este marco, habría que rescatar que una referencia que es central en los nuevos discursos político-educativos es el tema del derecho a la educación y la justicia social, sobre todo, desde dos ejes analíticos desde los cuales puede ser entendida dicha noción de justicia, uno es el eje redistributivo y el otro, el de reconocimiento.
Al parecer, el eje redistributivo se ha hecho presente en la medida que las acciones de política han intentado visibilizar a los que se habían quedado en las sombras y en los márgenes. Las estrategias discursivas seleccionadas, han sido tomadas esencialmente de algunas teorías sobre la justicia social, sobre todo aquéllas que pugnan por la transformación y la redistribución de los bienes materiales y simbólicos que se antojan injustamente colocados en lo social.
En esta lucha, los “pobres en México” representan la parte agraviada y negada. Un grupo cuya característica, que los hace equivalentes, es haber vivido al margen del desarrollo humano y en la carencia constante no sólo de bienes materiales, sino también simbólicos en la medida que, siendo invisibilizados por muchas políticas, no se había reconocido que su condición “vulnerable”, era producto de una exterioridad y no de una condición netamente individual. De tal suerte que la urgencia primera era intentar revertir los efectos que históricamente habían caído sobre dicho grupo.
Habría que señalar que abordar el tema de la justicia social implica la inmersión en un mar de posturas teóricas, principios explicativos, miradas ontológicas y prácticas específicas. Un ejemplo de lo anterior puede ser visible en el debate entre reconocimiento y redistribución entre Fraser y Butler. El dilema plantea, grosso modo, que las políticas de reconocimiento se apoyan en visiones de la cultura que posibilitan pensar a los grupos humanos desde identidades particulares y específicas, identidades que históricamente han sido negadas e invisibilizadas, gracias a la hegemonía de formas de ser y estar que niegan la alteridad o la desdibujan en lo uno. Así, el reconocimiento pasa por una afirmación de la individualidad y la pertenencia de determinados grupos culturales que representan la diversidad humana siempre existente, pero ahora en proceso de emergencia permanente. Las políticas, desde está lógica, tendrían que respetar las diferencias y redistribuir simbólicamente su lugar, permitir pasar de los espacios soterrados a una relación de igualdad frente a otras identidades o subjetividades.
La justicia social vendría ahí donde la ley hiciera visible las formas de opresión identitaria y las reposicionara en el lugar de la valía humana. No obstante, para académicas como Butler, la trampa del reconocimiento está en la escasa atención que presta a la redistribución material de las condiciones de vida existentes. La justicia social no puede reducirse formas netamente culturales, pues se olvida que lo que subyace a dichas diferenciaciones tiene sus raíces en condiciones y formas de existencia material y, por ende, económicas.
Llevando a su extremo el debate, parecería entonces que las reformas a la educación superior lo que han permitido es la visibilización de un grupo que pretende ocupar el lugar y la representación del oprimido. “Primero los pobres”, pareciera la puesta hegemónica y fin de la lucha por la representación, colocando la noción marxiana de clase al centro. Estableciendo así un tipo de conciencia de clase que pueda activar la lucha por la justicia social. A primera vista, parecería que, en el dilema antes expuesto, el gobierno le va a la redistribución, pues ha fijado en su agenda combatir la pobreza material, colocando a la educación como un arma para que el desarrollo humano llegue a todos.
Cabe aclarar que no es que otros grupos identitarios hayan sido reconocidos por las políticas y leyes, están ahí nombrados sin duda, no obstante, la lucha por la representación tiene un vencedor, y este es el pobre a secas. Lo anterior entonces tendría que abrir paso al ejercicio redistributivo, a la disminución de la pobreza, a la igualación del campo y con ello de las oportunidades. Una vez que todos los estudiantes puedan acceder a la educación, la competencia será más justa y las desigualdades que queden podrán considerarse igualmente justas.
Una de las estrategias para hacer una realidad la justicia social ha sido la distribución de becas para los estudiantes, lo cual sin duda es congruente con un ejercicio de redistribución económico. Sin embargo, en una especie de alquimia social, el gobierno ha puesto en tensión el dilema reconocimiento- redistribución, es decir, ha logrado transmutar la clase a una identidad que más que ausencia material, pareciera en falta de posicionamiento cultural.
Si bien hoy por hoy las becas han ayudado a los estudiantes necesitados económicamente, el ejercicio redistributivo no ha llegado a todas partes. Los recortes a la educación muestran la trampa del nuevo reconocimiento de grupo. Los estudiantes ahora tienen un apoyo económico para continuar con sus estudios, en ese sentido dicho reconocimiento se ha hecho presente, sin embargo, no así se ha preparado el terreno para que, una vez que han resuelto, momentáneamente, el problema más inmediato, estén en disposición para aprender y hacer uso de esa llave maestra que es la educación.
Cuando las instituciones, en donde los estudiantes podrán ejercer su derecho a la educación, pueden clasificarse más por su escasez en cuanto a recursos materiales y humanos, la beca corre el riesgo de convertirse en un paliativo que sólo los reconoce pero que escasamente transforma el estado actual en el que se encuentran. En otras palabras, el gobierno ha subvertido el dilema reconocimiento – redistribución, al tomar la clase y convertirla en una nueva identidad cultural y con ello caer en la trampa de dejar intactas las relaciones y condiciones materiales de su existencia.
Es así que la pobreza como clase, deviene en identidad cultural reconocida, pero continuamente estática frente al tablero social, político y económico. Lo anterior es visible cuando el derecho a la educación parece conformarse con la existencia de cupos suficientes para todos, pero dejando la duda por la cualidad del contenido, por la calidad o, si ustedes quieren, por la excelencia de los servicios educativos, que hoy parecen precarizarse frente a los recortes de la austeridad republicana.
Para finalizar quisiera comentar que la sensación que me da el avance político del país es que para este gobierno “prometer no empobrece”. Que el dilema reconocimiento- redistribución está vigente, pero subvertido, de tal suerte que tengo la sensación que debo volver a leer el debate entre Nancy Fraser y Judith Butler, pues, como diría Carlos Monsiváis, “o ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo”.
[1] A propósito del libro “Análisis de la política en Educación Superior bajo el gobierno de AMLO. ¿Cambio, continuidad o regresión? Coordinado por Pedro Flores Crespo y César García García