En una entrevista realizada el 28 de octubre de 1964 en la Televisión de la Alemania Occidental, Hannah Arendt se deslinda del círculo de los filósofos e intelectuales de su época, por considerar que éstos, con una brutal arrogancia, tomaban distancia del mundo de la política y de la acción. Aquella arrogancia frente al mundo de la vida, cuya quintaesencia es la acción, nos conduce, en efecto, a ser ajenos a las problemáticas propias del mundo, como si el ámbito de lo contemplativo fuese radicalmente ajeno al ámbito de la vida. Arendt, en este sentido, manifiesta su decepción hacia el mundo académico de su tiempo, decepción que la conduciría a abandonar “la idea de que se pudiera ser simple espectadora” (2005: 21). Una persona comprometida con la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza, en este sentido, no puede mantenerse al margen de lo cotidiano.
Con esto no quiero decir que la filosofía deba reducirse por completo al ámbito de la política, como Arendt de alguna forma sostiene, sino tan sólo advertir que los filósofos y los intelectuales no pueden ser radicalmente ajenos al mundo y a los problemas que lo acosan constantemente, como si su quehacer intelectual los condujese necesariamente a tomar distancia del ámbito de la acción. Y es que, por más que la filosofía atiende a una amplia gama de problemáticas, donde nos encontramos una serie de temáticas de las más diversas, los filósofos y los intelectuales no pueden ni deben permanecer en el mundo de las ideas, ajenos a la realidad concreta y al contexto en el que les tocó vivir. Los grandes filósofos e intelectuales de la historia del pensamiento, a diferencia de este ser enajenado de algunos filósofos e intelectuales, fueron hijos de su tiempo, para bien o para mal. No es raro, en efecto, que filósofos como Platón, Aristóteles, Kant y Hegel, se mantuvieran siempre atentos a los signos de su tiempo, alertas a aquellas problemáticas de su época. Platón, por ejemplo, cuestionaba severamente la forma en la que se usaban los mitos para la educación de los niños y los jóvenes de su época, por considerar que estas narraciones eran totalmente ajenas al ideal del buen ciudadano.
Es en este mismo tono en el que Arendt advierte que el principal problema de la Alemania Nazi, al menos a nivel personal, “no fue lo que hicieron nuestros enemigos, sino lo que hicieron nuestros amigos”, quienes, en su opinión, “se uniformizaron” (2005: 27) con el régimen totalitario sin presentar ningún tipo de resistencia. Arendt, así, cuestiona fuertemente la pasividad con la que los filósofos y los intelectuales alemanes se “uniformizaron” voluntariamente al régimen totalitario, incluso cuando su modus operandi “no estaba aún bajo la presión del terror” (2005: 28). Estos intelectuales, dice Arendt, “cayeron en la trampa de sus propias ideas” (2005: 28). De ahí que no sea raro que Arendt inicie esta entrevista rehusándose a ser incluida dentro del “círculo de los filósofos” y afirme que “hay una tensión entre la filosofía y la política… entre el hombre como ser que filosofa y el hombre como ser que actúa” (2005: 17-18). Tensión que, por lo demás, sólo puede ser superada si la filosofía pierde su “arrogancia respecto de la vida común de los hombres” y tiende, por tanto, a “convertirse en ancilla vitae para todos los hombres” (2018: 120): quien filosofa, en este sentido, no puede desligarse por completo del ámbito de la vida, como si la acción y el pensamiento se excluyeran mutuamente.
Más allá de que Arendt nos remite a un contexto muy específico de su época, i.e., la Alemania nazi, el fenómeno de la “uniformización” es preocupante en la actualidad, en la medida en que éste se empieza a propagar más allá del ámbito de la filosofía académica de este contexto, para aparecer como una fuerte tendencia que poco a poco va ganando más fuerza. En la actualidad, en efecto, nos encontramos con una serie de tendencias uniformizantes, como las que se pueden encontrar bajo el imperio de una lógica hiperindividualista del mercado. Esta última, en efecto, introduce en la sociedad una fuerte tendencia a querer uniformizarlo todo, como si toda la realidad social fuese homogénea. Lo vemos, por ejemplo, en la propagación de ciertas ideologías y discursos dominantes, los cuales, más que promover un espíritu crítico en la sociedad, tienden a uniformizar el pensamiento de las masas para ganar cierto control sobre las mismas: se pierde cierto dominio sobre la propia vida, en aras de una suerte de grilletes ideológicos que operan bajo la ilusión de una tan anhelada seguridad. Las ideologías nos venden una suerte de vana esperanza, al costo de asumir sus contenidos ciegamente, donde la diversidad es castigada bajo el yugo de la cultura de la cancelación. Quien no piensa de tal o cual forma, quien se sale del guacal, es condenado a ser excluido de la dinámica social.
Una sociedad cuya tendencia es la uniformización, como ocurre en las actuales sociedades de consumo, es una sociedad que corre el peligro de perder su diversidad, promoviendo ciertas prácticas de exclusión que atentan en contra de la vida en comunidad. Esto mismo se vuelve más acuciante en la medida en que esta uniformización va acompañada de una mortal pasividad, donde los miembros de la sociedad se alinean pasivamente a las exigencias del mercado, por poner un ejemplo, sin presentar ningún tipo de resistencia. Un ciudadano pasivo, cuyo modus vivendi consiste en alinearse acríticamente a todas estas tendencias uniformizantes, es un ciudadano que corre el peligro de perder cierto dominio sobre su vida y, por tanto, su autonomía, subordinando su existencia a influjos externos (el mercado, la moda, las ideologías, etc.). Esto, por último, tiene consecuencias negativas para el óptimo desarrollo de la democracia, en cuanto que da pie, como advierte Alexis de Tocqueville al final de La democracia en América, a una suerte de despotismo suave, un régimen aparentemente democrático, conformado por “una multitud innumerable de hombres parecidos” (2019: 878) radicalmente ensimismados. Una auténtica democracia, en efecto, requiere de ciudadanos críticos y autónomos, capaces de asumirse como parte de una comunidad y, en especial, de coadyuvar a la consecución del bien común.
Referencias:
-Arendt, H. (2005). Ensayos de comprensión 1930-1954. Escritos no reunidos e inéditos de Hannah Arendt, trad. por Serrano de Haro, A., Madrid: Caparrós.
-Arendt, H. (2018). ¿Qué es la filosofía de la existencia?, trad. por Serrano de Haro, A., Madrid: Biblioteca Nueva.
-Tocqueville, A. (2019). La democracia en América, trad. por Ruiz Rivas, H., México: FCE.