“Unidad en la diversidad; diversidad en la unidad”
Basta analizar el propio vocablo ‘universidad’ para darse cuenta que es compuesto y en su composición encierra ya una esencia y una misión: unidad (‘unum’) en la diversidad (‘versitas’).
Del fino balance de estos dos ingredientes que hacen la amalgama depende casi todo. Si se sobre acentúa el ‘unum’ se llega a la uniformidad, al pensamiento único, a la estéril monotonía, a la repetición no creativa. ¿Si es tan dañino por qué en la historia ha habido esa posición? Porque el ‘unum’ llevado al extremo es tentador: se evitarían conflictos, se evitaría la “molesta diferencia”, habría un unánime parecer que disolvería problemas. (Pensemos en Heidegger cuando para 1933 fue rector de la Universidad de Friburgo y cómo justificó el nazismo como ‘unum’ de esa generación de estudiantes y profesores). Por el contrario, si sobreacentuamos la ‘versitas’ se alcanza el pluralismo atomista, el relativismo, la indiferencia, la fragmentación de saberes, de visiones y de proyectos. ¿Si es tan dañino por qué también hay quienes se colocan en este punto? Porque también entraña una tentación: la falsa paz, el “laissez faire” que busca la realización de todos los egoísmos en una ecuación que arroje el menor de los desgastes (Pensemos en universidades actuales que son vergonzantes de su ideario con tal de no herir susceptibilidades).
Por supuesto, a poco pensar, también encontramos lo que de positivo y bueno tienen ambas realidades. En efecto, el ‘unum’ es concordia, unidad, comunidad, amistad. La ‘versitas’ es alteridad, creatividad, perspectiva, riqueza… ¿Cómo beber de ambas copas sin terminar en la embriaguez de sus excesos? Permaneciendo en la “tensión”, es decir, guardando el equilibrio (difícil equilibrio) que supone el punto medio. La universidad no se realiza en los extremos, sino en la tensión.
La Universidad de París, en el siglo XIII, era el mayor y más potente centro de pensamiento de Occidente. Allí coincidieron dos italianos, los más grandes maestros de su siglo: Tomás de Aquino y Buenaventura de Bagnoregio. Además, dos grandes santos. Los dos, Doctores de la Iglesia. Ambas luminarias, sin embargo, pensaban diferente. Tomás acogió la filosofía de Aristóteles –tomar el pensamiento de un ‘pagano’ a muchos resultaba sospechoso y digno de desconfianza– y la armonizaba con la fe revelada. Tomás logró una síntesis maravillosa, creativa, nueva, osada. Buenaventura acogió más bien el filosofar de San Agustín y lo revitalizó a partir de la escuela franciscana; repensó la tradición, proyectó luces aún no vistas sobre el agustinismo y le dio una potencia maravillosa.
Supongo que para el ala más ‘conservadora’ de la Universidad de París, Buenaventura debió parecer más seguro, más fiel, más ortodoxo. La gran dificultad de él fue soplar sobre los rescoldos de un agustinismo no siempre bien entendido para sacar toda su potencia, para hacer surgir de nuevo su llama. Igualmente imagino que para el ala más osada y ‘progresista’, más bien Tomás fue su faro: más potente y más genial, desentrañando novedades y generando nuevas hermenéuticas. Una de las dificultades que Tomás tuvo que sortear, sin duda, fue la de escudriñar lo que de bueno había en la filosofía pagana y cómo conciliarlo, fecundarlo y potenciarlo con la revelación. No olvidemos que hubo distintos aristotelismos heterodoxos…
¿Cómo ser creativos en el suelo firme de lo seguro? San Buenaventura es un ejemplo. ¿Cómo ser fieles caminando en el filo de la navaja de lo inseguro? Santo Tomás es otro ejemplo.
Me gusta imaginar cómo debieron ser ambos colegas. Seguramente discutían mucho, pulían argumentos, debatían tesis. La admiración que cada uno sentía por el otro les obligaba a leerse bien, a comprenderse, a aquilatar argumentos, a reconocer y respetar los irrenunciables, a valorar los puntos en común. No había falsos respetos humanos entre ellos. Y seguramente su vida intelectual les llevó a acalorados debates. Y tal vez al final del día, ambos maestros, ambos genios iban juntos a celebrar la eucaristía, a darse la paz, a comulgar.
Lo anterior no lo comparto para generar un falso patetismo, sino para enfocar que, si la Universidad de París fue lo que fue, es porque supo acoger en su seno la diversidad, pero no una diversidad en caos, sino una diversidad en la unidad, en la amistad; una diversidad que, dicho sea de paso, no era del todo diversa, porque compartía un núcleo común. El “unum” no se logra compartiendo lo periférico o accesorio, sino comulgando en la substancia y en lo medular, en un horizonte de sentido. Obviamente en la Universidad de París hubo muchos profesores y hubo más posturas intelectuales, pero el ejemplo de estos dos grandes profesores es una lección perenne para las universidades católicas. Por cierto, el 17 de marzo de 2010 Benedicto XVI dedicó una audiencia a hablar de ambos pensadores como “dos vías a Dios”: es un texto extraordinario.
¿Cómo es nuestra Universidad? ¿Más ‘unum’ que ‘versitas’ o al contrario? ¿Cómo la soñamos y cómo buscaremos la tensión fecunda y el difícil punto medio? En caso que haya uni-versidad, ¿en qué comulgamos, qué es aquello en lo que coincidimos y compartimos? ¿El ‘unum’ lo hace únicamente el software, el color rojo de los viernes o una porra? No niego que lo anterior sea “expresión” de comunidad, más bien opino que no puede ser el elemento en que gravite la unidad. ¿El ‘unum’ entonces lo debe hacer una pedagogía o una metodología? ¿Debe ser algo más espiritual? ¿Son unos valores? ¿Son unos fines? ¿En qué debemos comulgar sí o sí todos? ¿En qué es lícito (y hasta sano) diferir? ¿Cómo valoramos y gestionamos las diferencias? ¿La diversidad tiene márgenes o toda diversidad ha de ser acogida? ¿Tenemos la valentía y osadía de ver lo que de positivo, formativo y bueno hay en distintas propuestas de pensamiento no necesariamente afines –a primera vista– a nuestra tradición? Ninguna de estas preguntas es fácil de contestar. Ninguna de estas preguntas se puede contestar por una sola persona. Ninguna de estas preguntas debe ser omitida si queremos vivir otros cincuenta años.