La exclusión de la teología en la formación regular de los universitarios y la exclusión de la formación científica en el clero y en el laicado católico nos ha colocado a la distancia de una cosa y otra. Hoy en día, empero, obligados quizá por la magnitud de los conflictos globales, podemos preguntarnos: ¿tiene sentido volver a plantearse esta cuestión? O bien, a los creyentes –y no creyentes- ¿de veras nos importa la ciencia? Más todavía, de veras, ¿nos importa el mundo? (¿Lo habrá preguntado Mafalda?). O estamos paralizados quizá en un pesimismo y frustración, o peor, se ha instalado en nosotros la indiferencia rutinaria frente a la cuestión filosófica del significado, el sentido e identidad de nuestro ser y quehacer en el mundo. Pero, de veras también, ¿no abrigamos ya ninguna esperanza?
En algún momento, dice Aristóteles que “el saber da el sentido, mientras que el obrar la utilidad”. Necesitamos productos, objetos, técnicas y habilidades de utilidad para la vida práctica y aun la sobrevivencia, pero también necesitamos el saber que le da sentido a nuestro hacer. ¿Podemos sustituir este saber, igualmente, por los big data, los cálculos financieros y la información médica y de la salud? Indudablemente que la ciencia y la tecnología han reconfigurado el mundo humano y natural proveyéndonos de la posibilidad, al menos, de satisfacer las necesidades elementales y una vida confortable. No para todos, o no para la inmensa mayoría, por desgracia.
Esto plantea un doble desafío a la teología, esto es, a la razón que cree, pero busca comprender. Es decir, ¿qué tanto el conocimiento científico permite releer el mundo teológicamente? O bien, ¿qué retos plantea el conocimiento científico a la visión, mentalidad, estilo de vida y acción de creyentes y no creyentes por igual, que habitamos el mismo mundo? Por otra parte, ¿realmente le importa la ciencia —como saber, no como fuente de tecnología solamente— al mundo? Esta pregunta llama más la atención si la contrastamos con el hecho de una gran confusión respecto al sentido y a la identidad humana. Pero, sin olvidar la otra cuestión, podemos preguntar todavía, ¿qué responsabilidad tenemos los que accedemos al conocimiento respecto de aquellos que no?
Más aún, hoy más que nunca el mundo exige una solidaridad no sólo internacional, sino también intergeneracional. Pero, esto no puede consolidarse sin la educación. Especialmente, sin una educación universitaria donde la búsqueda del conocimiento, por su propia riqueza, guíe la actividad académica. En el corazón de la universidad, la enseñanza y la investigación, en conjunto, como una tarea compartida por profesores y alumnos, es la actividad esencial de la educación universitaria, si se lleva a cabo particularmente como una tarea con sentido, donde el educador esté completamente implicado en la búsqueda del saber, pero también en la formación de una comunidad humana en torno a éste.
Incluso, más precisamente, se necesita, en verdad, un intercambio auténtico entre los distintos saberes científicos y las diferentes disciplinas, lo que significa que también entre las distintas facultades y departamentos en las universidades. Esto implica una cultura de diálogo, y de cooperación y colaboración interdisciplinarios más dinámica. En ello, el servicio que la filosofía y, especialmente, la teología puede aportar a este diálogo puede muy bien resultar substantivo, siempre y cuando también ellas asuman que el conjunto de saberes y disciplinas de las ciencias naturales, sociales y humanas les puede ayudar a comprender mejor su propio campo. Ésta sería una teología —y filosofía— universitaria, posibilitando así su integración en la vida universitaria y no sólo en los recintos eclesiásticos. El beneficio de esto sería lograr una visión más unitaria del saber, sin confundir equivocadamente las competencias de cada disciplina. Pero, también este intercambio nos comenzaría a acostumbrar a enterarnos unos de otros y a trabajar solidariamente juntos.
Además, de esta manera, la universidad podría proporcionar un servicio a la sociedad, no sólo intelectual o técnico sino, sobre todo, humano. Esto porque lo que más necesita la sociedad humana son personas con una identidad personal propia, para quienes el conocimiento de la realidad y de la vida, que se ensaya —o se pretende ensayar— en la universidad, les permite actuar adecuada y libremente, con responsabilidad y solidaridad, al experimentar distintas vías de acceso al sentido de la existencia y de la actividad humana, lo que le da unidad al esfuerzo personal y a aquella búsqueda de sentido que nos es común a los seres humanos. Esta unidad, desde luego, no significa identidad y, menos aún, homogeneidad de pareceres; por el contrario, cada quien ha de verificar en su propia experiencia personal lo que libera y llena el corazón de alegría o lo mueve apasionadamente a ser más, o bien, lo que es lo mismo, a tener más vida.
Porque, ¿qué cosa se puede contar con sentido, de qué se puede hablar con sentido genuinamente humano y comunicar, de tal modo que nos enriquezca y nos haga crecer, sino lo que se ha vivido plenamente, de lo que se tiene auténtica experiencia? La universidad está llamada a ser el lugar de encuentro con la verdad y con la alegría que procede de ello, pero compartida en comunión, esto es, en un ambiente de unidad de los que se empeñan en su descubrimiento, en principio, con la colaboración de toda la comunidad universitaria, que sólo tiene sentido en función de tal fin.
Ahora bien, hay que reconocer, no obstante, que hoy en día, parece que hay que luchar en el interior de las propias universidades y fuera de ellas contra un anti-intelectualismo cultural que desprecia el saber y privilegia lo útil, lo placentero, lo cómodo, así como la relatividad de cualquier discurso sobre la verdad, llegando incluso, a veces, hasta la hostilidad a la reflexión, a la libertad y a la vida de comunidad. Pero, esta actitud vital suele traer perniciosas consecuencias a la cultura y a la sociedad, porque lastima sobre todo las relaciones interpersonales.
Mas, volviendo sobre el aspecto positivo de la educación, cabe decir que, de este modo, efectivamente, estaríamos en mejores condiciones para contribuir, mediante la educación de las jóvenes generaciones, tanto al aumento del conocimiento, como a todo aquello que contribuya al bien social, ya sea en el desarrollo económico sustentable —apoyados con una tecnología creativa e innovadora— o en una cultura más ecológica y sensible a la justicia social; para también con ello contribuir eminentemente a la paz, porque sabríamos comunicarnos confiadamente nuestro pensamiento, diverso seguramente, pero convergente, lo cual enriquecería, a su vez, la formación humana para una vida civil más solidaria y fraterna. Porque, por lo demás, una cultura de la solidaridad nunca ha defraudado la colaboración de todos al bien común, haciéndonos olvidar sólo la satisfacción de nuestros propios deseos, haciéndonos diligentes en el cuidado del hermano y de la creación.