“¿Qué tan bueno y qué tan común queremos que sea el bien común?”
La propuesta pedagógica de la UPAEP se concreta en el siguiente afán: ‘suscitar experiencias significativas para el bien común’. Eso queremos que suceda en las aulas, en los laboratorios, en las tutorías personalizadas, en las visitas al museo o en la participación en proyectos de impacto social. En efecto, cuando experimentamos la realidad nos sentimos profundamente interpelados y desafiados; cuando somos conscientes de nuestras capacidades y talentos, nos sentimos profundamente responsables; y cuando tenemos un horizonte de trascendencia, nos sentimos profundamente esperanzados y actuamos comunitariamente con alegría. Y tal vez esos tres rasgos: sentirse interpelado, saberse responsable y actuar en comunidad con esperanza, delinean el ser y quehacer de un líder transformador.
Ahora bien, la expresión ‘bien común’, puede servir como un ‘comodín’ en esta Institución y en otras de cuño católico. Para algunos, cuando se apellida un emprendimiento, una investigación, una publicación o un proyecto académico con la expresión ‘bien común’ parece que se ha completado parte del checklist para que tal proyecto vea la luz. Pero, ¿cómo saber que no estamos cayendo en el autoengaño? ¿Cómo ser exigentes y tomarnos en serio algo fundamental? ¿Cómo evitar la devaluación de términos? Las siguientes líneas apuntan a ese fin.
La expresión ‘bien común’ está compuesta de dos términos: ‘bien’ y ‘común’. Por tanto, ha lugar la pregunta que titula este escrito: ¿Qué tan bueno y qué tan común queremos que sea el bien común? En efecto, hay bienes que no pesan tanto (ni ontológica ni moralmente) como otros bienes, es decir, podemos establecer una escala de bienes. Además, el bien puede difundirse y beneficiar a muchos o bien sólo atender a necesidades particulares e individuales. Pero ambos aspectos se reclaman entre sí, pues entre más bueno es un bien, beneficia a más personas. Los bienes realmente más buenos, son, proporcionalmente, los más comunes, y los menos buenos los menos comunes. Por eso los medievales incluso llegaron a referirse a Dios como el Bien Común (con mayúsculas), es decir, el Sumo Bien, y fin al cual tienden todos los seres del universo (no hay una realidad más común y más buena que Él).
Dicho esto, quiero hablar de dos enfoques que considero errados a la hora de hablar de ‘bien común’. El primero lo denominaré ‘minimalismo de contenido’ y tiene que ver con la bondad del pretendido bien común al que se atiende o que se quiere construir. ¿Cuáles son los bienes que hacen a una vida humana plena y auténticamente humana? Es verdad que hay bienes básicos ineludibles y que una vida digna no puede darse sin ellos, pero no podemos achicar la mirilla y pretender que a partir de ellos y sólo con ellos sobrevendrá la paz social. Hay bienes de orden superior (pensemos en la virtud, la educación o la cultura) que pueden generar exponencialmente otros bienes. Hay bienes, por tanto, que son suelo… y hay que buscarlos y garantizarlos a todos, pero hay otros bienes que son techo, y a esos hay que apuntar.
El segundo enfoque podría incurrir en un ‘minimalismo de extensión’, es decir, en acortar el radio de beneficiarios del bien común en cuestión. Y aquí nos topamos con el eterno problema de la ‘justicia’ (desde Platón hasta Rawls): ¿cómo hacer que la mayoría de las personas contribuyan a generar la mayoría de los bienes, y que la mayoría de los bienes se distribuyan entre la mayoría de las personas? Y que ambas, generación y distribución, se hagan en los márgenes de la solidaridad y la subsidiariedad.
Ambos minimalismos terminarían por empequeñecer al máximo la noción de ‘bien común’. El helado que comparto como mi hijo, ciertamente, es un bien común (sólo que es muy poco bueno y muy poco común).
Recordemos que siempre hay la posibilidad de pensar en grande y de salir de las caballerizas culturales en que nos quiere dóciles el pensamiento único. Dejemos de pensar tanto y tan obsesivamente en nuestro ombligo: pensemos en el otro, en el otro más otro... vayamos allende nuestros espacios cómodos y domesticados. Dejemos de pensar tan corta y mezquinamente -pensar sólo en términos de aprendizajes procedimentales y técnicos- y volvamos a poner sobre la mesa de la educación superior fines como ‘educación en la virtud’, ‘educación del carácter’, ‘educación para la trascendencia’, ‘santidad’.
Me viene a la mente una reflexión del Dr. Carlos Águila donde explicaba cómo el auténtico líder transformador se caracteriza por la ‘magnanimidad’. Es su virtud por excelencia. Y lo es, porque es la virtud que nos ayuda a considerar el ‘bien común’ en un maximalismo de bondad y de comunidad. Un líder transformador –gobernante, empresario, científico, docente, etc.– será tal, sólo en la medida de su magnanimidad.