Final de temporada: La universitas como caritas
11/08/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues,

si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes

deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he puesto el ejemplo,

para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes (Jn 13:13-15).

 

Ensayaré aquí una última insensatez, un último disparate que busca remover el suelo firme sobre el que el camello camina sin prisa ni emoción, con la pesada espalda cargada, jorobado y mirando hacia el suelo, con la lengua de fuera, sediento. Insensatez, ese ir contra el sentido [sensus]; sentido en tanto que normalidad (auto)impuesta por una sociedad que ha perdido la brújula. Contra el sentido-común, contra el masificado asentimiento de una mentira original, lo in-sensato se convierte en ariete, en ventana que se abre en medio del incendio, dejando entrar un hilo de aire puro, minúscula vía sobre la que pende la vida misma. 

La universidad es, lo hemos repetido ad nauseam, búsqueda de la verdad. “Verdad”, con mayúscula, esto es, inalcanzable, inabarcable, trascendente en último término. Quien anda en pos de la verdad como objeto ignora, en su pedantería, que no encontrará a nada ni nadie al final del camino, puesto que dicho camino ha sido erróneamente trazado, imaginado como aventura meramente humana; en el mejor de los casos, quien así busca quedará hundido en el abismo de su propia pequeñez, condenado a seguir su propia sombra. La verdad es, pues, misterio en el sentido de Marcel, misterio que nos interpela y que, al aproximarse a él, nos aproximamos a nosotros mismos; cuestionándolo, somos nosotros mismos quienes se sientan en el banquillo de acusados, en la plancha de autopsia. En este doble movimiento, en el ir y venir del espíritu humano que entra y sale de sí mismo, escudriñando los recovecos de su alma al tiempo que abriéndose, en total permeabilidad, a aquello que lo interpela desde fuera de sí, se juega la aventura universitaria. Y es por ello que la universidad es escuela de vida: el sitio donde la persona aprende, cara a la verdad, a aprender, a reír, a soñar, a pensar, a crear, a sufrir, a entender, a criticar, a apoyar y convenir lo mismo que a cuestionar y discurrir. “Cara a la verdad”, decimos, puesto que la familia es otro sitio por excelencia donde la persona aprende estas mismas cosas, pero cara al amor—Hegel saludará a la familia como “sustancialidad inmediata del Espíritu, [que] es determinada por el Amor a su unidad afectiva”; lo mismo que la vida política, pero esta última, cara a la solidaridad o la fraternidad. 

Vayamos ahora al pensamiento cristiano, a encontrar en él al segundo término que sirve de título a este comentario. Interroguemos, pues, la encíclica más profunda y extraordinaria de las últimas décadas, a saber, Deus caritas est. Ahí, el hoy anciano Benedicto XVI explica el agapé en contraste con el antiguo eros de la Antigüedad: “este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca”. Destaco tres términos, a partir de los cuales quiero enderezar la idea de la universidad como caritas. 

El amor cristiano es inminentemente social; nadie ama si solo se ama a sí mismo, nadie ama a Dios si odia a su prójimo, nadie es capaz de amor si no es primero capaz de renunciar a sí mismo como totalidad cerrada. El otro aparece en el horizonte cristiano como la perpetua invitación al encuentro. Encontrar-me con alguien, por supuesto, implica un proceso de salida en el que la mismidad queda corta para los vuelos del espíritu. El otro es, pues, la realidad necesaria para mi encuentro conmigo mismo, que se conjuga como un a-través-de esta o este que está afuera, interpelándome, convirtiéndose en una “auténtica parusía” de Cristo que se transfigura en el dolor humano, convirtiéndolo en hierofanía, en lugar de redención. La universidad encuentra al otro en el diálogo, en la diferencia, en la tolerancia y la paciente escucha, en la crítica respetuosa. El estudiante que no ha encontrado al otro en el colega, en el autor, en la idea, no ha salido de la caverna; detrás de él arde el fuego de su propio ego, reflejando nada más que su torcida sombra.

