Considerado como uno de los más grandes representantes de la reforma intelectual y espiritual del Renacimiento, Erasmo de Rotterdam (1466-1536) es uno de esos intelectuales cuyo pensamiento nos sigue interpelando de múltiples formas. Éste es el caso de uno de sus escritos más emblemáticos, a saber, su Elogio a la estupidez, una brillante sátira a través de la cual el humanista cuestiona a la sociedad de su época y elabora fuertes críticas a diversos sectores de esta, incluyendo al clero, a los intelectuales y al público en general. Erasmo lanza estocadas mortales a diestra y siniestra, con un espíritu crítico semejante al que encontramos en la Utopía de santo Tomás Moro (1478-1535), amigo íntimo de nuestro humanista, con quien compartía su profunda admiración por el estudio de las letras y el amor a la verdad. Si bien su crítica apunta, fundamentalmente, a todas aquellas estructuras sociales y políticas heredadas por una escolástica bastante desgastada -y, por qué no, bastante tergiversada-, fácilmente podemos encontrar pasajes en los que pareciera que Erasmo escribe pensando en nuestra sociedad y sus diversas problemáticas, como se puede observar en el siguiente pasaje:
Más aún: cuanto más tonto es algo, más admiradores se gana, igual que las peores cosas siempre agrada a la mayoría, porque -como hemos dicho- la mayor parte de los seres humanos está dominada por la Estupidez. Como consecuencia, si quien es más torpe se encuentra a sí mismo mucho más agradable y es admirado por más personas, ¿por qué habría de preferir éste la verdadera sabiduría, que en primer lugar va a costarle mucho, luego le va a volver mucho más pedante y retraído, y por último va a gustar a mucho menos gente? (Erasmo de Rotterdam, Elogio de la estupidez).
En octubre del 2000, MTV transmitía por primera vez el programa Jackass, donde Johny Knoxville y su equipo se encargaría de hacer bromas pesadas, arriesgadas y dolorosas, para captar la atención del público. Cuanto más estúpidas eran éstas, más gente captaban, como si las palabras del humanista de Rotterdam cobraran vida. El problema de este tipo de programas no es tanto que sirviera como distracción para millones de televidentes, sino que promovieran la estupidez como modelo prioritario para la industria del entretenimiento. Si bien es cierto que este programa no fue el primero de esta especie, la magnitud de la estupidez a la que llegaban con cada nuevo episodio, superaban con creces al anterior, llegando a alcanzar niveles insospechados de estupidez y violencia.
No es raro que esta forma de estupidez se propagara con mayor fuerza con la aparición de las redes sociales, con la presencia de los youtubers y, todavía más, con la aparición de una gran cantidad de influencers que, más que promover un diálogo crítico e informado, se han encargado de hacer rentable la estupidez. Con esto, sin embargo, no quiero decir ni que todos los creadores de contenido promuevan la estupidez, ni que las masas de seguidores sean estúpidas, como si toda la estupidez del mundo fuese responsabilidad suya (algo que se antoja, además de pedante, demasiado exagerado). No es que todos los creadores de contenido digan o hagan cosas estúpidas, es claro que también existen una amplia oferta de influencers o youtubers que se aboca a generar contenidos más ricos e inteligentes. Lo cierto es que sus números -los likes, las suscripciones, el número de personas alcanzadas, etc.-, no llegan a ser del todo comparables con los de aquellos que han hecho de la estupidez algo rentable: la estupidez vende más que la sabiduría y, por ende, logra más followers y views.
Pero la estupidez de la que habla Erasmo va mucho más allá de los confines de lo absurdo y lo ridículo, para extenderse también a la pedantería de los intelectuales y los demás hombres de sociedad, donde encontramos ciertos aires de estulticia que no podemos negar. Así, por ejemplo, Erasmo critica la petulancia de los gramáticos, en especial de aquellos que creen “haber encontrado alguna doctrina novedosa” y, en su afán de grandeza, “consiguen de manera sorprendente que unas madrecitas estúpidas y sus padres atontados les tengan por lo que ellos mismos se hacen pasar” (Erasmo de Rotterdam, Elogio de la estupidez). Critica también a los poetas que sólo buscan los aplausos, a los jurisconsultos que contienden en charlatanería, a los teólogos que presumen de comprender los grandes misterios de la fe, y a los filósofos que, en su arrogancia, “aunque no sepan nada, no obstante, creen saberlo todo” (Erasmo de Rotterdam, Elogio de la estupidez).
En fin, son muchas las formas de estupidez de las que conviene estar advertidos, máxime en una cultura como la nuestra que, en el frenesí mismo de la moda y su culto a la inmediatez, nos conduce a un mundo cada vez más lleno de estulticia. Para ello conviene tener a la mano el consejo de uno de los más grandes humanistas, uno de esos intelectuales que fue sensible a su contexto y que nos permite sensibilizarnos a los problemas que enfrentamos en la actualidad.