El abandono de la embriaguez implica la paz, la armonía, esa especie de homeostasis que obtiene el espíritu que se ha “vaciado” en el otro, encontrándose en el amor y el servicio. Cristo es, aquí, paradigma por excelencia de este vaciamiento; es el único que puede declarar sin injusticia: Consummatum est! En Cristo la embriaguez no existe: la vulgar transición de la felicidad de la fiesta a la torpeza y mal gusto del abuso de esa sustancia que crea una triste caricatura de introspección, es puesta en cuestión durante las bodas de Caná, con Cristo yendo de la felicidad al éxtasis, del vino malo al bueno, de la mera humanidad a la humanidad redimida por Él y en Él. ¿No es esta sobriedad también objetivo de la universidad, que busca mentes que abandonen las certezas inmediatas, los radicalismos autorreferenciales, las banderas y los colores que vuelven el mundo monocromo? ¿No la universidad es un tipo de escuela de caritas que convierte a la mónada en persona, permitiéndole salir de sí misma e ir al encuentro del otro desde una perspectiva sobria? ¿Qué tipo de encuentro sería ese entre dos personas incapaces de sobriedad, qué sino exceso, perversión, abuso, perdición por incontinencia? ¿Qué, sino violencia y mentira?

Finalmente, la búsqueda brilla como estrella polar, como brújula que apunta siempre a aquello inalcanzable pero siempre imaginable, como tiempo penúltimo y, por ende, mesiánico en tanto que ya conteniendo las últimas cosas, esto es, el “ya es” pero “todavía no”, el tiempo que es todo lo que tenemos y al mismo tiempo se presenta como pura intermitencia, no como espera, sino como vida que se vive bajo la nota del fin de los tiempos, desarticulando la lógica humana y transformando las más simplonas realidades en signos de los tiempos. Toda búsqueda de la Verdad última no puede ignorar, torpemente, a Dios, a la razón misma de toda Verdad, al logos encarnado. En la universidad Dios es pregunta perenne, río y lago, anhelo de infinitud. Ahí, en el horizonte, la universitas aparece como caritas con toda su potencia, en la humildad de saber que su fin último no es objeto, ni sujeto, sino la realidad última, el Amor creador. 

 

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La universitas como caritas es el sueño que estamos obligados a soñar: porque la fábrica mata a la persona y lo encadena: a escritorios, procesos, formatos, conflictos, envidias, cargos, cargas, horarios, dichos, chismes, resentimientos…; porque la fábrica está marcada por la competencia, por el pensamiento mercantil, por la alienación y la naturaleza hobbesiana, es decir, por la competencia, la difidencia y la gloria individual. La fábrica produce, la universidad forma; la fábrica tiene clientes, la universidad estudiantes; la fábrica tiene engranajes, la universidad personas; la fábrica habla de utilidad mientras que la universidad es prédica de historias, de ideas, de proyectos; la fábrica está fijamente anclada a la tierra; la universidad tiene ansias de eternidad; la fábrica será siempre fábrica, fierro sobre fierro, la universidad quiere convertirse en familia, en comunidad, en hogar; en la fábrica se trabaja, quien experimenta su actividad universitaria como trabajo ha equivocado su vocación, y pertenece por ende a la fábrica; la fábrica es pura inmanencia, suelo de Maslow, la universidad, en tanto caritas, es telos, sentido de vida, mesianismo, pues sólo quien vive en pos de la verdad puede descubrir la mentira fundamental de este mundo, esto es, su pretensión de permanencia, el velo que pone sobre la muerte, la contingencia y la limitación. La universidad es universal, pero en dicha universalidad no desaparece la persona, pues la caritas la salva de todo colectivismo, todo formalismo estúpido, convirtiéndola en un sitio donde el amor redime desde la persona y hasta la comunidad, disolviendo la paradoja del uno y el muchos, de la parte y el todo. Y todo esto, gracias al amor que se vive lo mismo que se piensa, se siente y se sueña, y que es encuentro con una persona, con esa persona que hace que las cosas tengan sentido. 


* Queridos colegas, esta columna hará descansar la pluma y el tintero. Es tiempo de parar, al menos por una temporada; tiempo de escuchar otras voces, pero también de volver al escritorio, pensar nuevos horizontes, nuevos problemas, nuevos sueños. Gracias a quienes me han leído.